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Jeanne Moreau, la
musa de todos

La actriz se convirtió en la primera mujer que ingresa a la Academia francesa de Bellas Artes. �Actuar fue el motor de mi existencia�, afirmó.

Moreau tiene 50 años de actriz.
Dudó antes de dar el oui al premio.

La actriz Jeanne Moreau se convirtió ayer en la primera mujer de la historia que logra integrar la Academia de Bellas Artes de Francia. Se hizo cargo de esa distinción con un discurso en el que evocó su trayectoria personal y rindió homenaje a las personas que la ayudaron a profundizar en su vocación artística. Moreau no tuvo que elogiar a su antecesor en el sillón de la Academia que ocupa desde ahora, ya que fue creado con su nombramiento, pero lamentó no poder terminar su “monólogo” con música, como hiciese en su día bajo la Cúpula del Instituto de Francia el violoncellista Mstislav Rostropovich.
Por ello, decidió concluir su intervención interpretando los mismos versos alejandrinos de Ifigenia de Racine, que en 1947 le abrieron las puertas del Conservatorio. Los mismos “gracias a los que estoy aquí”, dijo. El lugar de inmortalidad académica alcanzado por Moreau, musa de algunos de los más grandes realizadores del siglo XX, se expresa bajo el nombre de “Creaciones artísticas en el cine y el audiovisual”. La actriz, vestida con una versión del traje oficial de académico creado por su gran amigo y también inmortal Pierre Cardin, prefirió prescindir de la tradicional espada portada por sus nuevos colegas y sustituirla por un broche. A modo de regalo a sus compañeros, a los amigos y personalidades que asistieron a su distinción, Moreau ofreció los recuerdos de su vida “surgidos violentamente” tras ser nombrada académica, desde su infancia en Vichy, donde su padre regentaba un restaurante, hasta su llegada a París y su descubrimiento del teatro.
Moreau, que fue la musa de casi todos los realizadores de la nouvelle vague francesa, evocó a su madre, británica, que dejó la danza al contraer matrimonio; a su abuelo paterno, su “único confidente”; y al materno, profesor de navegación, que le enseñó “las mareas, los ciclos de la luna y las estrellas”. A partir de 1936, la futura actriz conoció la ruina familiar, la guerra, la ocupación nazi; vivió la detención de su madre, las estrellas amarillas (con las que el III Reich diferenciaba a los ciudadanos judíos), “los camaradas ausentes que ya nunca volvieron a clase, la indignación mezclada con el miedo, la rabia...”. A los 16 años, en marzo de 1944, la visión en el Teatro de l’Atelier de Antígona le descubrió su vocación, confirmada meses después, tras la liberación del país, en la Comédie Française, al ver Fedra.
Entre las personas que la ayudaron y alimentaron su naciente pasión citó a su profesor de dicción, M. Laurencin, y a su maestro Denis d’Ines, decano de la Comédie Française, institución en la que ingresó en 1948. Su presencia en la Academia se debe a una iniciativa del cineasta y académico Roman Polanski, quien le preguntó si estaría dispuesta a someterse a las elecciones. Después una reacción negativa, siguió el sí, que le transportó a su puesto de privilegio y le llevó a “hacer un trabajo interior” en el que pasó revista a su vida, y a reflexionar sobre la actuación, que definió como “el motor de mi existencia”.

 

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