MAGIAS
Nunca nadie podrá acusar a la Corte Suprema por su vocación
innovadora. Por lo general, sus pronunciamientos cierran caminos
en lugar de abrirlos. Por esta vez, sin embargo, la evidencia era
tan incontestable y los fallos precedentes tan abundantes que la
mayoría de sus miembros debió conceder la demanda
de esa madre desolada que no quería portar más en
su vientre un niño frustrado por culpa de una de esas trágicas
tramoyas de la naturaleza. El derecho jurídico se vuelve
justicia real cada vez que permite que la condición humana
sea un factor determinante en sus veredictos. Y esa misma condición
es la que, en realidad, termina por vencer los dogmas estériles
y las ideas momificadas. No en vano son los derechos humanos los
que abren camino para un nuevo orden internacional. Acaba de confirmarse
en la decisión de un juez mexicano de aprobar la procedencia
de la extradición de Ricardo Miguel Cavallo, veterano represor
de Argentina, a España para que sea enjuiciado en el tribunal
de Baltasar Garzón, el juez que combate con igual denuedo
los crímenes del fascismo militar y los del terrorismo vasco.
En Chile, Pinochet tuvo que aceptar las revisiones médicas
ordenadas por el magistrado encargado de enjuiciarlo por sus violaciones
a los derechos humanos, y hasta los militares tuvieron que reconocer
oficialmente una parte de esos mismos delitos. Datos reales de un
proceso que reivindica la vida, la verdad y la justicia. Noticias
esperanzadoras para iniciar este año 2001.
Ojalá pudiera decirse lo mismo de la política y la
economía. La euforia de Fernando de la Rúa y su ministro
José Luis Machinea, por la concesión del Fondo Monetario
Internacional (FMI) de un préstamo destinado a impedir que
la deuda pública quede impaga este año, resuena como
un optimismo forzado si se contrasta con los sentimientos generalizados
en la ciudadanía. Esa incompatibilidad le otorga al discurso
oficial ciertas características mágicas, no tanto
por su capacidad de realizar sino por las concepciones que lo ilustran.
Concebir los ciclos del desarrollo económico en efecto
dominó, o sea cuando una ficha voltea a la siguiente
en sucesión automática, es tan poco realista como
sacrificar cuatro doncellas vírgenes para aplacar las furias
del volcán.
Aunque sea paradójico, hoy en día numerosos políticos
que se envanecen por su realismo caen con facilidad sorprendente
en la tentación de actos casi mágicos. Sobre todo
si se trata de la economía, cuyas leyes han dejado de ser
materia de comprensión y, peor aún, de decisión
autodeterminada, debido a que el fenómeno de la globalización
se los llevó por delante, con el ímpetu devastador
de un río de lava. Con tal de disimular la ignorancia o la
impotencia, incluso los que ofician de economistas fomentan este
moderno fetichismo que adora dioses paganos tan abstractos que sólo
pueden ser mencionados con denominaciones genéricas: mercados,
inversores, acreedores, sin nombres propios
ni rostros identificables.
Este culto profano imagina leyendas y fábulas que se propagan
y se renuevan con el exclusivo propósito de sostener la fe
de sus creyentes. Uno de esos relatos mágicos es el que propone
que cada empresario, sea multinacional o pymes, maximize la productividad
porque, de ese modo, resolverá sus propios problemas y por
acumulación los del país. Las consecuencias reales
para los que siguieron esa recomendación fueron muy distintas
a los pronósticos. Enrique Martínez, secretario de
Pymes en el equipo del ministro Machinea, distribuyó a fines
de diciembre último un borrador para la discusión
pública donde cita el caso de la industria de la indumentaria
de Mar del Plata.
Según el relato de Martínez: Centenares de pequeños
algunos muy pequeños empresarios invirtieron
simultáneamente en telares, máquinas para confección
y diseño, generando una sobreinversión descomunal
en la rama, junto con una reducción de los operarios ocupados.
Al repetirse la actitud en todo el resto de la industria, aumentó
la desocupación y cayó el consumo, con lo que la capacidad
ociosa se hizo aún más notoria. El efecto ha sido
el deterioro profundo de una comunidad que supo ser ejemplo de creatividad
y prosperidad. En el último censo oficial sobre desempleo,
Mar del Plata es una de las ciudades con mayor cantidad de desocupados.
En la década menemista el Producto Bruto Interno (PBI) aumentó
más del 50 por ciento, pero el efecto dominó
de la productividad como clave del progreso funcionó al revés:
en el mismo período la cantidad de hogares con jefes desocupados
subió de 200 mil a 650 mil, los desempleados aumentaron de
750 mil a dos millones, los trabajadores en negro pasaron de 2,5
millones a casi cinco millones, con una baja de su ingreso promedio
de más del 25 por ciento.
Una reciente encuesta de Gallup, sobre 1253 personas consultadas
en todo el país, probó que ocho de cada diez personas
gastan menos en indumentaria y calzado, la mitad disminuyó
los gastos en alimentos y un 18 por ciento cambió su cobertura
médica por una más barata (La Nación, 26/12/00).
La Coordinadora de Actividades Mercantiles Empresariales (CAME)
constató que la tendencia mayoritaria de los consumidores
se inclinó, en las compras navideñas, por productos
que costaran entre dos y doce pesos y que, en todo el país,
las ventas cayeron 22 por ciento comparadas con las del año
anterior, pero en 1999 ya habían descendido 12 por ciento
respecto de 1998. De la actual temporada turística no hace
falta más que escuchar la voz de la calle para verificar
que siete de cada diez argentinos no tienen presupuesto para esparcimiento.
Las estadísticas dejan de ser monótonas cuando se
las mira pensando en los millones de tragedias humanas que hay detrás
de cada cifra o porcentaje. El efecto verdadero de esos argumentos
mágicos ha corroído hasta la confianza en el futuro.
El economista Ernesto Kritz, titular de la Sociedad de Estudios
Laborales, cita una encuesta hecha hace pocos meses por el Banco
Mundial en la que el 63 por ciento de los argentinos cree que su
estándar de vida es inferior al de sus padres y el 42 por
ciento opina que sus hijos vivirán igual o peor que ellos
mismos. Sólo uno de cada cuatro confía en la educación
formal como una vía de progreso individual y el 11 por ciento
de los encuestados por Gallup confiesa que cambió de escuela
a sus hijos porque no podía pagar las cuotas mensuales, mientras
Domingo Cavallo proclama a Fernando de la Rúa como el
Sarmiento del siglo XXI. Al día siguiente ya estaba
corrigiendo la exageración, con ese estilo desbocado que
caracteriza al ex superministro de Menem. Pensar que este hombre,
que hoy dice una cosa y mañana otra, es la esperanza de los
mercados, según la versión de sus aduladores
abiertos o vergonzantes dentro y fuera del gobierno de la Alianza.
Igual que Cavallo, los demás fetichistas del mercado
mudan de opinión con la misma liviandad y cada vez descargan
sus cambiantes predicciones como si fueran verdades reveladas. Pocas
semanas atrás, esos supuestos oráculos presagiaban
lo peor, pero bastó que el gobierno consiguiera una garantía
de pago para los acreedores de la deuda pública y que Alan
Greespan, el Zeus tronante de la Reserva Federal en Washington,
decidiera bajar la tasa de interés en Estados Unidos, para
modificar los pronósticos de esos falsos profetas. La Bolsa
sube y los intereses bajan, aunque siguen en niveles de usura, pero
las tarifas de los servicios públicos también se alzan,
el desempleo sigue igual o peor, la recesión achica más
el mercado interno y no hay remedios a la vista para el desasosiego
de la población. ¿Impaciencias? La misma que la de
los vecinos de Guernica, despojados por una catástrofe natural,
que claman por la ineficiencia de la ayuda que les prometen las
burocracias gubernamentales. Impaciencia sí, la misma de
todos los que recibieron el siglo XXI con la sensación de
una condena a cien años de soledad.
Se necesita un Estado, sostiene el secretario Martínez
en el documento citado más arriba, un Estado activo,
que piense en términos de sistema, no de suma de individuos,
que acompañe los procesos de cambio y pueda alertar a los
protagonistas sobre los riesgos, sugerir los cambios de conducta
e inducirlos con regulaciones adecuadas y pertinentes. Si esta actitud
está ausente, la suma de las decisiones pyme amplificará
y desordenará toda euforia inversora, así como agudizará
cualquier tendencia a la recesión. Por lo que se ve
estos días, el Presidente no coincide con su funcionario,
porque la reorganización del Estado en marcha consiste en
ampliar el número de secretarías y subsecretarías
y en reclutar a ejecutivos de corporaciones multinacionales para
que administren los negocios públicos, sin que importe si
comparten o no el mismo proyecto de desarrollo por una sencilla
razón: el gobierno no tiene ese proyecto. En rigor, tampoco
hay antecedentes que permitan suponer que le interese tenerlo.
Es sabido que buena parte de los políticos suelen encerrarse
en el ghetto de sus privilegios, en lugar de vivir la vida de los
ciudadanos comunes. Ayer mismo, se supo que para emparejar el ingreso
mensual de un legislador, un obrero debería trabajar trece
años. Con razón, cuando las elecciones aparecen en
el horizonte, las tertulias partidarias no se ocupan de otra cosa.
Para ese contexto, la coherencia y la integridad son valores secundarios.
¿Cómo interpretar si no estas prédicas a favor
de la candidatura porteña de Chacho Alvarez como senador
nacional? Cuánta magia deberá tener el jefe del Frepaso
para convencer al electorado que lo eligió Vicepresidente
de la Nación de que ahora no renunciará a su nuevo
cargo, si es que acepta las presiones que ya lo circundan.
En esa carrera de fantasías, el discurso político
de estos tiempos, esterilizado por las imposiciones económicas,
ha terminado por licuar las diferencias de programas o de ideas
entre los partidos mayores. En una época, el peronismo era
sinónimo de justicia social, la UCR de las libertades individuales
y luego el Frepaso de la anticorrupción. La mención
de esas distinciones sería recibida ahora por la mayoría
de los jefes partidarios como un pecado de blasfemia, un ataque
frontal a la gobernabilidad del sistema. Lo mismo que los fundamentalistas
de cualquier culto, condenan las opiniones disidentes con la convicción
de remozados inquisidores y lo peor es que lo hacen envueltos en
retóricas que invocan libertades de expresión y derechos
a la pluralidad de creencias. Así, el ministro Machinea,
un demócrata, se atrevió a calificar de inconscientes
a los legisladores que discrepan con la reforma previsional.
En la misma ruta, hay quienes saludan la confluencia en un mismo
haz del Presidente con Raúl Alfonsín, Domingo Cavallo
y Chacho Alvarez, como si fuera el prerrequisito de la unión
nacional, una especie de ungüento mágico que sanaría
todas las heridas de la sociedad. ¿No será otra fórmula
ilusoria de los mismos que ambicionan que exista un solo programa,
un único proyecto y que las elecciones se reduzcan a elegir
entre distintos administradores de lo mismo? A pesar de sus declamaciones
de realismo, los conservadores tienen sus utopías y cuando
dicen que las rechazan por inútiles se refieren, en realidad,
a las utopías de la izquierda. Pasa también con esos
progresistas que rechazan las culturas testimoniales
de la izquierda en nombre de la cultura del poder, pero
al momento de abandonar el ejercicio responsable del poder apelan
al testimonio verbal, en un pase mágico que confunde el acto
con el discurso.
Las proclamas unionistas persiguen, de última, la uniformidad,
que no es lo mismo que el consenso ni el respeto democráticos
en pluralidad. Más bien, se parece a la cosmovisión
discepoliana sobre el cambalache. Sus portavoces sostienen que corresponde
a este tiempo del planeta en que el mundo es uno solo. Cierto, pero
eso no anula las voces múltiples que siguen existiendo en
todas las geografías. En Perú, después de laautocracia
de Fujimori, han florecido diecisiete aspirantes a reemplazarlo,
y aquí mismo surgen múltiples candidaturas, desde
Carlos Bilardo hasta Luis Farinello entre varios más, que
pretenden reflejar esa variedad natural de los hombres, una de las
mayores riquezas de la condición humana. No hay magia ni
mago que pueda, más allá de un instante fugaz, sustituir
a la realidad, como tampoco hay realidades que sean eternas, inconmovibles.
La vida, por suerte, te da sorpresas.
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