Elogio
de los intelectuales argentinos
Por Mempo Giardinelli
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La
paradoja es enorme: justo ahora que la Argentina ejerce su libertad de
palabra y funcionan las instituciones aunque formal y abolladamente
es cuando más gente se siente desprotegida y desesperanzada. La
globalización hace que muchos piensen que valores como solidaridad,
discreción, soberanía u honradez ya no tienen sentido. Y
crece el resentimiento. Escribí hace años que el mayor peligro
que corría la flamante democracia era no tener conciencia de que
las semillas horribles sembradas durante la dictadura iban a germinar
algún día. Los frutos amargos no se ven mientras se siembran
sino cuando florecen, lo que en términos sociales puede suceder
15 o 20 años más tarde. Desdichadamente acerté: el
triunfo ideológico de Videla y de Massera se ve con claridad sólo
ahora. Y fue un triunfo tan grande que seguimos pagando las consecuencias.
El gobierno de Alfonsín no fue capaz de remover esas semillas,
e incluso a algunas las regó irresponsablemente: sancionó
leyes de perdón y olvido y dispuso un absurdo e inútil Punto
Final. El gobierno de Menem fue la consagración de aquellos frutos,
su expresión perfecta: indultó a los jerarcas de la dictadura,
protegió y empleó asesinos, y sumió al país
en la corrupción, la impunidad y la frivolidad.El actual gobierno
considerado desde el punto de vista de su política militar
no parece otra cosa que la restauración triunfal de aquellas semillas
malditas. Ahí están las constantes y provocativas declaraciones
del jefe del ejército, quien en todos los actos oficiales intenta
desmentir lo que ya fue juzgado por la Historia: niega los crímenes
cometidos, perdona con ligereza los supuestos excesos, brinda
protección a represores buscados en el extranjero, retacea colaboración
con la Justicia y hasta alardea del posible, futuro retorno de la fuerza
armada como protagonista de la vida política argentina. Y todo
con el visto bueno del Ministro de Defensa y se supone el
implícito beneplácito del mismísimo presidente De
la Rúa.
Pero esto, siendo gravísimo, no es lo único que alarma:
basta tener ojos y corazón para ver que este país resulta
completamente insatisfactorio para la mayoría de sus habitantes.
De la Rúa parece vivir en otro país, quizá el de
sus sueños, igual que Menem vivió en el país irreal
que inventó para sus discursos, para los presidentes norteamericanos
y particularmente para los negocios nada transparentes de sus íntimos.
Con casi todas las expectativas frustradas, el estado de ánimo
nacional es fuego puro, tenaz resentimiento. En medio de la incertidumbre
lo único cierto es lo incierto del desenlace. Nadie sabe cómo
terminará esto y es obvio que somos chantajeados con la salida
de la Convertibilidad. Parece inevitable la finalización de esta
embrujada paridad, pero todos los dirigentes argentinos todos, de
todos los sectores de peso se niegan a admitirlo. No ven, por lo
tanto, que si a dicha salida no la conducen organizadamente gobierno y
oposición, inexorablemente será provocada por los
mercados a su manera socialmente injusta. En estos primeros días
del milenio es llamativa la euforia por el blindaje de casi
50 mil millones de dólares, que en realidad es sólo una
garantía para tranquilizar a los acreedores (que es seguro que
cobrarán) mientras que el 30 por ciento de los argentinos seguirán
declarada y oficialmente pobres y la deuda crecerá hasta niveles
alucinantes (casi 200 mil millones de dólares).
Como todos sabemos, la negación es parte de la tara de los dirigentes
locales. Una vez más la sociedad se acerca al abismo y una vez
más asistimos al suicidio de la dirigencia política-sindical-empresarial.
El constante ajuste económico anula ideas e intenciones y es histórica
la mezquindad de la aristocracia criolla, que pudiendo hacer tanto jamás
ha hecho nada. Y además nadie puede cubrir la ausencia del Estado,
esa otra herencia letal del menemismo.
Lo peor del cambio de siglo y de milenio, aquí, ha sido la destrucción
de la esperanza. La Argentina es hoy un país desencantado de sí
mismo yeso es muy difícil de remontar. Pero no es imposible: la
esperanza cabe aún porque no hay carencia de ideas y los intelectuales
(aquellos cuyo trabajo requiere especialmente el empleo de la inteligencia,
según María Moliner) tienen una enorme labor que realizar.
Alfonso Reyes, en sus Notas sobre la inteligencia americana
(revista Sur, setiembre de 1936) sostuvo que es menos especializada
que la europea, porque nuestra estructura social así lo requiere.
El escritor tiene aquí mayor vinculación con lo social,
desempeña generalmente varios oficios, raro es que logre ser un
escritor puro, es casi siempre un escritor más otra
cosa. En América decía Reyes al inicio de la
Guerra Civil en España no hay ni puede haber torres
de marfil porque estamos inmersos en el aire de la calle. Y eso
define nuestra peculiar manera de entender el trabajo intelectual
como un servicio público y como deber civilizador.
Es cierto que entre nosotros la desconfianza entre intelectualidad y dirigencia
es mutua y perfecta: las clases dirigentes no saben qué hacer con
los intelectuales y los intelectuales prefieren huir de todo contacto
con las clases dirigentes. Pero ello no impide que nuestros pensadores
produzcan y se expresen. Por ejemplo, ante el aluvión neoliberal
hubo análisis serios y propuestas alternativas. Pienso en textos
de Horacio González, Sarlo, Abraham, Giberti, Viñas, Feinmann,
Bielsa, Kovadloff, Morandini, Borón, Aguinis y muchos otros ensayistas,
narradores y poetas. La producción intelectual argentina, en democracia,
es importante y de excelencia. Que no sea popular es otra cosa.
Lo destacable es que la inteligencia argentina (parafraseando a Reyes)
no siempre es agorera ni apocalíptica sino que procura cimentar
la esperanza. Y es que las profecías apocalípticas sólo
sirven para rebajar nuestra capacidad de resistencia. El pesimismo siempre
es reaccionario, inconducente. Y además, casi todas las profecías
son interesadas y las más tremendistas delatan nuestro más
grave problema: la colonización. Ante el pensamiento único
y el discurso del ultraliberalismo que en la Argentina entró como
un huracán, fueron los intelectuales los primeros en advertirlo
y en desarrollar un pensamiento propio alternativo.
Toda degradación colectiva tiene responsables. Es producto de personas
y entidades concretas: de Videla a Menem, y de nuestros sucesivos ministros
de Economía al FMI. Saberlo estimula la memoria y la imaginación,
dos materiales indispensables para que este país recupere un sueño
de futuro. No es poco, si se recuerda que el futuro de una nación
es siempre algo por hacerse. No existe un lugar llamado Futuro, al que
hay que llegar. La cuestión con el futuro, siempre, es saber construirlo.
Hay que hacer para renacer. No al revés. Toda una misión
para la resistencia intelectual.
REP
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