Por Fernando DAddario
Fue una ceremonia heavy metal
como hacía tiempo no se veía en Buenos Aires: cuando el
bajista Steve Harris y el cantante Bruce Dickinson se asomaron al escenario
de Vélez, y Iron Maiden se embarcó en The wickerman,
primera canción de su reciente disco Brave new world, algo más
de treinta mil personas dieron un espectáculo aparte, saltando
y revoleando la cabeza al mejor estilo headbanger. La banda inglesa comenzó
a renovar así su inquebrantable romance con el público argentino,
que atestó el estadio de Ferro en 1992 y hasta le dio la derecha
a la decadente versión de 1996 en Obras, con el cantante Blaze
Bailey. Esta vez, con Dickinson nuevamente al mando de las voces, estaba
claro que la presentación del grupo en Liniers era una cita de
honor. Y todos los veteranos del género, o casi, quisieron estar:
entre el público alguien soltó el chiste de que si no se
llegaba a las 40 mil almas de aquel Ferro era porque los diez mil faltantes
ya estaban muertos o en el geriátrico.
Las cuestiones de edad, de todos modos, fueron lo de menos. O lo de más:
a medida que Maiden iba dejando caer viejas glorias como Rat child
y 2 minutes to midnight, el clima se ponía más
y más eufórico. Y si bien en todo el estadio no se veía
ni una sola bandera lo que demostraba la diferencia con otras tribus
rockeras de este país, sí podía palparse un
fervor que llegó a superar lo que puede verse, por ejemplo, en
un show de los Redondos. Esa masa de gente cantó todos los temas
(aun los más nuevos, como Ghost of the navigator o
Brave new world) de principio a fin, y se dejó llevar
por una ceremonia que, nostálgica o no, resultaba más que
respetable. El único cortocircuito se dio en The trooper
(El soldado, cuando Dickinson no tuvo mejor idea que ponerse
a agitar una bandera inglesa: la silbatina ganó todo el estadio,
surgieron los gritos de El que no salta es un inglés,
y hasta el emblemático Maradó, Maradó.
El cantante tuvo que pedir una bandera argentina para calmar las aguas.
La velada comenzó con los argentinos Mad y Cabezones cumpliendo
dignamente con su papel. El primer número extranjero, Queens of
the Stone Age, debió lidiar con una recepción en principio
fría: todo cambió cuando la gente percibió que la
banda rinde un homenaje sonoro a Black Sabbath, otro de los grupos capitales
del género. Así, las Reinas de la Edad de Piedra (nombre
por demás adecuado) se retiraron entre ovaciones. Gritos y aplausos
que subieron un par de grados con la aparición de otro héroe
de los headbangers de todo el mundo: Rob Halford. El ex líder de
Judas Priest, un grupo que se caracterizó por su versión
veloz y refinada del metal y por las apariciones en escena de Halford
a bordo de una Harley Davidson, salió ganando. Acompañado
por una banda potentísima y bien ensamblada (los guitarristas Mike
Chlasciak y Patrick Lachman, el baterista Bobby Jarzombek y el bajista
Ray Riendean), Halford revisitó el material de su anterior banda,
Fight (War of words) y ofreció varios temas de su reciente
Resurrection pero el delirio llegó de la mano de páginas
históricas de Judas Priest como Hell bent for leather
y, sobre todo, del himno de todos los metaleros, Breaking the law,
usual banda de sonido de personajes como Beavis & Butthead. Halford
se retiró con el triunfo resonando en sus oídos, dejándole
a Maiden el escenario ardiendo.
Y el escenario estalló. Con el monstruo Eddie dominando una escenografía
austera, Harris y Dickinson aprovecharon su ascendente sobre los fans
para desatar un infierno musical que alcanzó uno de los puntos
máximos con el hit de comienzos de los 80 The number
of the beast. La bestia, en este caso, tuvo treinta mil cabezas.
Y supo cómo honrar el altar de un género indestructible.
UN
PUBLICO MILITANTE, DE NEGRO, CUERO Y TACHAS
Parece que somos muchos ¿no?
Por Mariana Enriquez
Como a las bandas que
nos gustan nunca las pasan por la radio ni ves videos, parece que no existiéramos.
Pero parece que somos muchos ¿o no? dice Sergio, un poco
más de 30 años, rulos larguísimos y cerveza en mano,
a la vuelta del estadio de Vélez. Tiene razón: a las 20,
la cancha estaba bastante llena, muchísimos hacían tiempo
afuera y ya se habían vendido 30.000 entradas. La afirmación
de Sergio, fan de Iron Maiden y de Judas Priest de toda la vida
es real: el público del heavy más clásico pasa desapercibido
ante el aluvión de bandas de nü metal y todos los nuevos géneros
pesados, pero son legión. No usan bermudas, no tienen rastas, no
hacen un culto del tatuaje ni se tiñen el pelo. Se enfundan en
remeras de sus bandas favoritas y prefieren jeans negros. Algunos todavía
desempolvan algún cinturón de tachas, y las más esculturales
de las chicas prefieren los pantalones de cuero. Sus bandas favoritas
rara vez pueden verse por MTV (o nunca, sobre todo desde que el canal
abandonó la programación de música más pesada).
Iron Maiden ya era una banda antigua cuando visitó
Buenos Aires por primera vez hace ocho años. Pero sus fans no encuentran
reemplazante, no encuentran una banda más joven que merezca continuar
la tradición. Una rápida mirada a las remeras del público
demuestra que son seguidores sin nadie a quién seguir: visten los
logos de Judas Priest, de V8, de Hermética, hasta de Riff, todas
bandas que ya no existen. Por eso Maiden, que continúa, es casi
lo último que les queda para ver en cuanto a una banda internacional,
salvo que Ozzy Osborne se aventure hasta estas tierras. Algunos también
gustan de Megadeth y Pantera, los más jóvenes, pero ellos
mismos admiten que no es lo mismo.
Casi todos tienen más de 25 años. Pero es un error creer
que se trata de una especie en extinción, sin recambio. En el campo,
a un costado, cerca de la salida de emergencia, dos chicas de 16 años
con colgantes de Black Sabbath y remeras que muestran a Eddie, la mascota
de Maiden (en rigor, un cadáver en descomposición hecho
muñeco) esperaban a su banda favorita. Nos gustan porque
son buenos músicos, y porque no son una moda, decían.
Y hasta insistían en que Bruce Dickinson, lo suficientemente mayor
como para ser su abuelo, está re fuerte. Obviamente,
nunca habían visto a Iron Maiden en vivo antes.
Pero muchos de ellos son treintañeros. Algunos, en la avenida,
se burlaban de un grupo de chicos modernos que esperaban un
colectivo en la avenida. ¿Qué son, tecno? ¿Van
a ver a Oasis? se reían. Todos tomaban cervezas en la vereda,
o en el bar frente al estadio. Todos estaban exultantes, esperando a sus
héroes. Sergio, sorprendentemente, tenía la misma visión
que las adolescentes del campo. Esto nunca puede pasar de moda,
porque es música de verdad, es sentida, ¿me entendés?.
Es una militancia.
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