A la memoria de Juan Carlos Silva
Por Silvina
Testa
Esta historia que les voy a
contar no es mía, o mejor dicho, no es la mía porque yo
era apenas una niña, cuando todo aquello comenzó, que miraba
y me dolía con ese dolor puro-gesto como es el de los niños,
callado, denunciante, memorioso. Pero esta historia también es
mía como lo es de toda mi familia, porque después de lo
ocurrido ya nadie volvió a ser como era antes. Todos nos perdimos
un poco, todos nos extraviamos por caminos raros, queriendo encontrarles
luz a las tinieblas y asegurarnos de que el amor no se desvanece por los
avatares de la historia. Pero hubo alguien que arriesgó su vida,
en cuerpo y alma, alguien con quien la pesadilla se ensañó
particularmente. Alguien a quien la vida la hizo víctima y testigo,
dándole piel y memoria donde marcar sus huellas.
Ella siempre fue así, viviendo la vida como se lo dictara su real
deseo, sin importarle quién quedara en el camino. Según
mi mamá y los que la conocen desde niña, ella siempre fue
rebelde. Rebelde... esa palabrita que dice tanto y no dice nada. La de
ella, mi hermana Sara, es de esas rebeldías que se expresan naturalmente,
que genuinamente se desarrollan en el lugar y espacio que las genera,
como si no existieran vallas para limitarla ni tiempos para demorarla.
De la rebeldía familiar pasó a la escolar y de la escolar
a la social. En la casa sus revueltas eran por un maquillaje antes de
tiempo o por un ombligo al aire cuando apenas alcanzaba los 14 años,
aunque también podía contestar pésimamente mal y
hasta le hacía frente al viejo, que por aquellas épocas
infundía temor y respeto; o se le ocurría comprarse ropa,
cosméticos y zapatos anotándolo a nombre de mamá
y la vieja tenía que estirar el mango como un chicle para poder
pagarlo y sin que el viejo se enterara.
Entonces los castigos paternos iban desde salir con la cara lavada, cambiarse
la ropa y hasta un buen par de cachetadas; en cambio, mamá no le
pegaba, pero sí brundulaba, protestaba horas y días enteros
sobre aquellos gastos impulsivos y desconsiderados. En el colegio de monjas
las rebeldías se hicieron colectivas, hacer entrar los novios por
el patio trasero de la escuela, la clásica fumada en el baño
y un día, la más grave, fue a través de la ventana
del aula cuando le preguntaron a un señor si era de apellido Gallo,
y como el hombre les respondió que no, le retrucaron, perdón,
nos equivocamos de gallinero.
Todo esto que les cuento yo apenas si me acuerdo, pero en mi casa lo contaron
tantas veces que me lo aprendí de memoria. Es como esas anécdotas
de la propia infancia, uno termina sin saber si lo vivió, lo vio
en una foto o se lo contaron, pero para el caso es lo mismo. La rebeldía
de Sara siempre fue una de las conversaciones predilectas en las reuniones
familiares, a todos les daba placer agregar algo cuando se hablaba del
tema, además que aprovechaban y descargaban en ese momento la montaña
de palabras atragantadas que les infligía tanta revuelta ajena.
Ella, la mayor de los cuatro hermanos, la que se rebeló a todo,
desde el mandato paterno hasta del orden social, la que nos sigue sorprendiendo
por sus actos y por su vida, se cayó varias veces y se sigue levantando
tanto como sea necesario. Su otra rebeldía, la que vino después,
ya no pudo ser un tema predilecto ni un motivo de risa, mucho menos de
descarga.
Le llegó el tiempo de ir a la universidad. Mi papá no quiso
que fuera a estudiar a Córdoba porque allá había
estallado el Cordobazo y todavía todo seguía bastante convulso.
Además que en la Docta estudiaba su novio del pueblo y los viejos
pensaron que no era oportuno que estuvieran los dos en la misma ciudad
porque lo menos que iba a hacer era estudiar y hasta iba a terminar de
madre soltera. Entonces la mandaron muy lejos, a 700 largos y lejanos
kilómetros del pueblo, a una ciudad tranquila del interior delpaís
donde nunca pasa nada. Pero, fue como dicen por allí, lo
que está pa ti no hay quién te lo quite. Ya
verán.
Aterrizó en esa ciudad que era serena como un pueblo grande, aunque
en su nombre llevara la marca de la rebeldía, la ciudad de Resistencia.
Bella por sus flores y sus frutos subtropicales, dolida por sus aborígenes
desde siempre olvidados, esta capital norteña se sumó como
otras tantas a los movimientos populares de izquierda. Y ella, Sara, no
quedó indiferente a la época que le tocaba vivir. Así
fue que cambió los vestidos de lamé, uno diferente cada
sábado, y sus cosméticos de adolescencia por el poncho rojo
y negro y la cara lavada, símbolos de una joven revolucionaria.
Estudiaba en la universidad, trabajaba para mantenerse y militaba, se
había convertido en una mujer casi perfecta para su tiempo, dejando
atrás un pasado de caprichos de hija malcriada de clase media.
El amor ligado a esta nueva identidad no tardó en llegar, se enamoró
de uno de los dirigentes estudiantiles. El también tenía
el perfil perfecto, estudiante de ingeniería, inteligente, políticamente
formado, descendiente de indígenas; no era bello, pero sí
apuesto. Cuando íbamos a visitarla a aquella ciudad, era para mí
ir al encuentro de todo lo que mi pueblo gringo y excesivamente llano
no me daba. Yo soñaba, a través de su historia, con una
vida de estudiante en la ciudad, con miles de amigos con quienes hablar
de cosas importantes y, por supuesto, con un gran amor.
Pero los tiempos comenzaron a ponerse hostiles; el gobierno civil en sus
últimos tramos dio espacio para la existencia de una siniestra
organización de odio y exterminio, la tristemente famosa Triple
A. Y se acabó el cuento de hadas para empezar la historia del horror.
Sara tuvo que dejar Resistencia para poder resistir, de allí se
fue a Formosa y de Formosa, a Santa Fe. Todo cambiaba vertiginosamente,
las ciudades, su propia imagen, los amigos, la identidad. Para sobrevivir
ya no se podía ser el mismo, había que ser otro. Y Sara
pasó a ser Nana y el Indio fue Ignacio. Día a día
se iban enterando de la desaparición de tal, del arresto de cual,
de la muerte de aquel otro. Pero ellos seguían la lucha, clandestina
y convencida, cada vez más riesgosa.
De dos pasaron a ser tres, Nana quedó embarazada. El mundo se le
abría y se le cerraba a la vez; la vida le seguía imponiendo
retos. Aquella bellísima mestiza, mezcla de sangre indígena
con la italiana del nuevo mundo, abrió los ojos en el preciso instante
en que su padre estaba reunido con los obreros del frigorífico
que amenazaban con cerrar. Y en la maternidad no hubo nadie más
que ella, recién nacida y sin derecho a una inscripción
legal, y su madre, recién parida, clandestina y con documentos
falsos. Pero no tan lejos de allí, éramos unos cuantos,
muchos, que esperábamos con temor y gozo su llegada. Cuando llegó
la noticia a la casa, mi alegría fue gigantesca; ella y yo éramos
casi hermanas gemelas del día de nacimiento, apenas nos separaban
12 años y unas pocas horas. Me sentí menos sola.
La clandestinidad es un camino difícil y las emboscadas de aquellos
criminales acechaban en cada esquina. Nana les pidió a mis padres
que buscaran a la niña y se la llevaran por dos semanas al pueblo,
para poder escapar de Santa Fe y perderse en el gigantesco Buenos Aires.
La pequeña llegó a la casa con unos cuatro meses de edad,
toda vestidita de rosa. Cuando los viejos entraron por el pasillo, mamá
la traía en los brazos, papá venía detrás,
los tres hermanos estábamos almorzando, fue extraño ese
momento. Hubo silencios, miradas, regocijo por saberla viva. Papá
se calmó de sus cóleras; mamá estaba feliz por ese
pedacito de su hija en su regazo. Era la vida entre tanta confusión,
era el amor por sobre todo el resto. La niña estaba como su madre,
clandestina y con identidad falsa, era la hija de una prima que
debía hacerse operar y se quedaría por poco tiempo.
Pero la niña se enfermó y hubo que traer al médico,
llamamos a una doctora joven que recién llegaba al pueblo, a ella
se le podía mentirdiagnóstico: angina roja, hay que
darle medicamentos, ¿cómo se llama la criatura?. Todos
nos miramos, ella no tenía nombre. Mamá saltó muy
rápido, Catalina Pérez, respondió.
Catalina se parecía a su verdadero nombre, Carolina, y Pérez
hay millones en mi país. Nunca nadie la llamó Catalina,
ella fue siempre en el pueblo Lila, como la bautizó su abuelo.
En los pueblos las indiscreciones duelen duro, recuerdo aquel día
que iba caminando con una amiga de la escuela y el viejo Lagos, el bicicletero
sucio y roñoso, me paró en la calle para preguntarme si
yo era la hermana de la guerrillera; o aquella otra vieja, la que tenía
la tienda a la vuelta de la iglesia y a la que se le salían los
dientes postizos cuando hablaba, que me señaló como la hermana
de la terrorista. Llegué llorando a la casa, ellos no imaginaban
el alcance de sus palabras. Las malas lenguas pueblerinas pueden traer
consecuencias aún peores, como lo que hizo Raquel. Raquel había
visto a Sara en Santa Fe caminando con su niña y ella, que nunca
llamaba a su madre, esta vez la llamó para contarle el chisme.
Y fue reguero de pólvora y llegó a oídos de la Policía
Federal de la provincia. No tardaron en allanar nuestra casa. Llegaron
de madrugada, eran cientos, entraron con violencia, ellos no saben hacer
las cosas de otro modo. Había policías en cada rincón
de la casa, nos sacaron de la cama, nos pusieron contra la pared. A Lila,
que dormía en su cuna paciblemente, le pusieron una pistola en
la cabeza, con sus cuatro meses de vida ella era la rehén. Papá
pidió hablar con el que dirigía la operación, lo
llevó a su oficina, al cruzar el pasillo, el mismo por el que había
entrado con mamá y Lila 15 días antes, había decenas
de policías apuntándole. El viejo estuvo astuto, les negoció
con la mentira. Empezó por confirmarles que lo que ellos ya sabían,
que Lila era hija de Sara y el Indio, era verdad; luego les dijo que se
la habían entregado unos desconocidos en un cruce de rutas y que
él estaba dispuesto a colaborar con la policía, es decir
que cuando supiera de su hija y su yerno se los entregaría. Y ellos
se fueron, y nos dejaron la angustia y el miedo, pero estábamos
vivos.
Nana e Ignacio ya no tenían casa, el desmantelamiento era feroz,
en toda la ciudad quedaba un solo foco de militantes. Se preparaban para
huir a Buenos Aires. La última noche en Santa Fe durmieron en casa
de los Bartolli; ellos eran los padrinos de Carolina. Era una casa antigua,
de esas donde las habitaciones se alinean una detrás de la otra,
muy larga y angosta. Nana e Ignacio dormían en el último
cuarto. En la madrugada, la hora que los militares preferían para
sorprender a la gente, llegó el allanamiento. Ignacio lo escuchó
y despertó a Nana, huyeron por el patio; la casa colindaba con
las vías del ferrocarril. Corrieron entre los rieles en la oscuridad
mientras escuchaban los gritos de la familia Bartolli, no quedó
nadie, a todos los mataron. Nana tenía mucho miedo, lloraba, sentía
que perdía sangre, le faltaba el aire, estaba asustada, sus pasos
eran cada vez más lentos. Ya no tenía fuerzas para seguir,
el Indio le suplicó que corriera, ella desfallecía a cada
paso. El le impuso la resistencia o corrés o tendré
que matarte, le gritó apuntándole con una pistola,
la muerte acechaba por todas partes. Llegaron como pudieron a una ciudad
cercana, a la ciudad de Esperanza. La esperanza se les tendía a
los pies, fueron los únicos sobrevivientes del último allanamiento
en Santa Fe.
Buenos Aires les trajo aires buenos, mejores que los vividos en los últimos
meses. Con sus diez millones de habitantes, la ciudad les ofrecía
un lugar más propicio para la clandestinidad y el anonimato. Pasaron
los años, creo que fueron dos o tres, no más, el país
vivía bajo una dictadura militar sangrienta, pero una tensa calma
reinaba en las ciudades. No se recomendaba andar de noche por las calles,
tampoco sin documentos. Nana volvió poco a poco a su verdadero
nombre, encontró un trabajo, alquiló un departamento. El
Indio siguió militando, nunca se desenganchó, con cautela
y perseverancia seguía su meta. El venía al pueblo dos veces
al mes avisitar a su hija. Llegaba de incógnita en el ómnibus
de la mañana temprano y se iba para la casa del abuelo. El Nono
fue un cómplice maravilloso, no entendía demasiado, pero
sabía que tenía que cubrir. Lo esperaba con mate y una copita
de caña Legui, según él, curaba todos los males.
En esos años, no sólo Lila esperaba la visita de su papá
con ansias, yo también. El fue quien me abrió los ojos en
mi adolescencia, quien escuchaba mis conflictos de los 15 años,
quien me reconocía en mi verdadero sentir. El también era
mi padre, con Lila éramos doblemente hermanas. Cuando me tocó
mi turno de ir a la universidad, allá conocí a mi primer
amor, un día le dije, vos sos como él, a lo
que respondió, sólo llevamos el mismo nombre y las
mismas ideas, pero no más que eso, y era cierto, pero a mí
no me importaba, él era como el otro. Sara venía menos,
una vez cada dos meses. Venía en otro ómnibus, por otra
ruta, para que no hubiera gente del pueblo que pudiera reconocerla, papá
iba a buscarla, venía escondida en la parte de atrás del
auto, cuando ella llegaba toda la casa se cerraba y nadie que no fuera
de la familia podía entrar. La
clandestinidad se hacía familiar en la propia casa.
El tiempo había transcurrido; ya la dictadura llevaba cuatro años
en el poder; la Cruz Roja y Amnesty Internacional habían visitado
las cárceles y centros de detención clandestina del país
y habían hecho públicas sus declaraciones. Las esperanzas
crecían. Sara llevaba una vida tranquila en Buenos Aires; el Indio
continuaba con su militancia, un tiempo en el país, un tiempo en
el extranjero. Lila seguía viviendo con nosotros en el pueblo.
Los viejos le propusieron a Sara unas vacaciones en Mar del Plata, así
ella podía pasar unos días con su hija. Al regresar, el
viejo siguió para el pueblo y mamá, a Buenos Aires con Sara
y Lila, para que las vacaciones se le prolongaran un poquito más.
A los tres días de haber llegado, una mañana llaman por
el portero eléctrico, era Enrique. Mamá se alegra con su
visita y lo hace subir, al abrirle la puerta del departamento se encuentra
con que él no estaba solo. Enrique había sido detenido la
noche anterior en un bar de Buenos Aires por no llevar documentos y, cuando
lo hicieron hablar, él cantó. La única persona que
conocía con un pasado militante era Sara y ahora venían
a buscarla. Esperaron por ella, le arrancaron a Lila de los brazos y se
la llevaron. Gritó con toda su fuerza que le entregaran la niña
a su madre. Mamá pasó todo aquel día con tres parapoliciales
en el pequeño departamento de la calle Junín, eran los mismos
que le habían traído a Lila. Por la noche se fueron diciéndole
que su hija había sido retenida por toxicómana. Mamá
llamó a uno de los pocos amigos que Sara tenía en Buenos
Aires, por suerte era abogado. La buscaron por todas las comisarías,
no estaba en ninguna. Al día siguiente la llaman por teléfono,
era uno de los del día anterior, su hija estará demorada
por algunos días, si quiere puede mandarle ropa y productos de
higiene, pasaré a recogerlos más tarde. Mamá
regresó al pueblo con Lila y la angustia a cuestas; nadie entendía
qué había pasado aquel viernes 13 de noviembre que, por
cierto, no tiene su mala reputación en vano. Sara estaba secuestrada
en la ESMA, allí donde habían masacrado a tantos miles y
miles de argentinos. Al mes recibimos un llamado, estamos en Las
Rosas, a 80 km del pueblo, vamos para allá, llevamos a su hija,
cierren toda la casa y abran el portón que da sobre la calle Urquiza.
Yo recuerdo que venía de la escuela en mi motito cuando veo a papá
parado en medio de la calle con los brazos en alto y haciéndome
señas de que entrara a la casa urgente, todo estaba cerrado, yo
seguía sin entender, aunque a mis 15 años entendía
mucho más que otros. Llegaron al rato, venían Claudio y
otro, que no recuerdo su nombre, trayendo a Sara. Ella venía con
la consigna expresa de no hablar con nadie sobre lo que había vivido
en el último mes. La traían porque venían a blanquear
su expediente de Santa Fe. Esa noche Sara no podía dormir, yo tampoco,
creo que nadie durmió, me hizo un gesto en silencio y yo comprendí
que debía seguirla. Fuimos enpuntas de pie hasta la galería,
cuando llegamos ella se levantó el camisón y me mostró
su vientre, tenía infinitas lastimaduras, después sus muñecas
y sus pies, traían la traza de las sogas que amarraron sus miembros.
Le pregunté qué era, me dijo llorando, la tortura,
ves, esto es de la picana eléctrica y esto otro, de estar atada
días y días a una pared. Nunca pude olvidar ese momento,
me parece verla, ella, esbelta y bella como se lo regaló la naturaleza,
y el dolor que no sabía por qué espacio de su cuerpo gritar.
Ya hacía mucho tiempo que no tenía fuerzas para la rebeldía.
En el año de 1980 el gobierno lanzó un programa escolar
donde invitaba, entre otras actividades, a que los estudiantes rindieran
homenaje a las grandes figuras de las Fuerzas Armadas Argentinas. Entre
las veinte estudiantes de mi clase, las monjas me solicitaron a mí
para que diera una clase especial. Se trataba del aniversario de la muerte
de un alto oficial del Ejército, Juan Carlos Aramburu, se responsabilizaba
a los Montoneros de dicha acción. La perversidad del sistema se
ensañaba con todos los miembros de la familia, Sara estaba siendo
torturada en Buenos Aires al mismo tiempo que en el pueblo me obligaban
a hablar bien de sus torturadores.
En los cinco meses que Sara estuvo secuestrada, la trajeron varias veces
de visita, por supuesto siempre con algún torturador que la acompañara.
El viaje más patético fue el del Año Nuevo, no le
recomiendo a nadie empezar el año con dos torturadores a su mesa
y en el patio de su propia casa. A las doce de la noche brindamos con
sidra... ¿qué se podía festejar? Nada, sino la resistencia
con el enemigo adentro y desear que se murieran pronto todos esos asesinos.
La burla era tan grande que nos trajeron regalos y dulces y bebidas, los
mismos que torturaban a mi hermana día y noche en la ESMA. ¿Cómo
no indigestarse con tanta mierda? Después era Marcelo quien la
traía, su responsable. Las fuerzas paramilitares de
represión habían desarrollado un macabro sistema de tutores
en el que cada secuestrado tenía el suyo; yo no sé bien
para qué servían, pero Marcelo fue un poco confuso con Sara;
sacaba a sus pupilos a comer pizza a la medianoche, les traía
libros de los que secuestraban en los allanamientos, nos dio su nombre
verdadero y su dirección para que le escribiéramos a Sara,
la llevaba al pueblo uno o dos fines de semana al mes. Se convirtió
en parte de la familia porque sin él no podíamos tener a
Sara con nosotros. Llegó a hacer cosas increíbles, como
ir al casino de Paraná a jugar con Sara, mi hermano y su mujer,
y dejarnos su auto para pasear por el pueblo, un Dodge verde que tenía
un pedal suplementario, era para disparar a las gomas de otros autos en
algún atentado. Le gustaba la casata brasilera, un postre exquisito
que mamá preparaba, se llevó la receta.
A Sara la secuestraron por delación, aunque ellos no sabían
exactamente a quién se habían llevado. Pero cuando pidieron
información a otras provincias supieron quién era, así
que vos sos Nana y tu marido Ignacio, los dos que se nos escaparon de
Santa Fe... vos ya no nos interesás, pero Ignacio sí, te
vamos a guardar hasta que lo encontremos a él, vos nos vas a ayudar.
Le pidieron que escribiera una carta para hacerlo venir del extranjero,
ella resistía, no aceptaba. Mamá ya le había escrito
al Indio para contarle lo que había pasado y para que no se acercara
a la casa ni llamara por teléfono porque estaban intervenidos.
Como las torturas eran cada vez peores, ella aceptó redactar la
carta diciéndose que la escribiría de tal modo que él
comprendería lo que estaba aconteciendo. Lo hizo, no se la aceptaron
y se la devolvieron junto con la de mamá... ya no te necesitamos.
Su rebeldía no le alcanzaba para salvar a su compañero.
Sara recobró su libertad el 25 de marzo de 1981, ese mismo día
el Indio cumpliría 33 años.
Las reacciones al
fallo mexicano
La resolución del juez Jesús Altamirano Luna, que
abre las puertas para la extradición a España del
ex represor argentino Ricardo Cavallo, fue ayer ampliamente elogiada
por la prensa mexicana.
El diario La Jornada
tituló su edición con la frase Día Memorable
y señaló, en su portada, que triunfó
la justicia. Además definió a Cavallo como una
figura relativamente menor del horror, que no contó con las
complicidades políticas que en el Reino Unido y en Chile
han salvado de conocer la prisión en España a Augusto
Pinochet.
El matutino El Universal
destacó en primera página que el fallo del juez Altamirano
Luna dio un paso histórico para apuntalar una decisión
muy delicada que no debe ser eludida por las autoridades mexicanas.
También se refirió al argumento de la territorialidad,
esgrimido por los abogados defensores de Sérpico:
Si hay pruebas suficientes para apoyar la petición
del juez Garzón, debe procederse en favor de la petición
extraterritorial de la Justicia, señaló.
Pero no sólo en México le dieron una amplia cobertura
al dictamen de extradición de Cavallo. La agencia France
Presse emitió ayer un cable -firmado por Roland de Courson
en el que se consideró a la decisión del magistrado
azteca como una espléndida victoria para el juez madrileño
Baltasar Garzón y su combate por una `justicia universal
contra los dictadores y genocidas.
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OPINION
Por Laura Bonaparte*
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Un fallo fantástico
El fallo de extradición contra Cavallo es fantástico.
La verdad es que todos los gobiernos nos están dejando atrás
en la cuestión de hacer justicia. Hubiera sido terrible que
Cavallo fuese autorizado a volver a la Argentina. Sus crímenes
son imprescriptibles y los indultos de Menem y las leyes del gobierno
de Alfonsín son contrarias a los propios pactos internacionales
firmados por Argentina. Lo que me duele son las versiones sobre
que el Gobierno habría querido interceder para traerlo acá.
Tiene que ser juzgado y condenado en un lugar donde efectivamente
se cumplan los fallos. En cambio, acá la justicia se simula,
no se averigua nada, todo queda a medias, como la voladura de la
AMIA. Por otra parte, sé que el canciller mexicano, Jorge
Castañeda, tiene una reputación excelente y espero
que no obstruya a la Justicia. Lo que tiene que haber es un juicio
en donde se condene realmente al genocida, porque en caso contrario
no hay justicia y se monta una estructura de impunidad.
* Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora.
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OPINION
Por CELS*
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El principio de justicia
La decisión de otorgar la extradición a España
del represor Ricardo Cavallo para que sea juzgado por secuestros,
torturas y desapariciones cometidas durante la última dictadura
argentina ratifica el camino de la justicia universal y anuncia
el fin de la impunidad para los culpables de estos aberrantes crímenes.
El Centro de Estudios Legales y Sociales manifiesta su profunda
satisfacción por el fallo de la Justicia mexicana. Asimismo,
espera que la Cancillería de ese país ratifique la
misma voluntad por lograr verdad y justicia, ajustando su resolución
al consenso internacional que exige establecer bases institucionales
de toda sociedad democrática a partir del principio de justicia.
La decisión es un paso más en la lucha contra la impunidad,
es el resultado del trabajo de la comunidad internacional en su
búsqueda por lograr que los derechos humanos dejen de ser
sólo un discurso y se transformen en realidad, mediante acciones
y determinaciones concretas.
* Centro de Estudios Legales y Sociales.
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