Por Ana von Rebeur
¿Cuál es
la función de la cultura? ¿Sostener los principios sociales
o desafiarlos? ¿Reafirmar el statu quo, o sacudirlo? ¿Embestir
contra las instituciones que forman las civilizaciones el gobierno,
la Iglesia o exponerlas? ¿La opresión política
realmente alimenta el arte provocativo, en vez de censurarlo? ¿Qué
pasa cuando silenciamos a los artistas de ideas extremistas? ¿Qué
pasa cuando los dejamos expresarse? Esas son las preguntas que se
hizo el dramaturgo y guionista americano Doug Wright, autor de Letras
prohibidas, luego de leer todos los libros del Marqués de Sade.
En base a eso, el autor creó una obra de teatro que se estrenó
en 1995, que ganó un premio Obie (equivalente a los premios Tony)
y un premio Kesselring por la mejor obra americana del National
Arts Club. La obra de este graduado de Yale hizo una gira estadounidense
muy exitosa, hasta que la descubrió el director Philip Kaufman
y decidió llevarla al cine.
Kaufman siempre buscó llevar al cine obras de corte literario,
como La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, Lo que hay que
tener de Tom Wolfe y Henry y June, la historia de Henry Miller y Anaïs
Nin.
Wright sigue viendo en la obra de Sade una literatura inquietante,
extrema y revulsiva como no existe ni aun en estos tiempos donde pareciera
que todo es la búsqueda de impactar con sexo y violencia. Sade
les sigue ganando a todos con una mezcla de asombro, ironía, comicidad
y terror.
Inspiró su obra teatral un detalle peculiar en la obtusa y complicada
vida de Sade: al leer sus obras, Napoleón las prohibió,
una interdicción que rigió durante más de dos siglos.
Bonaparte mandó internar a Sade en un manicomio y envió
a un médico para que intentara detener la febril perversión
y corregir el estilo de Sade, llevándolo hacia temas menos inconvenientes.
¿Es posible negarle a una imaginación volátil y prolífica
su único medio de expresión? Ese es el eje de un relato
que gira en torno de un incidente de la última etapa de su vida,
con personajes reales pero de actitudes modificadas en Letras..., un film
que viene cosechando tantas alabanzas como desprecio, como la misma obra
del polémico marqués.
Sade escribió nueve novelas, una obra teatral, varios ensayos y
más de cuarenta historias cortas y relatos cómicos, todas
con un estilo que nadie pudo copiar, aunque sirvió de inspiración
a creadores como Peter Weiss, Yukio Mishima, Octavio Paz y Pier Paolo
Pasolini. Su prosa enloquecida salta de la comicidad más inocente
a las fantasías onanistas más perversas, escenas de depravación
y crueldad extremas para volver a reírse de todo lo humano. Mujeres
forzadas a contraer sífilis, un hombre que ritualmente desangra
a su esposa hasta matarla, una heroína que realiza misas negras
junto al Papa (destripando a una mujer embarazada en el altar mayor del
Vaticano), escenas de coprofilia, necrofilia, mutilación y pederastia,
mezcladas con diatribas nihilistas en un universo sin reglas ni dios,
donde la fuerza bruta triunfa sobre la moralidad, la violencia es el atajo
al placer y la fantasía más loca se convierte en una cruda
realidad. Ser él mismo no le resultó fácil a Sade:
le costó pasar 30 años de su vida preso, acusado de violación
y pornografía. Fue locamente amado, pero murió solo en un
manicomio.
Un salto: cárcel de Caseros, un sábado de verano del 2000.
Las esposas de los presos miran desde la ventana hacia arriba, a sus maridos
colgados de ventanas deformes de tanto sacarles ladrillos.
¡Traeme un video de acción en castellano, que del francés
que trajiste la otra semana no entendí nada! grita un hombre
con muy pocos dientes para su edad y su voz rebota en toda la cuadra,
mezclándose con gritos de otros internos.
Qué sé yo si voy a poder tráertelo... responde
una morocha de ajustado pantalón amarillo hacia el tercer piso.
¿Qué dijiste? grita el hombre.
¡Que no sé si voy a venir! ¡El sábado
que viene voy de mi vieja y no tengo más plata para el colectivo!
Ellos sólo les piden cosas. Ellas son la única conexión
con el mundo externo. Y les responden con el resentimiento de ser esclavas
de esposos inútiles, parásitos durante meses y años.
Hace 300 años, Renée Pelagie de Montreuil tuvo a su marido,
el Marqués de Sade, preso durante 30 años en total, sumando
repetidas detenciones. Pero ella dedicó toda su vida a atenderlo
y planearle las huidas. Renée era la hija mayor de un abogado acaudalado.
Era una chica de 21 años, poco agraciada y sin cultura pero con
dinero, cuando conoció a su marido, de 22 años, el mismo
día del casamiento arreglado por conveniencia. Donatien Alphonse
François, Marqués de Sade, era muy apuesto, sagaz, de gran
cultura, miembro de la nobleza, dueño de unas tierras en la Provenza,
y en bancarrota gracias a la vida licenciosa de su padre, gastador e inmoral.
En esa boda del 17 de mayo de 1763 se gustaron y se empezaron a amar,
lo que era muy extraño e impropio de los matrimonios de ese entonces.
La madre de Renée adoraba a su yerno seductor, de intelecto veloz
y charla amena. Lo defendió a capa y espada cada vez que la policía
lo perseguía acusándolo de azotar prostitutas y realizar
orgías inmorales y fue su cómplice cada vez que él
quiso ocultar sus escapadas a su esposa. Pero Renée supo pronto
que nada podría parar los apetitos de su marido. Quiso acompañarlo
a cada instante, participando en las orgías y fiestas bacanales
en las que en cinco años él se gastó la dote de su
esposa, equivalente a unos 650.000 dólares.
¿Qué unía con tanta fuerza a esa pareja tan despareja?
Tenían dos motivos para quererse: ambos detestaban la hipocresía
de la sociedad francesa prerrevolución. En esta sociedad,
los más exitosos son los más falsos, escribió
ella en una carta. Al contrario de los parisinos, que se trataban de vous,
ellos se trataban de tú, como la gente rústica del campo.
Detestaban las normas y las convenciones y buscaban siempre ir más
allá, desafiando los límites de una sociedad falsamente
pacata. Los dos eran como huérfanos aferrados unos al otro: la
madre de él se había recluido en un convento cuando Donatien
tenía sólo 4 años y su padre lo dejaba en manos de
criadas, viajando siempre en misiones diplomáticas. La madre de
ella siempre la había despreciado por su fealdad, dedicándose
por completo a su hija menor, la bellísima Anne Prospere.
En una noche fatídica de 1768, Sade llevó a una mendiga
que encontró en la calle al bulín que tenía en el
centro de París. Ella salió de allí apenas con fuerzas
para denunciarlo a la policía, por pegarle con látigo hasta
hacerla sangrar y luego tirarle cera fundida en sus heridas. Sade fue
condenado a seis meses de prisión en la cárcel de Pierre.
Encize, cerca de Lyon. Renée decidió instalarse cerca
de la prisión y tuvo que vender sus diamantes para pagar el viaje,
el alojamiento y los sobornos al comandante de la prisión para
que la dejara ver a su marido más veces que las dos anuales que
permitía el rey. En esas visitas concibió a su segundo hijo:
cuando Donatien fue liberado, ambos se instalaron en el castillo de La
Coste, cerca de Avignon, un viejo edificio del siglo XI que inspiró
al marqués historias de monjes sangrientos y nobles crueles. La
armonía duraría poco. La bella hermana de Renée diez
años menor que ella y novicia de un convento fue a visitarlos
unos días. Donatien se enamoró perdidamente: la cuñada
le proveía una explosiva combinación de incesto, pecado,
virginidad y adulterio, demasiado tentadora para dejarla pasar.
Con ella vivió un intenso romance que barrió con todos los
tabúes. Pero eso no era bastante para su alma inquieta y en 1772
salió una noche de juerga por Marsella con su lacayo, a quien obligó
a entrar a un burdel, dejarse azotar por las prostitutas, dejarse sodomizar
y sodomizar a su amo. El sirviente lo denunció por violación,
tormentos e intento de envenenamiento con afrodisíacos. Con la
entera aprobación de su esposa, Donatien huyó a Italia con
su cuñada Anne Prospere. Al enterarse de que su yerno huía
con su hija dilecta, la suegra del marqués pasó de ser su
aliada a convertirse en acérrima enemiga: denunció su fuga
y logró que la policía lo esperara alerta a su regreso y
lo encerrara en la cárcel de máxima seguridad de Myans,
en Saboya.
Renée Pelagie organizó nuevamente la fuga de su amado desde
el pueblo vecino a la prisión donde vivía escondida, disfrazada
de hombre. Así logró que el marqués pudiera escapar
de su celda y huir nuevamente a Italia con su cuñada, para ser
nuevamente detenido al regreso. Desconsolada y agotada, Renée envió
a sus hijos a París para que los criara la abuela.
Cuando Donatien fue liberado, Renée lo ayudó a reclutar
quinceañeras como siervas sexuales, para amenizar las orgías
en el castillo de La Coste. La esposa del marqués se encargaba
de consolarlas y premiarlas para que se quedaran en el castillo y no denunciaran
al patrón. De hecho, fue muy querida por todas las damiselas. Pero
la madre de Renée, harta de su yerno, había jurado encarcelarlo
a él y a Renée si no lo abandonaba. De hecho, la empecinada
suegra de Donatien consiguió que el mismo rey Luis XVI enviara
a su pedido una orden de arresto en categoría de decreto que sumió
a su inquieto yerno en la oscuridad de la prisión de Vincennes
durante 13 años, hasta el día de la Revolución Francesa.
Desde la prisión él llenó a su esposa de tiernas
cartas de amor, fantasías eróticas y cartas indignadas,
mezcladas con maldiciones e insultos, donde acusaba a su esposa de olvidarlo
y serle infiel. Una de las pocas veces que se vieron, enfermo de celos,
la acusó de vestirse como una puta. Como muchas mujeres que aman
demasiado, Renée había demorado demasiado en darse cuenta
de que todo su amor incondicional no alcanzaría jamás para
redimir a su marido y alejarlo de sus obsesiones.
Un poco por estos motivos y otro poco porque ya no tenía nada de
dinero, Renée se fue a vivir a un convento como no religiosa. El
fue transferido a la Bastilla, donde pudo escribir obras que su esposa
criticaba con perspicacia, anunciando que le producían espanto.
En 1790, cuando por presión de Robespierre fueron liberados
todos los presos, lo primero que hizo este hombre obeso, de 50 años
y rala cabellera gris, fue buscar a su esposa en el convento de Sainte
Aure. Pero ella, horrorizada por el tenor de los últimos libros
y tratando de no caer otra vez en la trampa de sus brazos, se rehusó
a verlo. Lo extirpó de su vida como quien se quita una pierna gangrenada.
No tuvo la fuerza de decirle las cosas de frente y puso abogados en el
medio. Se decidió un divorcio y se estipuló que él
le devolvería la dote en cuotas. Indignado, él se rehusó
a pagar un peso, pero tuvo un último gesto gentil al pedirle a
su abogado que le mandara a Renée varios barriles del excelente
aceite de oliva de La Coste, el sabor de tiempos más felices.
Encontrándose sin refugio sentimental -.su bella cuñada
Anne Prospere había muerto de viruela a los 29 años,
Sade halló consuelo en una actriz 20 años menor y dedicó
sus años maduros a publicar sus obras. Fue otro mal paso: en 1801
Napoleón, horrorizado por el éxito en ventas de tan escandalosas
novelas, ordenó que el marqués fuera encerrado en el Asilo
de Locos de Chareton con el cargo de demencia libertina. Chareton
había sido un convento y tenía fama de ser una institución
modelo. Había sido creada por François Simonet de Coulmier,
un ex sacerdote que se ufanaba de curar a los enfermos mentales con sistemas
psicológicos tan modernos como inmersiones sedantes en agua helada,
sangrías, purgas y chalecos de fuerza.
La familia del marqués tuvo que pagar 3000 libras al año
para que Donatien tuviera el privilegio de tener su celda decorada con
objetos preciados y una biblioteca propia de 250 libros. Pero él
no dejaba de escribir. Su esposa Renée murió en 1810, recluida
del mundo en el convento, sin volver a ver jamás a Donatien. El
marqués murió en 1814, a los 64 años, dentro de Chareton,
donde solía pagar los servicios sexuales de una lavandera y prostituta
de la prisión (encarnada en el film por una virginal Kate Winslet).
Allí mostraba sus obras al perturbado monje Abbe de Coulmier (Joaquin
Phoenix, ex Gladiador) y se empeñaba en demostrarle al enviado
de Napoleón, el Dr. Royer-Collard (un perverso Michael Caine) que
nadie podría enderezar su retorcida pluma, porque él mismo
afirmaba que la humanidad no está capacitada para decidir
qué está bien y qué está mal.
La escritura fue su único refugio hasta último momento.
Esto es lo que revela el film mostrando un Marqués de Sade encarnado
por el actor Geoffrey Rush brillante, perverso, transparente en
su descarnada honestidad, pidiendo plumas de ganso para poder seguir su
obra. La actriz australiana Jane Menelaus (esposa de Rush en la vida real)
personifica a una Renée Pelagie que sólo quiere que su marido
se regenere para poder reinsertarse en la sociedad parisina.
Sade sufrió la censura más larga de la historia: sus libros
fueron sacados de circulación y prohibidos en Francia hasta el
año 1960, en que se reeditaron con ediciones sumamente recortadas.
Hasta el día de hoy, la literatura más revulsiva de la historia
no tiene cabida en librerías ni bibliotecas y las reediciones son
raras. Todo lo que se hable en torno de un hombre que les escapó
a todas las convenciones sociales sigue siendo tan polémico como
en la época de Luis XVI. Algunos lo trataron de ser brillante y
revolucionario. Simone de Beauvoir dijo que era un hombre impotente que
llegó a cualquier extremo con tal de obtener una dificultosa erección.
El mismo en sus escritos contaba que sus orgasmos eran dolorosos y casi
epilépticos.
La obra teatral que dio origen al film fue satírica y ácidamente
divertida. La versión de Kaufman es más oscura y opresiva,
como suele suceder con las obras teatrales llevadas al celuloide. Pero
tal vez logre lo que se propuso el autor: demostrar que lo que queda es
arte, esa jaula tan segura y adecuada para encerrar a la bestia
que llevamos dentro.
Más allá de los logros del film, prueba otra vez lo que
Sade quiso probar: al arte no se lo puede callar.
|