Por Rodrigo
Fresán
En un mundo perfecto o por lo menos mejor que éste en que
vivimos y morimos Kurt Vonnegut ya hubiera ganado el Nobel de Literatura.
Y su perturbado héroe recurrente, el escritor de ciencia-ficción
Kilgore Trout sería un artista de estatura universal. Kilgore Trout
cuyo nombre guiña un homenaje a Theodore Sturgeon, pero cuyas
costumbres remiten directamente al alucinado genio de Philip K. Dick
es uno de los pocos casos en la ciencia-ficción en el que el personaje
practica el género a la vez que lo vive y lo padece. Trout escribe
cuentos sobre el planeta Trafalmadore para revistuchas porno, pero es
objeto de culto para muchos seres todavía más anónimos
que él. Aliens incluidos.
Vonnegut (1922) empezó como prisionero de guerra, sobreviviente
al bombardeo a Dresde (episodio central en Matadero-5, su novela más
famosa) continuó estudiando antropología y escribiendo folletos
para la General Electric antes de descubrirse como implacable escritor
satírico utilizador de la ciencia-ficción como vehículo
de combate para tomar por asalto y tomarse en broma las instituciones.
Kilgore Trout siempre está allí para ayudar a quien se ha
definido como el mejor hombre a la hora de hacernos pensar en que
el fin del mundo tal vez sea la solución a nuestros problemas.
En estos días cerca de su final Vonnegut se considera
retirado de la literatura, intentó suicidarse en un par de ocasiones,
sigue insistiendo en que todavía estamos en la Edad Media,
y no hace mucho se quedó dormido con un cigarrillo encendido. Todo
ardió pero, otra vez, él vivió para contarlo.
Lo que sigue es el principio y el final de Galápagos (1985). Novela
donde se empieza narrando los comienzos de una nueva fase evolutive
de la raza humana que inconscientemente advertida de su próxima
destrucción decide renunciar a sus grandes cerebros
y volver a los océanos de los que alguna vez surgió ahora
en forma de felices pseudofocas. Esto es posible a partir de la inseminación
artificial con esperma de un capitán de barco germano-americano
en el óvulo de la hija de una sobreviviente de Hiroshima con genes
mutantes. Suena raro, sí, pero cosas más raras oirán
en los próximos años. El final de Galápagos entre
las páginas más emotivas jamás escritas por Vonnegut
es la invocación del fantasma de Kilgore Trout por el fantasma
de su hijo León a la vez que una sentida proclama acerca de los
poderes redentores de la ficción futurista como remedio para hacer
más soportable nuestro presente.
Galápagos
¿De qué
se ríe este hombre? Kurt Vonnegut: el maestro del Juicio Final.
Tuve
que recorrer todo el camino hasta Bangkok, Thailandia, para
enterarme de que a los ojos de una persona al menos, mi padre,
que tan desesperadamente había escrito, no había vivido en vano.
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Por Kurt
Vonnegut
La cosa
fue así:
Hace un millón de años, en 1986 d.C., Guayaquil era el principal
puerto marítimo de la pequeña democracia sudamericana de
Ecuador, cuya capital era Quito, en lo alto de la cordillera de los Andes.
Guayaquil estaba situada a tres grados sur del Ecuador, la cintura imaginaria
del planeta de la que el país tomó el nombre. Hacía
siempre mucho calor allí, y también mucha humedad, porque
la ciudad se levantaba en las calmas ecuatoriales sobre un marjal esponjoso
en el que se mezclaban las aguas de varios ríos que bajaban de
las montañas.
Este puerto marítimo se encontraba a varios kilómetros del
mar abierto. Balsas de materia vegetal a menudo atascaban las aguas turbias,
ocultando pilotes y ancladeros.
Los seres
humanos tenían entonces el cerebro mucho más grande que
ahora, de modo que cualquier misterio podía seducirlos. En 1986
uno de esos misterios era cómo unas criaturas que no podían
nadar grandes distancias habían llegado a las islas Galápagos,
un archipiélago de picos volcánicos al oeste de Guayaquil,
separado del continente por un millar de kilómetros de aguas muy
profundas, y muy frías, que venían del Antártico.
Cuando los seres humanos descubrieron estas islas, ya había allí
salamanquesas e iguanas, ratas de campo y lagartos gigantes, arañas,
hormigas, escarabajos, garrapatas y ácaros, para no mencionar las
enormes tortugas de tierra.
¿Qué medio de transporte habían utilizado?
Mucha gente consiguió satisfacer sus voluminosos cerebros con esta
respuesta: llegaron en balsas naturales.
Otros sostuvieron
que esas balsas se inundaban y se pudrían hasta deshacerse tan
de prisa que nadie había visto ninguna lejos de tierra firme y
que la corriente entre las islas y el continente habría arrastrado
a esas rústicas embarcaciones hacia el norte y no hacia el oeste.
O afirmaron que esas torpes criaturas terrestres se habían trasladado
con pies secos por un puente natural o habían nadado cortas distancias
entre unos vados que desde entonces habían desaparecido bajo las
olas. Pero los científicos, con la ayuda de sus voluminosos cerebros
y sus astutos instrumentos, habían trazado mapas del suelo oceánico
en 1986. No había huellas, dijeron, de ninguna masa de tierra intermedia.
Otra gente
de esa era de grandes cerebros y fantasioso pensamiento afirmó
que las islas habían sido parte del continente, y se habían
separado luego por alguna estupenda catástrofe.
Pero las islas no tenían aspecto de haberse separado de nada. Eran
evidentemente jóvenes volcanes, vomitados allí mismo. Muchas
de ellas eran tan recién nacidas que podía esperarse que
estallaran de nuevo de un momento a otro. En 1986 ni siquiera había
allí mucho coral, y por tanto no había tampoco lagunas azules
y playas blancas, amenidades que muchos seres humanos consideraban un
pregusto de una ideal vida postrera.
Un millón de años después, tienen playas blancas
y lagunas azules. Pero en los comienzos de esta historia, eran todavía
montes y bóvedas y conos espirales de lava, feos, frágiles
y abrasivos, cuyas grietas y pozos ycuencos y valles no contenían
tierra fértil ni agua dulce, sino una muy fina y muy seca ceniza
volcánica.
Otra teoría de entonces era que Dios Todopoderoso había
creado a todas esas criaturas donde los exploradores las habían
encontrado, y que por lo tanto no habían necesitado medios de transporte.
Otra teoría
sostenía que habían bajado a la costa de dos en dos por
la planchada del arca de Noé.
Si hubo en verdad un arca de Noé, y pudo haberla habido, podría
titular mi historia Una segunda arca de Noé.
He escrito
estas palabras en el aire... Con el extremo del índice de mi mano
izquierda que también es aire. Mi madre era zurda y yo también
lo soy. Ya no hay seres humanos zurdos. La gente ejercita sus aletas con
perfecta simetría. Mi madre era pelirroja y también lo era
Andrew MacIntosh, aunque sus respectivos hijos, yo y Selena, no heredamos
sus cabelleras rojizas... ni tampoco la humanidad, tampoco la humanidad
podría haberlas heredado. Ya no hay pelirrojos. Nunca conocí
un albino personalmente, pero tampoco hay albinos. Entre las focas, aparece
un ejemplar albino de cuando en cuando. Hace un millón de años
sus pieles habrían sido muy apreciadas para abrigos de mujer, abrigos
que se lucían en la ópera y en los bailes de caridad.
La piel de la gente moderna ¿no habría podido utilizarse
en la confección de abrigos para sus antepasados? No veo por qué
no.
¿Me perturba escribir tan insustancialmente, con aire sobre aire?
Pues... mis palabras serán tan perdurables como cualquier cosa
escrita por mi padre, o por Shakespeare, o por Beethoven o por Darwin.
Resulta que todos ellos escribieron con aire, sobre aire; y de la balsámica
atmósfera pesco ahora este pensamiento de Darwin:
La progresión
ha sido mucho más general que la retrogresión.
Es cierto,
es cierto.
Cuando mi
cuento empezó, parecía que la parte terrena del mecanismo
de relojería del universo corría grave peligro, pues muchas
de sus partes, esto es, la gente, ya no encajaban en ningún sitio
y estaban dañando todo el entorno además de dañarse
a sí mismas. Habría dicho entonces que el daño era
irreparable.
¡De ningún modo!
Gracias a ciertas modificaciones del diseño de los seres humanos,
no veo razón alguna por la que la parte humana del mecanismo de
relojería no pueda seguir emitiendo su tic-tac tal como lo hace
ahora.
Si alguna
especie de ser sobrenatural o los pasajeros de los platillos volantes,
esos predilectos de mi padre, hicieron que la humanidad armonizara consigo
misma y con el resto de la Naturaleza, yo no los sorprendí en el
proceso. Estoy dispuesto a jurar que la Ley de Selección Natural
llevó a cabo la reparación sin ninguna clase de asistencia
exterior.
Fueron los pescadores más hábiles los que sobrevivieron
en mayor número en el medio acuático de las Galápagos.
Aquellos cuyas manos y pies se asemejaban más a aletas eran los
mejores nadadores. Las mandíbulas prognatas eran perfectamente
adecuadas para atrapar y retener los peces, como nunca hubieran podido
serlo las manos. Y cualquier pescador que tuviera que mantenerse un tiempo
bajo el agua, era sin duda capaz de atrapar más peces si tenía
un cuerpo más hidrodinámico, más parecido a una bala...
y si tenía un cerebro más pequeño. De modo que mi
historia está contada, excepto algunos detalles no muy importantes
que añadiré por no haberme referido antes a ellos. Los añado
sin seguir un orden particular. Tengo que escribir de prisa. Mi padre
y el túnel azul vendrán a buscarme en cualquier momento.
¿Sabe
aún la gente que tarde o temprano ha de morir? No. Por fortuna,
en mi humilde opinión, lo han olvidado.
¿Me
reproduje yo mientras vivía? Por accidente dejé encinta
a una estudiante de escuela secundaria en Santa Fe, poco antes de ingresar
en la Marina de los Estados Unidos. El padre de ella era director de escuela,
y nosotros ni siquiera nos gustábamos demasiado. Sencillamente
tonteábamos juntos, como hacían los jóvenes de entonces.
Tuvo un aborto, que el padre pagó. Ni siquiera averiguamos si hubiera
sido niña o niño.
Eso por cierto me dio una lección. En adelante, siempre me aseguré
de que yo o mi compañera tuviéramos a mano algún
método de control de la natalidad. Nunca me casé.
Y no tengo más remedio que reír ahora, al pensar en la pérdida
de dignidad y belleza que habría si una persona de hoy, antes de
hacer el amor, se equipara con uno de esos adminículos, típicos
de hace un millón de años, destinados al control de la natalidad.
Imaginadlo además, ¡tener que ponérselo con las aletas
y no con las manos!
¿Ha
llegado aquí durante mi estadía alguna balsa natural de
materia vegetal con pasajeros o sin ellos? No. ¿Han llegado especies
de alguna clase del continente a estas islas desde la encalladura del
Bahía de Darwin? No.
Claro que he permanecido aquí sólo un millón de años...
poco tiempo en realidad.
¿Cómo
llegué a Suecia desde Vietnam?
Después que maté a la vieja que había matado a mi
mejor amigo y a mi peor enemigo con una granada de mano, y lo que quedaba
de nuestro pelotón quemó la aldea hasta no dejar nada, fui
hospitalizado a causa de lo que se llamó un agotamiento nervioso.
Se me Suministraron tiernos y amorosos cuidados. Me visitaron oficiales
que me convencieron de la importancia de no comunicar a nadie lo que había
ocurrido en la aldea. Sólo entonces me enteré de que nuestro
pelotón había matado a cincuenta y nueve aldeanos de todas
las edades. Alguien los había contado después.
Cuando tuve a mi disposición una licencia del hospital, una prostituta
de Saigón me contagió la sífilis, mientras yo estaba
borracho y fumado de marihuana. Pero la primera lesión de esa enfermedad,
hoy desconocida, no apareció hasta que llegué a Bangkok,
Thailandia, donde fui enviado junto con muchos otros a pasar una temporada
de Descanso y Recreo. Este era un eufemismo que todos y cada
cual entendía como más putas, más drogas y más
alcohol. La prostitución traía a Thailandia una considerable
suma de divisas extranjeras, sólo superada por la exportación
de arroz.
Después venía el caucho.
Después venía la teca.
Después venía el estaño.
Yo no quería que el Cuerpo de Marina se enterara de que padecía
sífilis. Si lo averiguaban, me reducirían la paga mientras
estuviera en tratamiento. El período que durara el tratamiento,
además, se sumaría al año que tenía que servir
en Vietnam.
De modo que recurrí a un médico privado de Bangkok. Un compañero
de la Marina me recomendó a un joven médico sueco que trataba
casos como el mío y se dedicaba a la investigación en la
Universidad de Ciencias Médicas de la ciudad. Durante la primera
visita me hizo preguntas acerca de la guerra. Me sorprendí contándole
lo que nuestro pelotón había hecho con la aldea y los aldeanos.
Quiso saber lo que yo había sentido, y le contesté que lo
más terrible de la experiencia era que no había sentido
mucho de nada.
¿Lloró
después o tuvo dificultades para dormir? me preguntó.
No señor le contesté. En realidad, fui
hospitalizado porque no quería hacer otra cosa que dormir.
Tampoco estuve cerca de llorar. Sea yo quien haya sido, nunca fui un llorón
ni un corazón blando. Ni siquiera fui muy dado a las lágrimas
antes que el Cuerpo de Marina hiciera un hombre de mí. Ni siquiera
había llorado cuando mi madre pelirroja y zurda nos abandonó
a mi padre y a mí.
Pero entonces, ese sueco dio con algo que me hizo llorar como un bebé...
por fin, por fin. Estaba tan sorprendido como yo cuando me eché
a llorar y llorar.
He aquí lo que dijo: Veo que su nombre es Trout ¿Es
posible que tenga algún parentesco con el maravilloso autor de
ciencia-ficción Kilgore Trout?
Este médico fue la única persona que yo haya conocido nunca
fuera de Cohoes, Nueva York, que me habló de mi padre.
Tuve que recorrer todo el camino hasta Bangkok, Thailandia, para enterarme
de que a los ojos de una persona al menos, mi padre, que tan desesperadamente
había escrito, no había vivido en vano.
El doctor
me hizo llorar tanto, que fue preciso que me dieran un sedante. Cuando
una hora más tarde desperté en una camilla de la oficina,
él me estaba observando. Estábamos solos.
¿Se siente mejor ahora? me preguntó.
No contesté. O quizá sí. Es difícil
saberlo.
Mientras dormía, estuve pensando en su caso dijo.
Sólo hay una medicina que podría recetarle, pero usted tiene
que decidir si quiere tomarla o no. Ha de tener plena conciencia de sus
efectos colaterales.
Pensé que se refería a los gérmenes de la sífilis,
que estaban resistiéndose a los antibióticos, gracias a
la Ley de Selección Natural. Mi voluminoso cerebro estaba otra
vez equivocado.
Dijo que tenía amigos que podrían ayudarme a llegar a Suecia
desde Bangkok, si quería buscar allí asilo político.
Pero no sé hablar sueco dije.
Lo aprenderá me dijo. Lo aprenderá, lo
aprenderá.
Se reproduce por gentileza de Ediciones Minotauro.
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