El primer Duce del siglo XX no fue Benito Mussolini: se llamó Gabriele
DAnnunzio, ejerció la poesía, la narrativa, la dramaturgia,
el periodismo, la autopublicidad, el prefascismo, y el 12 de setiembre
de 1919 instaló su dictadura en Fiume con el apoyo de militares
resentidos por lo poco que le había tocado a Italia en el reparto
posguerra mundial I que se denominó Tratado de Versalles. Los romanos
fundaron ese importante puerto del Adriático en el siglo III, pasaron
después ávaros y eslavos, en el siglo XIII era croata, en
1471 austríaco, nuevamente croata en 1776, Napoleón lo ocupó
de 1809 a 1814, padeció luego una alternancia austríaca,
húngara y croata, y en 1918 fue otorgado a la flamante Yugoslavia.
Pero los italianos nunca lo nombraron Rijeka, siempre Fiume.
Asesorado por una vasta colección de nacionalistas, sindicalistas
y aventureros de todo tipo, DAnnunzio declaró la independencia
de la ciudad y promulgó una constitución corporativa que
también proclamaba el reinado del espíritu humano,
alcanzable gracias a la música. Hacia el final de su dictadura
duró algo más de un año, más que
el espíritu humano imperaban en Fiume la cocaína y la prostitución.
Ese resultado mostró el vacío esencial del DAnnunzio
político, un genio de la oratoria destinada a encender multitudes,
pero demasiado ególatra para identificarse con causa alguna, incluida
la de la patria-nación sobre la que no se cansó de escribir.
Tenía un coraje incuestionable con más de medio siglo
de edad a cuestas se alistó en la aviación de su país
durante la Gran Guerra y mil veces prometió que sólo
pasando sobre su cadáver lo desalojarían del poder. Pero
cuando la flota italiana empezó a bombardear el puerto, huyó
del palacio de gobierno de manera más bien ignominiosa.
DAnnunzio creía en el Superhombre de un Nietzsche
mal leído y su nacionalismo, como el inicial de su contraparte
francesa Maurice Barrès, era la cima del culto del yo:
el mundo estaba hecho para hombres como él y la única tarea
del pueblo consistía en adorar y seguir al líder carismático.
En 1899 había adelantado concepciones y modalidades del fascismo
en La gloria, obra de teatro que expresa su fe en el poder de la retórica
para mover muchedumbres. La palabra oral o escrita que se dirige
a una multitud debe únicamente proponer la acción, violenta
si es preciso; en ese contexto, un espíritu ardiente
es capaz de comunicarse con la masa mediante las cualidades sensuales
de la voz y de los gestos, anotó en 1900. De allí
a 1915 perfeccionó su oratoria incorporándole imágenes
de cuño católico para santificar los conceptos de patria
y nacionalismo. Su famoso discurso de 1915 incitando a Italia a entrar
en la guerra fue deliberadamente acomodado a las cadencias del Sermón
de la Montaña.
A Mussolini, que había fundado su movimiento en Milán pocos
meses antes de la aventura o el delirio dannunziano, no le faltaban
recursos de retórica demagógica, pero aprendió no
poco del escritor, de sus rituales oratorios y su uso de simbolismos.
La victoria mutilada, frase que aún se recuerda y que
DAnnunzio acuñó en vísperas del golpe en Fiume,
cristalizaba a la perfección el agravio nacionalista por el Tratado
de Versalles. El segundo Duce inventaría otras, aunque en no pocas
pervivió la mano del maestro. El primero, además, creó
con su fracaso una atmósfera que Mussolini supo aprovechar: el
movimiento, que en las elecciones de 1919 obtuvo un número
insignificante de votos, ganó vuelo después de la toma de
Fiume, se alió a los grupos más cavernícolas de las
clases dirigentes y se convirtió en una suerte de reacción
armada contra la clase trabajadora en ascenso. DAnnunzio podía
jactarse, con razón, de representar los ideales originarios de
la revolución nacional.
Para el prolífico escritor este período de extrema actividad
política marcó el comienzo de su esterilidad literaria:
declinó la fuerza sensual de su escritura, se agrisó su
extraordinario apetito de experiencias ysensaciones y la capacidad de
expresarlas tan vívidamente como en Alción (1904), tal vez
su mejor libro de poemas, en que recrea líricamente los olores,
sabores, sonidos y paisajes de un verano en Toscana. Había nacido
en Pescara y explotó su infancia y adolescencia en los Abruzzos
para novelar pasiones primitivas en un marco rústico pastoral.
Los superhéroes de sus narraciones -.casi nunca faltan, abatidos
por la corrupción de las ciudades y los excesos de la carne, renacen
al contacto de su lugar nativo y campestre. Esa versión del mito
de la Madre Tierra fascinó a los intelectuales urbanos de la época.
El gran poeta Eugenio Montale reconocía su influencia y André
Gide, Romain Rolland, James Joyce, Ezra Pound y Henry James, entre otros,
lo admiraban. El último con reparos: consideró a DAnnunzio
un sordo moral por su falta de interés en los valores éticos.
Hoy se aprecia sobre todo su poesía, aunque ésta no destierra
de la mente una aguda observación de Antonio Gramsci: es imposible
entender buena parte de la literatura italiana de fines del siglo XIX
y comienzos del XX si no se la percibe como una variante provinciana de
la literatura francesa.
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