Villa
Gesell, un terreno copado por tribus jóvenes
Por Cristian Alarcón
Desde Villa Gesell
¿Qué hacen
en Buenos Aires? pregunta el cronista a las tres chicas de familias
progresistas de San Isidro sobre la arena que paran de tocar
en una flauta una improbable melodía de Spinetta, acompañadas
por la guitarra de un perfecto desconocido.
¡Nos angustiamos! dicen, casi a coro, largando la risa
aguda de la adolescencia. Nos enamoramos de machos fuleros y ese
tipo de horrores.
¿Y en Gesell?
Les cantamos nooooooo, noooooooo, noooooooo a los repartidores
de tarjetas para las discos, así se acuerdan y dejan de ofrecernos.
También nos peleamos con nuestros vecinos del camping porque escuchan
los Redondos de Ricota mientras nosotras cantamos Piazzolla.
Acaso sean ellas ese grupo de colores fuertes en la ropa, que se
ríe más alto que el resto y avanza contestando las barbaridades
fálicas que los más reos les gritan cuando las ven avanzar
con la flauta el ejemplo de la diversidad y la convivencia
de tribus en la ciudad en la que siguen reinando los jóvenes, aun
después de tres décadas desde que los hippies y los bohemios,
y hasta los viejos militantes, eligieron la villa creada por un loco hijo
de alemanes cuando esto era sólo médanos.
Las tres juntas y conviviendo en ese dormi del camping Pucará a
diez pesos diarios podrían protagonizar una sitcom de Sony. Florencia,
una colorada mezcla de Twiggy, Catita y Anaïs Nin, con sus aires
histriónicos y sus cuentos en prosa poética; Emilia, con
unos ojos celestísimos en un rostro aceitunado y una ironía
más pausada, y Paula, la morena de pelo corto y rulos que se desaliña
evidentemente adrede y adquiere así el aspecto más reo del
trío de chicas de 16 crueles años en Villa Gesell.
Las situaciones que atraviesan como las decenas de circunstancias
adolescentes sobre la arena, bajo las nubes negras que preceden a la última
de las tormentas son las que se producen así de fácil
entre ellos sólo por deambular por esta ciudad en la que se multiplican
los espectáculos callejeros, los amoríos fugaces, los disfrazados
de zorro, de payaso, de diablo, los actores, los juglares, los bañeros
despedidos tocando bombos, los malabaristas y hasta la música barroca
con lectura de textos eróticos, amén de las borracheras
consuetudinarias.
Contales cómo empiezan la tarde le tira en la cara
a su reciente santafesino de 17 años Azul, una irónica muchacha
recién egresada del Nacional Buenos Aires, sin dejar de abrazarlo
con las piernas desnudas, sentados en la arena.
Jugamos al truco y fondoblanqueamos Fernet contesta otro de
los muchachos de esa barra de seis que hace diez días vive en un
dos ambientes caótico y maloliente en el que se emborrachan con
la cotidianidad con que el resto del año juegan al rugby.
Ellas, que son dos para castigarlos con la crítica, son vistosamente
más mundanas y los tienen allí, rendidos a los pies hasta
que las vacaciones terminen, mañana o pasado. Ellos se pusieron
de acuerdo en la cocina de una de sus madres cuando en diciembre analizaron
que con cuatrocientos pesos sobrevivirían hasta 15 días.
No es que gasten demasiado en comida, en que los arroces son la clave,
sino que distribuyen en función de lo bebible cada jornada y de
lo que luego racionan en las discos, ese fenómeno creciente que
convirtió a la ciudad en una escena de batallas de promotores que
encajan tarjetas a unos y otros para disputarse la clientela. Son seis
los boliches: desde el complejo Pueblo Chico, en el que hay tres lugares
a precios altos y pensados para edades no tan envidiables como las de
nuestros chicos de la playa, hasta Lebrique, más mainstream, y
La Reina, donde las frentes de los habitués tienen ese corte recto
en el flequillo en el que pervive los Stone.
Esa es la discusión que cada noche, cuando ya el Fernet caló
donde debía, mantienen los santafesinos y sus amigas. La rubia
Lola, del Liceo 2, es la que más a maltraer los tiene. Si
los vieras, están todo el tiempo que cuántas calorías
consumí, que el rollito de acá, que los músculos
de allá y después fondoblanquean como locos. Ella
no es de Lebrique, donde las minas son unas taradas que te miran
si sos más gorda, más flaca, si estás más
quemada, más vestida, una idiotez. Es más bien de
La Reina, donde hay un bonito en la barra que la trastorna,
aunque Lola y la mayoría no crea en el amor de verano. Ellos son
un José, tres Franciscos, un Conrado y un Leandro. Uno de los Panchos
ya tuvo dos historias y argumenta: Acá no hay
amor, acá no hay nada de verdad. Digamos que tenés un poco
de sexo porque es un descontrol, pero después no importa.
Vos lo tuviste?, pregunto. La primera noche y el viernes.
¿Con quién?, escarbo. Con la del culo
gracioso, apunta Lola, que parece una Maitena en ciernes.
Noooooo, noooooo, nooooooo, repiten las chicas de la angustia
porteña ante el tarjetero de La Reina, que van siempre con una
valijita como la de doña Disparate, de la Walsh. De allí
pueden sacar abrigo, libros, instrumentos. ¿Característico
de esta temporada? ¿Lo top?, pregunta Paula. Las libélulas
que parecen tantas como en la película Pájaros, dice
Emilia. Los tarjeteros insoportables, dice Flor. Un
juego de un parque de diversiones que da vueltas y te marea. El trencito
de la alegría que tiene personajes tamaño natural, muy divertido.
Mucha policía, mucha y un toro lechero que te vuelve loco y está
bueno porque despistás. Si no querés que la cana te juzgue
mal te subís al toro, pagás un peso, le dan hasta que te
revolea sobre el lomo y salís de tal manera que nadie te puede
acusar de nada, recomienda Paula. Se encienden en la peatonal las
luces de los artistas callejeros. Los bañeros despedidos marchan
hasta una esquina gritando y usando de bombos unos tachos de plástico.
Una bandita pasa cantando el hit de la temporada: el gato volador,
el gato volador, gritan revoleando un animal de peluche carcomido
por el aire atado a una soga. Cruzamos la muchedumbre yendo por la calle,
esquivando promociones. Florencia llega tarde a la galería de las
artes, donde cada día un grupo con un maestro de ceremonias que
habla de más con palabras como sensible, arte, espíritu,
belleza, profundo, etc. hace música barroca. A ella hoy le
toca leer lo suyo. Allí va, con esas pecas y ese suéter
rojo, esa pollerita de nylon azul y sus sandalias nuevas que son
como de hada.
Va gustosa de escandalizar a las familias turísticas contándoles
una historia de cabaret francés, inspirada en Toulouse Lautrec.
La noche de la peatonal
Los operadores turísticos, y el marketing que su propia
historia le significa, aún coinciden en ese perfil en el
que a Villa Gesell se la ve como una oportunidad amable para que
convivan las generaciones. Aunque la presencia de los jóvenes
siga siendo el tópico de la temporada, irremediablemente
para muchos. Tras la playa a la que la mayoría llega
con la resaca a las cinco de la tarde, las familias se sientan
sobre las veredas altas de la avenida 3 y miran como si vieran un
río nervioso, histérico, hacia la peatonal por donde
los pibes pasan sin verlos, sin registrarlos, sin quererlos tener
en cuenta. Cada noche en el centro las tribus más variadas
de chicos y chicas lo llenan todo como si se hubieran multiplicado
sobredimensionadamente en los últimos 20 años; como
si sus padres de cuarenta y tantos no hubieran podido parar de tener
hijos en estas décadas críticas. Pero no, son apenas
una porción de la clase media, más baja o más
alta, que se abalanza sobre la playa elegida por su ductilidad.
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LAS
VACACIONES COMO TARJETEROS
Los dueños del baile
Por Alejandra Dandan
Desde
Mar del Plata
La puerta está a punto
de abrirse. Adentro alguien exige, de pie, que no sean ventajeros.
El reto se interrumpe cuando advierte visitas en la casa. Por favor
esperen afuera, pide entonces cordialmente, a las extrañas.
Adentro, un rubio se sube los pantalones. Yo cuando veo una mina
dice, veo diez pesos. No veo si tiene buenas lolas o buen
culo. Para mí vale diez mangos. El rubio huele a perfume;
juega con la punta rota de una media. Es casi abogado y docente de derecho
penal en la UBA. En el verano Leandro Disalvo comparte un cuarto con ocho
y la casa con veintisiete más. Desde hace unos días la casa
se transformó en el bunker doméstico de los que expanden
aquí las fiestas de la noche. Son la imagen con la que las discos
salen a llenar sus salas. Pasan el verano logrando comida, casa y noches
de free pass a cambio de mostrarse por ocho horas hábiles para
invitar. El bunker es una trastienda, o como dicen ellos, el lugar desde
donde se accede al backstage de los tarjeteros, de esos cientos de chicos
que invaden cada noche los puntos más céntricos de la ciudad.
No hay una persona para limpiar la casa. Cada día, cinco no salen
a trabajar. Leo está en la entrada y define, en los sillones, el
partido de cartas que lo entretiene hace una hora. Con otros dos, hoy
tiene a cargo el turno noche: ellos harán de comer y después
cuidarán del hogar.
En un rato el bunker quedará vacío, será entre las
diez y las doce, cuando todos salgan para terminar de invitar. Reparten
tarjetas hasta las tres, después hay entrada y tragos libres para
ir a bailar.
En la cocina algunos preparan la cena. Están atrasados, son del
grupo que recorre a la tarde el circuito del centro. Hoy la combi se olvidó
de recogerlos.
¿Ustedes se cocinan?
Sí, cada uno. Esto es cebolla con queso.
El revuelto gira en la sartén cargada con una mezcla todavía
sin olores definibles. Al lado, otro trata como puede de acabar de pelar
dos papas. No, más de quince días no dice Germán
Santos, con la sartén en la mano-: esto más tiempo no da.
Tiene dos semanas de vacaciones. Pero antes de volverse a Buenos Aires
para atender un local de Garbarino, Germán debe apurarse: le queda
poco tiempo para comer, bañarse y volver a las esquinas del centro,
la zona de la peatonal, el circuito desde donde entrega las tarjetas de
la fiesta que Sobremonte prepara para esta noche.
Se comieron todo el pan
Ahí, en la calle, salen a escena. O tal vez toda la película
empiece antes, acá adentro, en esta casa funcionando como gran
hotel. La casa parece una de esas construcciones alquiladas para el montaje
de una película de pandillas. Los pibes suben y bajan escaleras
todo el tiempo, se hablan desde los pisos, en diálogos que pueden
responderse desde el patio, o desde la cocina donde de pronto aparece
El Ruso.
Está lavando platos. No hay nadie más. Un poco más
atrás, sobre la puerta de la heladera, un papel tiene escrito Turnos
de limpieza, y después dice con marcador: Leandro, Nacho,
Antonio y Albin, los cuatro que limpian hoy. Justo el día en el
que el coordinador del grupo los retó porque no le gusta que sean
ventajeros. Aunque nunca dice bien claro por qué los ha llamado
de ese modo.
Por ahí el enojo fue por la limpieza. Pero El Ruso, se nota, mucho
trabajo no da. No sabía que había visitas y lo mismo está
ahora en la pileta de lavar. Tiene un plato y algún cubierto en
el agua. La pileta es bajísima; el Ruso se agacha y se tuerce todo
para lavar. O a lo mejor, seestá torciendo para las fotos. Porque
aunque le dicen que haga todo natural, le sale mirar.
Todavía no se puso la remera. Para él parece que es temprano
porque hay otros que van todos apurados y Marcos los sigue atrás.
Marcos no deja de hablar. Dice que son todos un equipo y que, entre tantos,
problemas siempre hay. Y pone como ejemplo cuando alguno se come todo
el pan.
En cada temporada veinte, de los sesenta y cinco tarjeteros del complejo
Sobremonte, son estables. Treinta son de Buenos Aires, hay diez de La
Plata y el resto se busca en Mar del Plata. Hugo Pessano, el relaciones
públicas de la disco, se entrevista con cada uno antes de contratarlo
como habitante de la casa. No hay mujeres tarjeteras. El hombre
es hombre dice y se la banca más. Los chicos
son el modo hallado para hacer el face to face, sigue Pessano, que la
disco ya no hace. Vienen por casa y comida. Antes de quedarse con
los papás todo el día, acá sólo tienen que
hablar con las chicas para invitarlas a bailar.
Con cada tarjeta, los invitados logran un descuento de dos pesos y el
que la entrega se lleva un 0,4 por ciento de comisión. Así
también consigue extender la estadía en esta casa vieja
donde todas las mañanas, temprano llega un camión de Coto
con leche y comida a medio armar.
El after
En este momento, el rubio Leandro quiere decir algo. Deja el perfume y
explica lo del after. No es una fiesta temprana, sino la hora donde vuelven
de la disco y es de mañana: ahí se cuentan de mujeres, pero
también de historias como éstas de las que hablan ahora
en el cuarto, mientras se empiezan a cambiar.
Perdón corrige Marcos a uno, no sólo con
ser lindo ganás.
Unos son seductores por naturaleza; otros no se ganan ni a la vieja,
pero las entradas las meten igual.
No se gana sólo con facha, eso influye un poquito otra
vez Marcos, moreno y simpaticón, sobre todo porque nunca deja hablar.
Leandro tiene el secador de pelo a mano. Desde las cuchetas le hacen burla
por los llamados a su mamá. Es uno de los más entrenados
en las discos y armó lo que llaman acá el grupo de elite.
Ese clan de chicos lindos que levantó la temporada pasada los números
del Divino Beach. Ahora en Sobremonte deben repetir la experiencia. Les
cuesta decir cuánto ganan. Nadie sabe lo que se lleva el otro cuando
termina el día. Pueden ser trescientos pesos, puede ser nada,
dice Leandro y después: Por mes te podés llevar mil,
cinco mil y también mucho más. Se está por
recibir de abogado y durante el año da clases en la facultad. Como
el resto, tiene trabajos alternativos en venta, como Antonio, entrenado
con páginas web.
Al cuarto le dicen bulo. Ahí pueden llevar compañía.
En la pieza también duerme El Ruso y Sebastián, que hasta
hace unos meses era croupier del casino del Tigre y ahora aprende a hablar
en calle, de frente y a mujeres. Cuando no lo oyen silba, como ahora:
hace un chiflido tan fuerte que al menos demuestra que inadvertido no
pasará.
A veces esto de las tarjetas te juega al revés dice
Fernando, otro de los coordinadores, porque las minas se creen que
sos bolichero, que sos puro verso. Y se van.
Por atrás, uno flaquito salta desde una cama.
Te cortan la cara, te dicen que sos rechamuyero. Pero yo me la banco.
Final
Casi al final de la recorrida, Marcos le grita a Fernando que le prepare
el baño. Los dos jefes se duchan juntos. No hay erotismo, dicen,
ni cábala alguna. En la casa los calefones eléctricos son
difíciles de calentar.
En la cocina un grupo sigue de cena.
Leo, el de las cartas, no ganó la partida de chin chon. Por ahí
está Antonio Grosso, el de las páginas web: Me pasa
que veo a la gente sentada a la noche, en un bar con amigos, y me dan
ganas de estar ahí, con amigos, con amigos de verdad.
Nadie lo oye, hay demasiado ruido en su cuarto.
El Ruso corre escalera abajo, quiere decir que su nombre es Leandro Bernasconi.
Y después se va.
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