Por Hilda Cabrera
Entre diálogos meditados,
burlones, inocentes, esta historia ideada por el chileno Antonio Skármeta,
producto según escribe en el prólogo a su versión
novelada de un fracasado asalto periodístico a Neruda,
El cartero quiere ser un acercamiento a la figura del poeta, partiendo
de un personaje imaginario que madura durante el transcurso de la acción.
Se trata de Mario Jiménez, un joven chileno desinteresado de la
pesca en un pueblo de pescadores, que sueña con mujeres hermosas,
y que, metido a cartero, entabla relación con el poeta, el único
que recibe correspondencia en Isla Negra. En sus tímidas charlas
con Neruda descubre la fuerza de las metáforas, sobre todo cuando
éstas son utilizadas para enamorar muchachas. Porque Mario está
prendado de Beatriz, la adolescente que atiende en la hostería
del lugar. La puesta de Hugo Arana, quien debuta aquí como director,
se ajusta prolijamente al original, cuyo título es otro, Ardiente
paciencia, tomado de un texto de Rimbaud (Al amanecer, armados de
ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades)
que Pablo Neruda (1904-1973) incorporó a su discurso al recibir
el Premio Nobel de Literatura en 1971.
Acompaña a esa fidelidad al texto una escenografía alusiva
y de formas geométricas en la que se destacan esos objetos sin
los cuales el poeta, partidario de una poesía vitalista e impura
como un cuerpo (incluso cuando quería parecer solemne), no
podía vivir: barcos encerrados en botellas, mascarones de proa,
caracolas y ángeles y veletas, materiales que obtuvo por sí
mismo o le enviaban a Chile desde los lugares más remotos. Arana
pone el acento en la poesía, en el lazo amigable que ésta
despierta entre seres tan diferentes como el joven Mario y el poeta. Aquel
que supo escribirle al amor de modo tan sencillo como encendido, generando
plagiarios en todo el mundo. Como ha confesado el mismo Skármeta,
autor de novelas (Soñé que la nieve ardía, La insurrección),
cuentos (Desnudo en el tejado, Tiro libre) y guiones para cine y radio,
también él copiaba al vate cuando necesitaba enternecer
a alguna joven.
Sobriedad y poesía son los pivotes de este montaje que muestra
a un Neruda perceptivo y levemente irónico, incluso respecto de
sí mismo. Cuidadoso en su composición, Darío Grandinetti
modula la voz y modifica el gesto en armonía con lo que se cuenta.
La acción se inicia en 1969, año en que Pablo Neruda (quien
en 1946 había logrado judicialmente dejar de llamarse Neftalí
Ricardo Reyes Basoalto) es designado candidato a presidente de la república
por el Partido Comunista de Chile. Recorre el país pero, más
que discursos, la gente le pide poemas. Es así como acaba retirándose
de las elecciones para apoyar a Salvador Allende, candidato por la Unidad
Popular.
Las cartas llegan a Isla Negra de todas partes, pero las de Suecia tienen
un plus, por aquello del esperado Premio Nobel. Tiempo después
(noviembre de 1972), cuando Neruda retorna a su residencia junto al mar,
dejando su cargo de embajador en París del gobierno de Salvador
Allende,el contenido de la correspondencia será otro. Enfermo de
cáncer, y con la casa cercada tras el golpe de Estado de Augusto
Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, sabrá por boca del cartero
de otras misivas, urgentes, como los telegramas que le ofrecen asilo en
Suecia y México, cuyo presidente, Luis Echeverría, dispone
un avión para trasladarlo junto a Matilde Urrutia, su última
compañera
Conformada por episodios recortados por apagones totales (un recurso utilizado
en exceso), la obra retrata a un artista lleno de ternura y cálida
ironía que cumple el rol de celestino entre el
cartero enamorado y la joven Beatriz, hija de la posadera Rosa, viuda
de González, quien temerosa de que la calentura de su hija termine
en embarazo le ordena al poeta que impida esa relación. El lucido
diálogo de este personaje (compuesto por una destacable Alejandra
Da Passano) y el poeta, así como algunos contrapuntos entre el
cartero y Neruda, y la escena del desnudo de los jóvenes, constituyen
los mejores momentos de una pieza que retrata sin grandilocuencia pequeños
y grandes asuntos.
La atmósfera poética y liberadora de la tierna escena amorosa
censurada en Santiago del Estero tiene en Gabriela Sari y en Nicolás
Cabré a dos buenos intérpretes de la coreografía
diseñada por Doris Petroni. Este pasaje tiene incluso una carga
de iniciación amatoria que no posee la novela. La escenografía,
las luces y la música crean climas. Por momentos envolvente, casi
cinematográfica, la música es en parte obra de Víctor
Heredia, quien ya en 1974 había homenajeado al poeta en un disco,
luego censurado, Víctor Heredia canta a Pablo Neruda.
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