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HIPPIES, FERNET, BOLICHES Y AMBIENTES COMPARTIDOS
Dos sueños de verano

Gesell sigue llamando a la bohemia, a los adolescentes que cuentan sus historias del verano. Los tarjeteros son 27 en un departamento de Mar del Plata. Todos hombres, porque en su trabajo no admiten mujeres. Vinieron de Buenos Aires y se mantienen tarjeteando: pasan varias horas diarias en la calle invitando a las chicas a una disco que les paga una comisión. Página/12 compartió el �backstage� de dos estilos de vacaciones jóvenes.

Villa Gesell, un terreno copado por tribus jóvenes

Por Cristian Alarcón
Desde Villa Gesell

–¿Qué hacen en Buenos Aires? –pregunta el cronista a las tres chicas de familias “progresistas” de San Isidro sobre la arena que paran de tocar en una flauta una improbable melodía de Spinetta, acompañadas por la guitarra de un perfecto desconocido.
–¡Nos angustiamos! –dicen, casi a coro, largando la risa aguda de la adolescencia–. Nos enamoramos de machos fuleros y ese tipo de horrores.
–¿Y en Gesell?
–Les cantamos “nooooooo, noooooooo, noooooooo” a los repartidores de tarjetas para las discos, así se acuerdan y dejan de ofrecernos. También nos peleamos con nuestros vecinos del camping porque escuchan los Redondos de Ricota mientras nosotras cantamos Piazzolla.
Acaso sean ellas –ese grupo de colores fuertes en la ropa, que se ríe más alto que el resto y avanza contestando las barbaridades fálicas que los más reos les gritan cuando las ven avanzar con la flauta– el ejemplo de la diversidad y la “convivencia” de tribus en la ciudad en la que siguen reinando los jóvenes, aun después de tres décadas desde que los hippies y los bohemios, y hasta los viejos militantes, eligieron la villa creada por un loco hijo de alemanes cuando esto era sólo médanos.
Las tres juntas y conviviendo en ese dormi del camping Pucará a diez pesos diarios podrían protagonizar una sitcom de Sony. Florencia, una colorada mezcla de Twiggy, Catita y Anaïs Nin, con sus aires histriónicos y sus cuentos en prosa poética; Emilia, con unos ojos celestísimos en un rostro aceitunado y una ironía más pausada, y Paula, la morena de pelo corto y rulos que se desaliña evidentemente adrede y adquiere así el aspecto más reo del trío de chicas de 16 crueles años en Villa Gesell.
Las situaciones que atraviesan –como las decenas de circunstancias adolescentes sobre la arena, bajo las nubes negras que preceden a la última de las tormentas– son las que se producen así de fácil entre ellos sólo por deambular por esta ciudad en la que se multiplican los espectáculos callejeros, los amoríos fugaces, los disfrazados de zorro, de payaso, de diablo, los actores, los juglares, los bañeros despedidos tocando bombos, los malabaristas y hasta la música barroca con lectura de textos eróticos, amén de las borracheras consuetudinarias.
–Contales cómo empiezan la tarde –le tira en la cara a su reciente santafesino de 17 años Azul, una irónica muchacha recién egresada del Nacional Buenos Aires, sin dejar de abrazarlo con las piernas desnudas, sentados en la arena.
–Jugamos al truco y fondoblanqueamos Fernet –contesta otro de los muchachos de esa barra de seis que hace diez días vive en un dos ambientes caótico y maloliente en el que se emborrachan con la cotidianidad con que el resto del año juegan al rugby.
Ellas, que son dos para castigarlos con la crítica, son vistosamente más mundanas y los tienen allí, rendidos a los pies hasta que las vacaciones terminen, mañana o pasado. Ellos se pusieron de acuerdo en la cocina de una de sus madres cuando en diciembre analizaron que con cuatrocientos pesos sobrevivirían hasta 15 días. No es que gasten demasiado en comida, en que los arroces son la clave, sino que distribuyen en función de lo bebible cada jornada y de lo que luego racionan en las discos, ese fenómeno creciente que convirtió a la ciudad en una escena de batallas de promotores que encajan tarjetas a unos y otros para disputarse la clientela. Son seis los boliches: desde el complejo Pueblo Chico, en el que hay tres lugares a precios altos y pensados para edades no tan envidiables como las de nuestros chicos de la playa, hasta Lebrique, más mainstream, y La Reina, donde las frentes de los habitués tienen ese corte recto en el flequillo en el que pervive los Stone.
Esa es la discusión que cada noche, cuando ya el Fernet caló donde debía, mantienen los santafesinos y sus amigas. La rubia Lola, del Liceo 2, es la que más a maltraer los tiene. “Si los vieras, están todo el tiempo que cuántas calorías consumí, que el rollito de acá, que los músculos de allá y después fondoblanquean como locos.” Ella no es de Lebrique, donde “las minas son unas taradas que te miran si sos más gorda, más flaca, si estás más quemada, más vestida, una idiotez”. Es más bien de La Reina, donde hay un “bonito” en la barra que la trastorna, aunque Lola y la mayoría no crea en el amor de verano. Ellos son un José, tres Franciscos, un Conrado y un Leandro. Uno de los Panchos ya tuvo dos “historias” y argumenta: “Acá no hay amor, acá no hay nada de verdad. Digamos que tenés un poco de sexo porque es un descontrol, pero después no importa”. “Vos lo tuviste?”, pregunto. “La primera noche y el viernes.” “¿Con quién?”, escarbo. “Con la del culo gracioso”, apunta Lola, que parece una Maitena en ciernes.
“Noooooo, noooooo, nooooooo”, repiten las chicas de la angustia porteña ante el tarjetero de La Reina, que van siempre con una valijita como la de doña Disparate, de la Walsh. De allí pueden sacar abrigo, libros, instrumentos. “¿Característico de esta temporada? ¿Lo top?”, pregunta Paula. “Las libélulas que parecen tantas como en la película Pájaros”, dice Emilia. “Los tarjeteros insoportables”, dice Flor. “Un juego de un parque de diversiones que da vueltas y te marea. El trencito de la alegría que tiene personajes tamaño natural, muy divertido. Mucha policía, mucha y un toro lechero que te vuelve loco y está bueno porque despistás. Si no querés que la cana te juzgue mal te subís al toro, pagás un peso, le dan hasta que te revolea sobre el lomo y salís de tal manera que nadie te puede acusar de nada”, recomienda Paula. Se encienden en la peatonal las luces de los artistas callejeros. Los bañeros despedidos marchan hasta una esquina gritando y usando de bombos unos tachos de plástico. Una bandita pasa cantando el hit de la temporada: “el gato volador, el gato volador”, gritan revoleando un animal de peluche carcomido por el aire atado a una soga. Cruzamos la muchedumbre yendo por la calle, esquivando promociones. Florencia llega tarde a la galería de las artes, donde cada día un grupo con un maestro de ceremonias que habla de más con palabras como “sensible, arte, espíritu, belleza, profundo”, etc. hace música barroca. A ella hoy le toca leer lo suyo. Allí va, con esas pecas y ese suéter rojo, esa pollerita de nylon azul y sus sandalias nuevas “que son como de hada”.
Va gustosa de escandalizar a las familias turísticas contándoles una historia de cabaret francés, inspirada en Toulouse Lautrec.

 

La noche de la peatonal

Los operadores turísticos, y el marketing que su propia historia le significa, aún coinciden en ese perfil en el que a Villa Gesell se la ve como una oportunidad amable para que convivan las generaciones. Aunque la presencia de los jóvenes siga siendo el tópico de la temporada, irremediablemente para muchos. Tras la playa –a la que la mayoría llega con la resaca a las cinco de la tarde–, las familias se sientan sobre las veredas altas de la avenida 3 y miran como si vieran un río nervioso, histérico, hacia la peatonal por donde los pibes pasan sin verlos, sin registrarlos, sin quererlos tener en cuenta. Cada noche en el centro las tribus más variadas de chicos y chicas lo llenan todo como si se hubieran multiplicado sobredimensionadamente en los últimos 20 años; como si sus padres de cuarenta y tantos no hubieran podido parar de tener hijos en estas décadas críticas. Pero no, son apenas una porción de la clase media, más baja o más alta, que se abalanza sobre la playa elegida por su ductilidad.

 

LAS VACACIONES COMO TARJETEROS
Los dueños del baile

Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata

La puerta está a punto de abrirse. Adentro alguien exige, de pie, que “no sean ventajeros.” El reto se interrumpe cuando advierte visitas en la casa. “Por favor esperen afuera”, pide entonces cordialmente, a las extrañas. Adentro, un rubio se sube los pantalones. “Yo cuando veo una mina –dice–, veo diez pesos. No veo si tiene buenas lolas o buen culo. Para mí vale diez mangos.” El rubio huele a perfume; juega con la punta rota de una media. Es casi abogado y docente de derecho penal en la UBA. En el verano Leandro Disalvo comparte un cuarto con ocho y la casa con veintisiete más. Desde hace unos días la casa se transformó en el bunker doméstico de los que expanden aquí las fiestas de la noche. Son la imagen con la que las discos salen a llenar sus salas. Pasan el verano logrando comida, casa y noches de free pass a cambio de mostrarse por ocho horas hábiles para invitar. El bunker es una trastienda, o como dicen ellos, el lugar desde donde se accede al backstage de los tarjeteros, de esos cientos de chicos que invaden cada noche los puntos más céntricos de la ciudad.
No hay una persona para limpiar la casa. Cada día, cinco no salen a trabajar. Leo está en la entrada y define, en los sillones, el partido de cartas que lo entretiene hace una hora. Con otros dos, hoy tiene a cargo el turno noche: ellos harán de comer y después cuidarán del hogar.
En un rato el bunker quedará vacío, será entre las diez y las doce, cuando todos salgan para terminar de invitar. Reparten tarjetas hasta las tres, después hay entrada y tragos libres para ir a bailar.
En la cocina algunos preparan la cena. Están atrasados, son del grupo que recorre a la tarde el circuito del centro. Hoy la combi se olvidó de recogerlos.
–¿Ustedes se cocinan?
–Sí, cada uno. Esto es cebolla con queso.
El revuelto gira en la sartén cargada con una mezcla todavía sin olores definibles. Al lado, otro trata como puede de acabar de pelar dos papas. “No, más de quince días no –dice Germán Santos, con la sartén en la mano-: esto más tiempo no da.” Tiene dos semanas de vacaciones. Pero antes de volverse a Buenos Aires para atender un local de Garbarino, Germán debe apurarse: le queda poco tiempo para comer, bañarse y volver a las esquinas del centro, la zona de la peatonal, el circuito desde donde entrega las tarjetas de la fiesta que Sobremonte prepara para esta noche.
Se comieron todo el pan
Ahí, en la calle, salen a escena. O tal vez toda la película empiece antes, acá adentro, en esta casa funcionando como gran hotel. La casa parece una de esas construcciones alquiladas para el montaje de una película de pandillas. Los pibes suben y bajan escaleras todo el tiempo, se hablan desde los pisos, en diálogos que pueden responderse desde el patio, o desde la cocina donde de pronto aparece El Ruso.
Está lavando platos. No hay nadie más. Un poco más atrás, sobre la puerta de la heladera, un papel tiene escrito “Turnos de limpieza”, y después dice con marcador: Leandro, Nacho, Antonio y Albin, los cuatro que limpian hoy. Justo el día en el que el coordinador del grupo los retó porque no le gusta que sean ventajeros. Aunque nunca dice bien claro por qué los ha llamado de ese modo.
Por ahí el enojo fue por la limpieza. Pero El Ruso, se nota, mucho trabajo no da. No sabía que había visitas y lo mismo está ahora en la pileta de lavar. Tiene un plato y algún cubierto en el agua. La pileta es bajísima; el Ruso se agacha y se tuerce todo para lavar. O a lo mejor, seestá torciendo para las fotos. Porque aunque le dicen que haga todo natural, le sale mirar.
Todavía no se puso la remera. Para él parece que es temprano porque hay otros que van todos apurados y Marcos los sigue atrás. Marcos no deja de hablar. Dice que son todos un equipo y que, entre tantos, problemas siempre hay. Y pone como ejemplo cuando alguno se come todo el pan.
En cada temporada veinte, de los sesenta y cinco tarjeteros del complejo Sobremonte, son estables. Treinta son de Buenos Aires, hay diez de La Plata y el resto se busca en Mar del Plata. Hugo Pessano, el relaciones públicas de la disco, se entrevista con cada uno antes de contratarlo como habitante de la casa. No hay mujeres tarjeteras. “El hombre es hombre –dice– y se la banca más.” Los chicos son el modo hallado para hacer el face to face, sigue Pessano, que la disco ya no hace. Vienen por casa y comida. “Antes de quedarse con los papás todo el día, acá sólo tienen que hablar con las chicas para invitarlas a bailar.”
Con cada tarjeta, los invitados logran un descuento de dos pesos y el que la entrega se lleva un 0,4 por ciento de comisión. Así también consigue extender la estadía en esta casa vieja donde todas las mañanas, temprano llega un camión de Coto con leche y comida a medio armar.
El “after”
En este momento, el rubio Leandro quiere decir algo. Deja el perfume y explica lo del after. No es una fiesta temprana, sino la hora donde vuelven de la disco y es de mañana: ahí se cuentan de mujeres, pero también de historias como éstas de las que hablan ahora en el cuarto, mientras se empiezan a cambiar.
–Perdón –corrige Marcos a uno–, no sólo con ser lindo ganás.
–Unos son seductores por naturaleza; otros no se ganan ni a la vieja, pero las entradas las meten igual.
–No se gana sólo con facha, eso influye un poquito –otra vez Marcos, moreno y simpaticón, sobre todo porque nunca deja hablar.
Leandro tiene el secador de pelo a mano. Desde las cuchetas le hacen burla por los llamados a su mamá. Es uno de los más entrenados en las discos y armó lo que llaman acá el grupo de elite. Ese clan de chicos lindos que levantó la temporada pasada los números del Divino Beach. Ahora en Sobremonte deben repetir la experiencia. Les cuesta decir cuánto ganan. Nadie sabe lo que se lleva el otro cuando termina el día. “Pueden ser trescientos pesos, puede ser nada”, dice Leandro y después: “Por mes te podés llevar mil, cinco mil y también mucho más”. Se está por recibir de abogado y durante el año da clases en la facultad. Como el resto, tiene trabajos alternativos en venta, como Antonio, entrenado con páginas web.
Al cuarto le dicen bulo. Ahí pueden llevar compañía. En la pieza también duerme El Ruso y Sebastián, que hasta hace unos meses era croupier del casino del Tigre y ahora aprende a hablar en calle, de frente y a mujeres. Cuando no lo oyen silba, como ahora: hace un chiflido tan fuerte que al menos demuestra que inadvertido no pasará.
–A veces esto de las tarjetas te juega al revés –dice Fernando, otro de los coordinadores–, porque las minas se creen que sos bolichero, que sos puro verso. Y se van.
Por atrás, uno flaquito salta desde una cama.
–Te cortan la cara, te dicen que sos rechamuyero. Pero yo me la banco.
Final
Casi al final de la recorrida, Marcos le grita a Fernando que le prepare el baño. Los dos jefes se duchan juntos. No hay erotismo, dicen, ni cábala alguna. En la casa los calefones eléctricos son difíciles de calentar.
En la cocina un grupo sigue de cena.
Leo, el de las cartas, no ganó la partida de chin chon. Por ahí está Antonio Grosso, el de las páginas web: “Me pasa que veo a la gente sentada a la noche, en un bar con amigos, y me dan ganas de estar ahí, con amigos, con amigos de verdad”.
Nadie lo oye, hay demasiado ruido en su cuarto.
El Ruso corre escalera abajo, quiere decir que su nombre es Leandro Bernasconi. Y después se va.

 

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