Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
ESPACIO PUBLICITARIO


VERANO | 12
Otra modesta proposición

La buena vida en el planeta Trafalmadore. Fotograma de Matadero-5 (1972), de George
Roy Hill.

Por Rodrigo Fresán

En un mundo perfecto –o por lo menos mejor que éste en que vivimos y morimos– Kurt Vonnegut ya hubiera ganado el Nobel de Literatura. Y su perturbado héroe recurrente, el escritor de ciencia-ficción Kilgore Trout sería un artista de estatura universal. Kilgore Trout –cuyo nombre guiña un homenaje a Theodore Sturgeon, pero cuyas costumbres remiten directamente al alucinado genio de Philip K. Dick– es uno de los pocos casos en la ciencia-ficción en el que el personaje practica el género a la vez que lo vive y lo padece. Trout escribe cuentos sobre el planeta Trafalmadore para revistuchas porno, pero es objeto de culto para muchos seres todavía más anónimos que él. Aliens incluidos.
Vonnegut (1922) empezó como prisionero de guerra, sobreviviente al bombardeo a Dresde (episodio central en Matadero-5, su novela más famosa) continuó estudiando antropología y escribiendo folletos para la General Electric antes de descubrirse como implacable escritor satírico utilizador de la ciencia-ficción como vehículo de combate para tomar por asalto y tomarse en broma las instituciones. Kilgore Trout siempre está allí para ayudar a quien se ha definido como “el mejor hombre a la hora de hacernos pensar en que el fin del mundo tal vez sea la solución a nuestros problemas”.
En estos días –cerca de su final– Vonnegut se considera retirado de la literatura, intentó suicidarse en un par de ocasiones, sigue insistiendo en que “todavía estamos en la Edad Media”, y no hace mucho se quedó dormido con un cigarrillo encendido. Todo ardió pero, otra vez, él vivió para contarlo.
Lo que sigue es el principio y el final de Galápagos (1985). Novela donde se empieza narrando los comienzos de una nueva “fase evolutive” de la raza humana que –inconscientemente advertida de su próxima destrucción– decide renunciar a sus “grandes cerebros” y volver a los océanos de los que alguna vez surgió ahora en forma de felices pseudofocas. Esto es posible a partir de la inseminación artificial con esperma de un capitán de barco germano-americano en el óvulo de la hija de una sobreviviente de Hiroshima con genes mutantes. Suena raro, sí, pero cosas más raras oirán en los próximos años. El final de Galápagos –entre las páginas más emotivas jamás escritas por Vonnegut– es la invocación del fantasma de Kilgore Trout por el fantasma de su hijo León a la vez que una sentida proclama acerca de los poderes redentores de la ficción futurista como remedio para hacer más soportable nuestro presente.

 


 

Galápagos

¿De qué se ríe este hombre? Kurt Vonnegut: el maestro del Juicio Final.

Tuve que recorrer todo el camino hasta Bangkok, Thailandia, para enterarme de que a los ojos de una persona al menos, mi padre, que tan desesperadamente había escrito, no había vivido en vano.

Por Kurt Vonnegut

La cosa fue así:
Hace un millón de años, en 1986 d.C., Guayaquil era el principal puerto marítimo de la pequeña democracia sudamericana de Ecuador, cuya capital era Quito, en lo alto de la cordillera de los Andes. Guayaquil estaba situada a tres grados sur del Ecuador, la cintura imaginaria del planeta de la que el país tomó el nombre. Hacía siempre mucho calor allí, y también mucha humedad, porque la ciudad se levantaba en las calmas ecuatoriales sobre un marjal esponjoso en el que se mezclaban las aguas de varios ríos que bajaban de las montañas.
Este puerto marítimo se encontraba a varios kilómetros del mar abierto. Balsas de materia vegetal a menudo atascaban las aguas turbias, ocultando pilotes y ancladeros.

Los seres humanos tenían entonces el cerebro mucho más grande que ahora, de modo que cualquier misterio podía seducirlos. En 1986 uno de esos misterios era cómo unas criaturas que no podían nadar grandes distancias habían llegado a las islas Galápagos, un archipiélago de picos volcánicos al oeste de Guayaquil, separado del continente por un millar de kilómetros de aguas muy profundas, y muy frías, que venían del Antártico. Cuando los seres humanos descubrieron estas islas, ya había allí salamanquesas e iguanas, ratas de campo y lagartos gigantes, arañas, hormigas, escarabajos, garrapatas y ácaros, para no mencionar las enormes tortugas de tierra.
¿Qué medio de transporte habían utilizado?
Mucha gente consiguió satisfacer sus voluminosos cerebros con esta respuesta: llegaron en balsas naturales.

Otros sostuvieron que esas balsas se inundaban y se pudrían hasta deshacerse tan de prisa que nadie había visto ninguna lejos de tierra firme y que la corriente entre las islas y el continente habría arrastrado a esas rústicas embarcaciones hacia el norte y no hacia el oeste.
O afirmaron que esas torpes criaturas terrestres se habían trasladado con pies secos por un puente natural o habían nadado cortas distancias entre unos vados que desde entonces habían desaparecido bajo las olas. Pero los científicos, con la ayuda de sus voluminosos cerebros y sus astutos instrumentos, habían trazado mapas del suelo oceánico en 1986. No había huellas, dijeron, de ninguna masa de tierra intermedia.

Otra gente de esa era de grandes cerebros y fantasioso pensamiento afirmó que las islas habían sido parte del continente, y se habían separado luego por alguna estupenda catástrofe.
Pero las islas no tenían aspecto de haberse separado de nada. Eran evidentemente jóvenes volcanes, vomitados allí mismo. Muchas de ellas eran tan recién nacidas que podía esperarse que estallaran de nuevo de un momento a otro. En 1986 ni siquiera había allí mucho coral, y por tanto no había tampoco lagunas azules y playas blancas, amenidades que muchos seres humanos consideraban un pregusto de una ideal vida postrera.
Un millón de años después, tienen playas blancas y lagunas azules. Pero en los comienzos de esta historia, eran todavía montes y bóvedas y conos espirales de lava, feos, frágiles y abrasivos, cuyas grietas y pozos ycuencos y valles no contenían tierra fértil ni agua dulce, sino una muy fina y muy seca ceniza volcánica.
Otra teoría de entonces era que Dios Todopoderoso había creado a todas esas criaturas donde los exploradores las habían encontrado, y que por lo tanto no habían necesitado medios de transporte.

Otra teoría sostenía que habían bajado a la costa de dos en dos por la planchada del arca de Noé.
Si hubo en verdad un arca de Noé, y pudo haberla habido, podría titular mi historia “Una segunda arca de Noé”.

He escrito estas palabras en el aire... Con el extremo del índice de mi mano izquierda que también es aire. Mi madre era zurda y yo también lo soy. Ya no hay seres humanos zurdos. La gente ejercita sus aletas con perfecta simetría. Mi madre era pelirroja y también lo era Andrew MacIntosh, aunque sus respectivos hijos, yo y Selena, no heredamos sus cabelleras rojizas... ni tampoco la humanidad, tampoco la humanidad podría haberlas heredado. Ya no hay pelirrojos. Nunca conocí un albino personalmente, pero tampoco hay albinos. Entre las focas, aparece un ejemplar albino de cuando en cuando. Hace un millón de años sus pieles habrían sido muy apreciadas para abrigos de mujer, abrigos que se lucían en la ópera y en los bailes de caridad.
La piel de la gente moderna ¿no habría podido utilizarse en la confección de abrigos para sus antepasados? No veo por qué no.
¿Me perturba escribir tan insustancialmente, con aire sobre aire? Pues... mis palabras serán tan perdurables como cualquier cosa escrita por mi padre, o por Shakespeare, o por Beethoven o por Darwin. Resulta que todos ellos escribieron con aire, sobre aire; y de la balsámica atmósfera pesco ahora este pensamiento de Darwin:

La progresión ha sido mucho más general que la retrogresión.

Es cierto, es cierto.

Cuando mi cuento empezó, parecía que la parte terrena del mecanismo de relojería del universo corría grave peligro, pues muchas de sus partes, esto es, la gente, ya no encajaban en ningún sitio y estaban dañando todo el entorno además de dañarse a sí mismas. Habría dicho entonces que el daño era irreparable.
¡De ningún modo!
Gracias a ciertas modificaciones del diseño de los seres humanos, no veo razón alguna por la que la parte humana del mecanismo de relojería no pueda seguir emitiendo su tic-tac tal como lo hace ahora.

Si alguna especie de ser sobrenatural o los pasajeros de los platillos volantes, esos predilectos de mi padre, hicieron que la humanidad armonizara consigo misma y con el resto de la Naturaleza, yo no los sorprendí en el proceso. Estoy dispuesto a jurar que la Ley de Selección Natural llevó a cabo la reparación sin ninguna clase de asistencia exterior.
Fueron los pescadores más hábiles los que sobrevivieron en mayor número en el medio acuático de las Galápagos. Aquellos cuyas manos y pies se asemejaban más a aletas eran los mejores nadadores. Las mandíbulas prognatas eran perfectamente adecuadas para atrapar y retener los peces, como nunca hubieran podido serlo las manos. Y cualquier pescador que tuviera que mantenerse un tiempo bajo el agua, era sin duda capaz de atrapar más peces si tenía un cuerpo más hidrodinámico, más parecido a una bala... y si tenía un cerebro más pequeño. De modo que mi historia está contada, excepto algunos detalles no muy importantes que añadiré por no haberme referido antes a ellos. Los añado sin seguir un orden particular. Tengo que escribir de prisa. Mi padre y el túnel azul vendrán a buscarme en cualquier momento.

¿Sabe aún la gente que tarde o temprano ha de morir? No. Por fortuna, en mi humilde opinión, lo han olvidado.

¿Me reproduje yo mientras vivía? Por accidente dejé encinta a una estudiante de escuela secundaria en Santa Fe, poco antes de ingresar en la Marina de los Estados Unidos. El padre de ella era director de escuela, y nosotros ni siquiera nos gustábamos demasiado. Sencillamente tonteábamos juntos, como hacían los jóvenes de entonces. Tuvo un aborto, que el padre pagó. Ni siquiera averiguamos si hubiera sido niña o niño.
Eso por cierto me dio una lección. En adelante, siempre me aseguré de que yo o mi compañera tuviéramos a mano algún método de control de la natalidad. Nunca me casé.
Y no tengo más remedio que reír ahora, al pensar en la pérdida de dignidad y belleza que habría si una persona de hoy, antes de hacer el amor, se equipara con uno de esos adminículos, típicos de hace un millón de años, destinados al control de la natalidad. Imaginadlo además, ¡tener que ponérselo con las aletas y no con las manos!

¿Ha llegado aquí durante mi estadía alguna balsa natural de materia vegetal con pasajeros o sin ellos? No. ¿Han llegado especies de alguna clase del continente a estas islas desde la encalladura del “Bahía de Darwin”? No.
Claro que he permanecido aquí sólo un millón de años... poco tiempo en realidad.

¿Cómo llegué a Suecia desde Vietnam?
Después que maté a la vieja que había matado a mi mejor amigo y a mi peor enemigo con una granada de mano, y lo que quedaba de nuestro pelotón quemó la aldea hasta no dejar nada, fui hospitalizado a causa de lo que se llamó “un agotamiento nervioso”. Se me Suministraron tiernos y amorosos cuidados. Me visitaron oficiales que me convencieron de la importancia de no comunicar a nadie lo que había ocurrido en la aldea. Sólo entonces me enteré de que nuestro pelotón había matado a cincuenta y nueve aldeanos de todas las edades. Alguien los había contado después.
Cuando tuve a mi disposición una licencia del hospital, una prostituta de Saigón me contagió la sífilis, mientras yo estaba borracho y fumado de marihuana. Pero la primera lesión de esa enfermedad, hoy desconocida, no apareció hasta que llegué a Bangkok, Thailandia, donde fui enviado junto con muchos otros a pasar una temporada de “Descanso y Recreo”. Este era un eufemismo que todos y cada cual entendía como más putas, más drogas y más alcohol. La prostitución traía a Thailandia una considerable suma de divisas extranjeras, sólo superada por la exportación de arroz.
Después venía el caucho.
Después venía la teca.
Después venía el estaño.
Yo no quería que el Cuerpo de Marina se enterara de que padecía sífilis. Si lo averiguaban, me reducirían la paga mientras estuviera en tratamiento. El período que durara el tratamiento, además, se sumaría al año que tenía que servir en Vietnam.
De modo que recurrí a un médico privado de Bangkok. Un compañero de la Marina me recomendó a un joven médico sueco que trataba casos como el mío y se dedicaba a la investigación en la Universidad de Ciencias Médicas de la ciudad. Durante la primera visita me hizo preguntas acerca de la guerra. Me sorprendí contándole lo que nuestro pelotón había hecho con la aldea y los aldeanos. Quiso saber lo que yo había sentido, y le contesté que lo más terrible de la experiencia era que no había sentido mucho de nada.

–¿Lloró después o tuvo dificultades para dormir? –me preguntó.
–No señor –le contesté–. En realidad, fui hospitalizado porque no quería hacer otra cosa que dormir.
Tampoco estuve cerca de llorar. Sea yo quien haya sido, nunca fui un llorón ni un corazón blando. Ni siquiera fui muy dado a las lágrimas antes que el Cuerpo de Marina hiciera un hombre de mí. Ni siquiera había llorado cuando mi madre pelirroja y zurda nos abandonó a mi padre y a mí.
Pero entonces, ese sueco dio con algo que me hizo llorar como un bebé... por fin, por fin. Estaba tan sorprendido como yo cuando me eché a llorar y llorar.
He aquí lo que dijo: –Veo que su nombre es Trout ¿Es posible que tenga algún parentesco con el maravilloso autor de ciencia-ficción Kilgore Trout?
Este médico fue la única persona que yo haya conocido nunca fuera de Cohoes, Nueva York, que me habló de mi padre.
Tuve que recorrer todo el camino hasta Bangkok, Thailandia, para enterarme de que a los ojos de una persona al menos, mi padre, que tan desesperadamente había escrito, no había vivido en vano.

El doctor me hizo llorar tanto, que fue preciso que me dieran un sedante. Cuando una hora más tarde desperté en una camilla de la oficina, él me estaba observando. Estábamos solos.
–¿Se siente mejor ahora? –me preguntó.
–No –contesté–. O quizá sí. Es difícil saberlo.
–Mientras dormía, estuve pensando en su caso –dijo–. Sólo hay una medicina que podría recetarle, pero usted tiene que decidir si quiere tomarla o no. Ha de tener plena conciencia de sus efectos colaterales.
Pensé que se refería a los gérmenes de la sífilis, que estaban resistiéndose a los antibióticos, gracias a la Ley de Selección Natural. Mi voluminoso cerebro estaba otra vez equivocado.
Dijo que tenía amigos que podrían ayudarme a llegar a Suecia desde Bangkok, si quería buscar allí asilo político.
–Pero no sé hablar sueco –dije.
–Lo aprenderá –me dijo–. Lo aprenderá, lo aprenderá.


Se reproduce por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

PRINCIPAL