Por Rodrigo
Fresán
Cada
vez más seguido y con mejor fortuna, escritores realistas se van
de vacaciones a las playas de la ciencia-ficción para tratar sin
límites sus obsesiones más queridas y sus temores menos
deseados. Así desde hace tiempo, por citar algunos ejemplos
dispersos firmas como Gilbert K. Chesterton, Gore Vidal, Doris Lessing,
John Updike, Aldous Huxley, Don DeLillo, Michel Houellebecq, E. L. Doctorow,
George Orwell, Douglas Coupland y la reciente ganadora del Booker Prize
Margaret Atwood viajan al futuro como forma de escape y de cárcel
al mismo tiempo.
A mediados de los 80 y en plena excitación y efervescencia
del belicismo reaganiano, el escritor inglés Martin Amis (1949)
publicó una serie de cinco relatos y una introducción marcados
a fuego por una preocupación por el holocausto atómico y
reunidos bajo el sugestivo título de Los monstruos de Einstein.
En el ensayo que abría la puerta, Amis reflexionaba: ¿Cuál
es la única provocación para el uso de armas nucleares?
Armas nucleares ¿Cuál es el blanco prioritario para las
armas nucleares? Armas nucleares ¿Cuál es la única
defensa establecida contra armas nucleares? Armas nucleares ¿Cómo
prevenimos el uso de armas nucleares? Con la amenaza de usar armas nucleares.
Y no podemos deshacernos de las armas nucleares por las armas nucleares...
Estoy podrido de ellas. Estoy podrido de las armas nucleares. Me producen
náuseas, náuseas clínicas... No puedo evitar el preguntarme
cómo será después... Supongan que sobrevivo... ¿Por
qué me la paso pensando en estas cosas?.
Las preocupaciones de Amis probaron no ser tan urgentes e inmediatas pero
nunca se sabe. Ahí están los arsenales de las dos grandes
potencias a la espera de una señal y un dedo que presione el botón.
Allá, un país fundamentalista anuncia que ya puede salir
a jugar a la bomba loca.
Nos guste o no, desde aquel amanecer atómico en Los Alamos, todos
somos radiactivos.
Los inmortales, relato que cierra el terrorífico pequeño
gran libro de Amis especula a la vez que, según su autor,
homenajea a Borges y a Rushdie con uno de los temas favoritos del
género: el día después de la noche más larga
y, uh, malas noticias. A Bush le gusta usar sombrero de cowboy.
Los
inmortales
La
habitación más caliente de la Guerra Fría: Dr. Strangelove, de
Stanley Kubrick.
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Por Martin
Amis
Vaya perspectiva.
Pronto toda la gente se habrá ido y me quedaré para siempre
solo. Con tanta radiación solar los seres humanos que aún
circulan se encuentran en muy mal estado, sin contar los problemas de
inmunidad, el régimen a base de ratas y cucarachas y cosas por
el estilo. Son los últimos; pero no pueden durar mucho (claro que
intenta decírselo a ellos). Aquí están de nuevo;
tambaleando, se asoman a mirar el infierno del atardecer. Todos padecen
enfermedades y delirios. Todos se creen que son... Pero dejemos en paz
a los pobres hijos de perra. Ahora me siento libre para desnudar mi secreto.
Soy el inmortal.
Hace un tiempo
increíblemente largo que estoy por aquí. Si el tiempo es
dinero, yo soy el último de los grandes derrochadores. Y, sabéis,
cuando uno ha estado en circulación tanto tiempo como yo, la escala
diurna, ese número de veinticuatro horas, puede empezar a demolerte
el ánimo. Yo intenté buscar un esquema más amplio.
Y tuve mis éxitos. Una vez me mantuve despierto siete años
seguidos. Sin siquiera una siesta. Qué mareo, amigo. Por otro lado,
esa vez que estuve enfermo en Mongolia dormí durante toda una década.
Sin nada que hacer, de paseo por un oasis del Sahara, me rasqué
el ombligo durante dieciocho meses. En una ocasión cuando
no había nadie alrededor me la estuve meneando un verano
entero. Hasta los inalterables cocodrilos me envidiaban los baños
en los ríos sin tiempo. Francamente, no había mucho más
que hacer. Pero al fin interrumpí estos experimentos y con mansedumbre
me uní a la rutina noche-día. Me pareció que necesitaba
dormir. Me pareció que necesitaba hacer las cosas que al parecer
necesita hacer la gente. Cortarme las uñas. Comparecer ante el
vaso y la bacía de afeitar. Ir a la peluquería. Todas esas
distracciones. No me extraña que nunca haya terminado nada.
Nací, o aparecí o me materialicé o despunté,
cerca de la ciudad de Kampala, Uganda, en Africa. Claro que Kampala todavía
no existía, y Uganda tampoco. Africa tampoco, si vamos al caso,
porque en aquellos tiempos todas las masas de tierra estaban unidas. (Tuve
que esperar hasta el siglo veinte para verificar muchas de estas cosas.)
Pienso que debo de haber sido un dios falso o algo así; cabe concebir
que llegué de un planeta que se regía por un reloj diferente.
De todos modos nunca llegué muy lejos. Aunque larga, mi vida ha
sido en todos los sentidos fútil. Tuve que parar el carro durante
un buen rato antes de que aparecieran seres humanos con los que tratar.
El mundo todavía se estaba enfriando. Me pasé toda la geología
sentado, esperando que llegara la biología. Solía canturrear
junto a esos estanques tibios donde empezó la vida sembrada desde
el espacio. Sí, allí estaba yo, alentándoos desde
la línea de banda. Pues tenía instintos gregarios y me sentía
terriblemente solo. Y hambriento.
Entonces se manifestaron las plantas, lo cual significó un simpático
cambio y ciertos tipos rudimentarios de animales. Pasado un tiempo comprendí
y me hice carnívoro. Me convertí en un cazador prodigioso
en parte por autodefensa. (No era tanto una cuestión de supervivencia
como que a nadie le gusta que lo huelan, lo desgarren y lo mastiquen,
todo al mismo tiempo.) No había animal que pudiera soñarse
que yo no fuera capaz de matar. También tenía mascotas.
Era una forma de vida al aire libre muy saludable, aunque no demasiado
estimulante. Yo anhelaba... reciprocidad. Pero si pensé que el
período pérmico era lo peor, fue sólo porque aún
no me había tocado vivir el triásico. No puedo deciros lo
aburrido que era. Y entonces, antes de que pudiera darme cuenta esto
habrá sido alrededor del 6.000.000 a. de C. vino la primera
Edad de Hielo (no oficial) y tuvimos que empezar todos de nuevo, más
o menos desde la línea de largada. Las Edades de Hielo, admito,
fueron golpes considerables a mi moral. Uno sabía cuándo
se acercaban: solía haber una especie de espectáculo cósmico
de luces y luego, con demasiada frecuencia, una espantosa borrasca deimpactos
retardados; luego polvo, y bellos crepúsculos; por fin, la oscuridad.
Ocurrían regularmente, cada 70.000 años justos. Guiándose
por ellas uno podía poner el reloj en hora. La primera Edad de
Hielo acabó con los dinosaurios; eso al menos dice la teoría.
Yo sé que no fue así. Podrían haberse salvado si
se hubieran apretado el cinturón y hubiesen sido sensatos. Los
trópicos eran bastante calurosos y sombríos, cierto, pero
perfectamente habitables. No, los dinosaurios se lo buscaron: eran una
pandilla lamentable. Son las películas de aventuras sobre el mundo
perdido las que dicen la verdad sobre su muerte. Increíblemente
estúpidos, increíblemente quisquillosos; e increíblemente
grandes. Y siempre buscando camorra. El lugar parecía un patio
de peleas. Yo, por supuesto, ya había descubierto el fuego, de
modo que comía bien. Hamburguesas todas las noches.
La primera hornada de hombres-mono fue una carga enorme en lo que a mí
concernía. En cierto modo me agradó verlos, pero en general
era un lío. ¿Tanta evolución para eso? Hubo una época
de brutalidad antes de que llegaran a algo, e incluso entonces siguieron
siendo ansiosos y paranoicos. Yo, con mi casita, mis trajes de piel, mi
cara bien afeitada y mis barbacoas, sobresalía. De vez en cuando
me convertía en objeto de odio, o de adoración. Pero ni
siquiera los amistosos me servían de algo. Ugh. Ij. Akk ¿Qué
nombre se le da a semejante conversación? Y cuando al fin mejoraron,
y me hice unos cuantos amigos y empecé a tener relaciones con las
mujeres, sobrevino un descubrimiento espantoso. Yo había pensado
que iban a ser diferentes, pero no. Todos envejecían y morían,
como mis mascotas.
Como están
muriendo ahora. Todos muriendo alrededor de mí.
Al principio todos aquí nos alegramos cuando el mundo comenzó
a entibiarse. Nos alegró que las cosas se iluminaran. El invierno
siempre es duro; pero de algún modo el invierno nuclear es especialmente
sombrío. Hasta yo llegué a cansarme de una noche que duró
tres años (y Nueva Zelanda, me parece a mí, está
bastante muerta incluso en las mejores épocas). Por un tiempo la
gran fiebre fue tomar el sol. Pero luego la cosa pasó de la raya
hacia el otro lado. Empezó a ponerse cada vez más caluroso,
o más bien hubo un cambio en la naturaleza del calor. No daba la
sensación de ser luz de sol. Más bien parecía un
gas o un líquido: parecía lluvia, muy fina, muy caliente.
Y los edificios, por lo que se notaba, no la rechazaban de la manera adecuada,
ni siquiera aquellos que tenían techo. La gente dejó de
adorar al sol y se hizo adoradora de la luna. La vida se volvió
nocturna. Ellos están de lo más animados, teniendo en cuenta
la situación, y se compadecen más de los otros que de sí
mismos. Supongo que es una suerte que no puedan predecir lo que se viene.
Pobres mortales, me dan pena. No son capaces de hacer nada en absoluto
con esa fiera fundida que hay en medio del cielo. Se enfrentaron con la
ira, después se enfrentaron con el frío; y ahora los están
nuclearizando de nuevo. Los está renuclearizando, multinuclearizando
el lento reactor del sol.
El Apocalipsis
sucedió en el año 2045 d. de C. Cuando tuve la certeza de
que se acercaba fui directamente al centro de la acción: Tokio.
Saldré ahora mismo al paso y diré que me encontraba de lo
más dispuesto a marcharme. No es que estuviera especialmente deprimido
o algo así. Sin duda no estaba tan deprimido como ahora. De hecho
acababa de emerger de una resaca de cinco años y el futuro se me
aparecía luminoso. Pero el planeta estaba en un estado desesperante
en aquel entonces y yo no quería participar más. Quería
irme. Nada se las había arreglado nunca para matarme, y comprendí
que la única oportunidad radicaba en el impacto directo de un misil.
Yo soy cósmico (en tiempo), pero también lo son las armas
nucleares (en poder). Si un misil no consigue borrarme del mapa, me decía,
pues bien, nada lo conseguirá. Sólo tenía una seria
duda. Eldespliegue de moda por entonces consistía en detonaciones
de tapiz en la escala de los cien kilotones. Personalmente yo hubiese
preferido algo mayor, digamos algo así como un megatón.
Había perdido el barco. Debería haber aprovechado la oportunidad
en los días de las pruebas atmosféricas. Solía morderme
los codos pensando en la hija de puta de sesenta megatones que los soviéticos
habían probado en Siberia. Sesenta millones de toneladas de TNT:
está claro que ni siquiera yo me habría salvado...
Alquilé una habitación en el último piso del Century
Inn, cerca de la torre de Tokio, bien en el centro de la ciudad. Esta
vez quería colocarme en primera fila. Me pareció que en
el hotel estaban contentos con el cliente. Los negocios no parecían
ir viento en popa. Todo el mundo sabía que el final comenzaría
allí, igual que un siglo atrás. Y a esa altura, de cualquier
modo, las ciudades estaban muriendo en todas partes... Por la noche hice
estallar mi dinero. Soborné al guardia del piso y me franqueó
el acceso a la azotea: el sueño final. La ciudad se contorsionaba
de pánico. Yo me contorsionaba de esperanza. Si esto suena egoísta,
pido excusas ¿Pero a quién? Cuando oí las sirenas
gimiendo en el aire me puse de pie de un salto y permanecí inmóvil,
desnudo, en puntas de pie, con los brazos extendidos. Y luego ocurrió,
como si le abrieran la cremallera al universo.
En primer lugar debo haber absorbido una buena cantidad de radiación
inmediata, que más tarde me provocaría tremendas jaquecas.
En seguida pensé que Dionisio me estaba haciendo cosquillas hasta
matarme. Al mismo tiempo, me apabullaron la onda electromagnética
y la embestida térmica. Por las partículas radiactivas no
tenéis que preocuparos. Hacedme caso, es la menor de las dificultades.
Pero el calor es otra cosa. Son unas temperaturas capaces de convertir
a un ser humano en una sombra en la pared. Hasta yo me resequé
un poco. Aunque ahora pueda bromear (eso sí que era calor, madre
mía; uf, vaya bochorno), en el momento confieso que me alarmé.
Yo no podía respirar y se me nubló la vista otro detalle
importante: no me morí, pero al menos me desmayé.
Y por un buen rato, pues cuando me desperté había desaparecido
todo. Me había pasado durmiendo todo el estallido, la conflagración,
el tifón mortífero. Físicamente me sentía
bien. Físicamente me encontraba, como se dice, en forma. Mi resaca
había desaparecido por completo. Pero en todos los demás
aspectos sentía un desacostumbrado decaimiento. Sí, estaba
infinitamente deprimido. Todavía lo estoy. Oh, finjo alegría,
pongo cara de ánimo; pero a menudo pienso que esta depresión
no acabará nunca, que me durará hasta el fin de los tiempos.
No se me ocurre nada que tenga buenas posibilidades de levantarme el ánimo.
Pronto la gente desaparecerá y me quedaré solo para siempre.
Son gente de arena, gente de polvo, gente de polvo. Los aprecio, por supuesto,
pero no sirven de gran compañía. Están profundamente
enfermos y profundamente locos. A medida que menguan, que declinan y se
marchitan, parecen ir adoptando grandes ideas sobre sí mismos.
Entre nosotros, yo tampoco me siento como una lechuga. Tengo buen aspecto,
el mismo que solía tener; pero sin duda hubo tiempos en que me
sentí mejor. Mi trato con las enfermedades, dicho sea de paso,
es como sigue: las contraigo, me hacen daño y todo eso, y no obstante
nunca resultan fatales. Se van, o yo me adapto. Para daros un ejemplo,
hace setenta y tres años que tengo sida. Sencillamente no me lo
puedo sacudir de encima.
Falta una hora para que amanezca y las estrellas todavía brillan
con su nuevo afilado esplendor. Los seres humanos ya vuelven a las casas.
Algunos caerán en un sueño tembloroso. Otros se reunirán
junto a la artesa contaminada y hablarán todo el día de
sus patrañas. Yo me demoraré afuera un rato más,
solo, bajo el inmortal calendario del cielo.
La antigüedad
clásica fue interesante (calculo que acabo de dar un buen salto,
pero no es mucho lo que os perdéis). Fue en la Roma de Calíguladonde
me di cuenta de que tenía un problema de alcoholismo. Empecé
a pasar más y más tiempo en Cercano Oriente, donde siempre
había animación. Le tomé la medida a las reglas maestras
de la economía y florecí como comerciante mediterráneo.
Para mí las largas excursiones de ida y vuelta a las Indias no
eran nada del otro mundo. Me fue bien pero no fabulosamente y hacia el
siglo diez había vuelto a recalar en Europa Central. Juzgándolo
ahora, da la impresión de que cometí un error ¿Sabéis
cuál fue mi período favorito? Sí: el Renacimiento.
Estuvisteis realmente bien. Para ser sincero, me sorprendisteis. Yo me
había pasado bostezando quinientos años de plagas, religión
y talento nulo. La comida era espantosa. Nadie tenía buen aspecto.
El arte y las artesanías apestaban. Entonces: ¡bum! Y encima
todo al mismo tiempo. Me encontraba en Oslo cuando me enteré de
lo que estaba ocurriendo. Dejé todo y me subí al primer
barco que zarpaba para Italia, aterrorizado de perdérmelo. Ah,
era el paraíso. Cuando esos tipos pintaban una pared, un techo
o lo que fuera, pintado quedaba. Allí vivíamos dentro de
una obra maestra. Al mismo tiempo, a mi entender, había algo de
ominoso. Yo advertía que, en todo sentido, erais capaces de cualquier
cosa. Y después del Renacimiento ¿con qué me encuentro?
Con el Racionalismo y la Revolución Industrial. Crecimiento, progreso,
la gran estampida petroquímica. Justo cuando pensaba que no podía
haber siglo más tonto que el diecinueve, se presenta el veinte.
Os juro, el planeta entero parecía estar representando un certamen
de estupidez. Yo ya veía entonces cómo iba a acabar la historia
humana. Cualquiera podía verlo. No había alternativas.
Mis intentos de suicidio se remontan a la Edad Media. Me lo pasaba tirándome
de las montañas y números así. Piedras al cuello,
etcétera. Nunca daban resultado. Jesús, he hecho de pararrayos
más veces de las que puedo recordar, y he vivido para contarlo.
(Una vez me dio un meteorito en plena cara; salir arrastrándome
de debajo me costó lo mío, y me sentí descompuesto
toda la tarde.) Y todo esto sin contar las innumerables guerras en que
luché. A lo largo de milenios la milicia fue mi pasión ya
sabéis cómo anda el mundo, pero a comienzos del siglo
quince empecé a cansarme. Yo, que había luchado con Alejandro,
con los grandes Khanes, de pronto me encontraba en medio de una pesadilla
de vagos asquerosos enfrentándose a otra pandilla de vagos asquerosos.
Eso fue en Agincourt. Para la guerra de Semana Santa ya estaba harto.
Parecía que toda la improvisación todo el saber y
la capacidad había desaparecido. No había más
que muerte, pura y simple. Y mis experiencias en el teatro nuclear no
han servido para nada para restaurar la aventura perdida... De veras...
lentamente yo iba perdiendo el interés por todo. En general me
iba volviendo más ermitaño y neurótico. Y estaba
la bebida. De hecho, cuando promediaba el siglo veinte mi problema de
alcoholismo se me escapó de las manos. Una vez, tuve una borrachera
que me duró noventa y cinco años. Desde 1945 hasta 2039
estuve hecho una cuba. Nómada metropolitano, me ganaba la vida
vendiendo mi pasado, vendiendo historia: baratijas fenicias, rollos hebreos,
botines de guerra algunas de estas cosas bien valían una
bomba. Me derrumbé. Perdí todo respeto por mí
mismo. Era como un pasajero de un avión averiado que, con la bolsa
del duty-free colgándole de la boca, procura encontrar ese estado
en el que nada importa. Así parecía estar comportándose
el mundo entero. Y ese estado es imposible de encontrar. Porque no existe.
Porque las cosas importan. Incluso aquí.
La visión
de Tokio después del ataque nuclear no era agradable. Un aceitoso
pastel negro con pequeños brocados de fuego. Mi vida había
estado atiborrada de muerte la muerte es mi vida, pero ese
surco era nuevo. Había desaparecido todo. No sucedía nada.
La única luz, la única actividad, provenía de los
haces de plasma y los pequeños cohetes que algún satélite
perdido o algún submarino vagabundo seguían disparando.
¿Pero qué hacen?, me pregunté ¿Para qué
bombardean este cementerio? No mepreguntéis cómo me las
arreglé para llegar aquí, a Nueva Zelanda. Es una larga
historia. Y fue un largo viaje. En otros tiempos, desde luego, hubiera
podido hacerlo a pie. No tenía planes. Me limité a seguir
las huellas de la vida.
Fui en balsa hasta el continente y allí tampoco había nada.
Todo estaba muerto. (Para ser justo, buena parte ya había muerto
antes.) De vez en cuando, mientras me dirigía a tientas hacia el
sur, veía una mancha de liquen o un hongo deformado, y más
tarde alguna cucaracha con una sola pata, o una rata ciega, cosas así,
y eso me levantaba el ánimo por un rato. Pasaron unos buenos dieciocho
meses antes de que me cruzara con seres humanos dignos de tal nombre;
fue en Thailandia. Era una pequeña comunidad pesquera protegida
por un pico de las montañas costeras y por anómalas condiciones
de viento (por entonces no había otras condiciones de viento más
anómalas). La gente lo pasaba mal, naturalmente, pero aún
seguía sacando algo del mar, si bien no se lo podía llamar
exactamente pescado. Les supliqué que me dieran una barca y se
negaron, lo cual era comprensible. Como no quería discutir, me
quedé por allí hasta que se murieron. No fue mucho tiempo.
Si no recuerdo mal, tuve que esperar unos cuatro años. Luego cargué
mis cosas, me hice a la mar y no me importó adónde demonios
me llevaban los vientos. Sencillamente me hice a la mar muerta con la
esperanza de encontrar vida.
Y en cierto
modo la encontré aquí, entre la gente del polvo. Los últimos.
Más me vale aprovecharlos al máximo porque son los últimos
seres humanos que me quedan. Lamento que vayan a irse ¿Qué
significa necesitar a los demás, necesitar que los demás
sean?
Una vez me encontraba en China con mucho dinero y un siglo que perder,
compré una elefanta recién nacida y la cuidé hasta
que se hizo inválida. La llamaba Babalaya. Vivió ciento
treinta años y tuvimos tiempo de llegar a conocernos muy bien.
Esa manera juguetona que tenía de sacudir la cabeza. La silueta
graciosa: tanto bulto y nada de culo (desde atrás parecía
un peón caído sobre el mostrador de un pub de Dublín).
Babalaya, la única mujer que me importó de verdad... No,
eso no es cierto. No sé por qué lo digo. Pero las relaciones
largas siempre me han resultado difíciles y he tendido a poner
aire de por medio. Sólo me he casado ochocientas o novecientas
veces no soy de los que llevan la cuenta, y no creo que el
total de mis hijos llegue a las cuatro cifras. También tuve mis
épocas de gay. Estoy seguro, no obstante, que os dais cuenta del
problema. Yo estoy acostumbrado a ver cómo se abren paso hacia
el cielo montañas enteras, cómo se forman deltas. Eso que
se dice sobre que el Atlántico o lo que sea se hunde a un ritmo
de una pulgada por siglo; bueno, yo lo noto. Heme allí, pues, viviendo
con una preciosidad. Un parpadeo... y se ha vuelto una ruina. Mientras
que yo permanecía varado en un mediodía impecable, daba
la impresión de que el tiempo garabateaba el rostro de todo el
mundo: se encogían, se ensanchaban, se desflecaban. No es que a
mí me importase tanto, pero las mujeres no sabían cómo
manejarlo. Las volvía locas. Hace veinte años que
estamos juntos, decían. ¿Cómo es que
yo parezco una mierda y tú no?. Además, no era muy
astuto quedarse mucho en un solo lugar. Veinte años ya era alargarlo
demasiado. Y yo lo alargaba, muchas veces, por los niños. Aparte
de eso sólo tenía aventuras sin importancia. ¿Pensáis
que los líos de una noche son de lo más insatisfactorios?
Pues imaginaos lo que pienso yo. Para mí veinte años son
un lío de una noche. No, ni siquiera. Para mí veinte años
son un polvo de ascensor... Y había complicaciones desagradables.
Por ejemplo, una vez vi a una nieta mía tosiendo y cojeando por
el soukh de Jerusalén. La reconocí porque ella me reconoció
a mí; dejó escapar un alarido áspero, mientras me
señalaba con un dedo que por cierto llevaba un anillo que yo le
había regalado de pequeña. Y ahora era pequeña de
nuevo. Lamento decir que en los días más tempranos cometí
incesto con bastante regularidad. En ese entonces no había manera
de evitarlo. No sólo se trataba de mí: todo el mundo andabaen
lo mismo. Un millón de veces he visto partir a los míos,
y un millón de veces más. Qué dolor he conocido,
qué megatones de dolor. A todos los echo de menos; cómo
los echo de menos. Echo de menos a mi Babalaya. Pero comprenderéis
que cualquier clase de relación ha de resultar bastante tempestuosa
(es imposible eliminar las tensiones) cuando uno de los dos es mortal
y el otro no.
La única
celebridad que llegué a conocer bien fue Ben Jonson, en el Londres
de esos tiempos, cuando regresé de Italia. Ben y yo éramos
compinches de bebida. Cuando se emborrachaba era estridente, y a veces
también sentimental; y por supuesto que todo el asunto de Shakespeare
lo deprimía mucho. Ben solía deshacerse en lágrimas
leyendo las cosas de ese hombre. A Shakespeare lo vi una o dos veces por
la calle. Nunca nos encontramos, aunque sí nuestros ojos. Siempre
tuve la sensación de que juntos habríamos llegado lejos.
Yo veía el mundo como Shakespeare. Y apuesto a que hubiera podido
proporcionarle material interesante.
Pronto habrá desaparecido toda la gente y me quedaré para
siempre solo. Hasta Shakespeare habrá desaparecido, aunque no del
todo, porque sus versos seguirán viviendo en esta vieja cabeza
mía. Me acompañará la memoria. Me acompañarán
los sueños. Sólo faltará la gente. Cierto es que
ya viví un montón de años vacíos antes de
que los seres humanos llegaran, de modo que estoy acostumbrado a la soledad.
Pero esta vez será distinto, sin la esperanza de que al final aparezca
alguien.
Ahora no hay ningún clima. Los días son apenas una máscara
de fuego, y a mí el cielo nocturno me parece siempre un poco igual.
Antes, en el vacío temprano, había animales, había
plantas, había divagaciones de la naturaleza. Ahora, bueno, no
hay mucho sobre lo que divagar. Yo advertí lo que le estabais haciendo
al lugar ¿Qué sucedió? ¿Era demasiado bonito,
o qué? Jesús, no estuvisteis aquí más de diez
minutos. Y mirad lo que habéis hecho.
Reunida alrededor del pozo envenenado, la gente bosteza y masculla. Son
los últimos. Han intentado tener hijos yo he intentado tener
hijos pero no funciona. Los bebés que consiguen nacer no
tienen buen aspecto, y parece que no pueden desarrollar ninguna inmunidad.
La verdad sea dicha, la inmunidad no abunda. Todo el mundo anda escaso
de ella.
Son los últimos y están dementes. Sufren de desengaño
en masa. De veras, es de lo más loco. Están todos convencidos
de que son... de que son eternos, de que son inmortales. Y no fui yo quien
les dio la idea. Yo he mantenido la boca cerrada, como siempre, por hábito
adquirido. He sido discreto. No soy de esos pesados que junto al fuego
te cuentan cómo conocieron a Tutankamon y sedujeron a la reina
de Saba o a María Antonieta. Se creen que vivirán siempre.
Pobres hijos de perra, si supieran.
Yo también suelo engañarme. A veces me entra la extraña
idea de que sólo soy un insignificante maestro de escuela neocelandés
que nunca hizo nada ni fue a ninguna parte y ahora se está muriendo
penosa y ruidosamente de radiación solar junto con todo el mundo.
Es raro lo palpable que resulta este pasado falso, y qué humano:
casi siento que si estiro la mano podré tocarlo. Hubo una mujer,
y un hijo. Una mujer. Un hijo... Pero enseguida despierto. Enseguida me
rehago. Enseguida me enfrento al hecho trágico de que para mí
no habrá fin, ni siquiera después de que muera el sol (lo
que al menos debería ser bastante espectacular). Yo soy el Inmortal.
Ultimamente he empezado a quedarme afuera durante el día. Bah,
qué demonios. Y me he fijado que lo mismo hacen los seres humanos.
Aullamos y bailamos y sacudimos la cabeza. Crujimos de cánceres,
chisporroteamos de sinergismos bajo el furioso cielo sin pájaros.
Con timidez espiamos el vasto círculo blanco del sol. Claro está
que yo puedo permitírmelo, pero para los seres humanos es el suicidio.
Esperad, me gustaría decirles. Todavía no. Cuidado... os
haréis daño. Por favor. Por favor, tratad de durar un poco
más. Pronto habréis desaparecido y yo me quedaré
solo para siempre.
Yo... Yo soy el Inmortal.
Se
reproduce por gentileza de Ediciones Minotauro.
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