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Los domadores de olas y su rincón en Pinamar

Los surfistas tienen su propio circuito en Pinamar: un parador a 200 metros del centro, una escuela, y bares donde reinan el reggae y el ska. La ciudad va por la tercera generación de aficionados.

Por Cristian Alarcón
Desde Pinamar

La ola que Fernando Echeverría avistó desde su asiento en el micro local esa mañana, hace cinco años, era la más impresionante que había visto desde su niñez en estas costas. Iba hacia su trabajo, en la otra punta, donde era el chico que alquilaba los cuatriciclos. Nunca pudo llegar. La dimensión de esa ola hizo que se apartara del camino. Se bajó del micro, corrió por su tabla y se metió al mar. La remontó ése y el día siguiente. Sigue oteando ahora el horizonte, transformado en un iniciador de esos chicos que esperan su turno con la paciencia de unos pequeños monjes marinos. La arena pega sobre la cara obligando a cerrar los ojos, pero ellos no se inmutan. Algunos hacen ejercicios de elongación buscándose la punta de los pies y arrastrando las rastas que llevan encima desde antes de la gran ola, por la que Fernando perdió el empleo. Este verano pinamarense, al margen del ritmo artificial de la temporada, tiene su circuito que incluye un parador, a 200 metros del centro, una escuela de surf y hasta bares en los que el reggae y el ska se mezclan con el hardcore y las mesas hechas de tablas de surfear.
Tres generaciones de surfers ha dado Pinamar desde que Fernando, de 30, se escapaba junto a su mejor amigo, Gastón Caminata, para asaltar las olas frías pero consistentes que llegan a la costa en otoño y en primavera. Cuando tenían 12, recibieron el primer barrenador de telgopor. Nadie imaginaba en el pueblo, que por aquel entonces comenzaba a atraer capitales y construcciones de nuevos ricos, que había en ellos un germen fértil que llegaría hasta este verano de cuatro por cuatro y promociones fashion. Pero allí están los hermanos Estanga para ratificarlo. Pedro tiene 22 años, Rodrigo 24. Son de la generación intermedia. Comenzaron cuando también cumplían los 12. Tuvieron que emigrar a Buenos Aires pero, como si se tratara de la droga necesaria para despejar un ataque de abstinencia, los dos vuelven ansiosos de mar.
Pedro es diseñador gráfico y este verano lo esperan aún para que termine una marca que suena importante. Sin embargo, el muchacho con cara de turco y tirabuzones con tanta historia como su tabla prefiere pasar las tardes enteras bajo esa construcción de troncos que parecen el mirador de los Ranqueles. Las noches transcurren en el bar Africa, donde la música es “del palo”, o en La Galeana, el bar que Fernando abrió en una casa con antejardín, árboles y dos pisos de madera llenos de rincones en los que las viejas tablas hacen de escenografía o mesas para sillones con forma de ola. Allí hay un grupo de quince o veinte que tiene cartel de preferido en el lugar. Suelen estar en un living de la planta baja o tras el horno y la barra del patio, en una especie de pérgola desde donde se escuchan sus risas y sus comentarios fetichistas sobre tablas, sobre olas, sobre el cielo y el clima de mañana.
No es que se trate la de los Estanga de una preferencia turística. “Es, mejor dicho, el derecho que tenemos a surfear en el lugar donde nos hemos ganado ese derecho.” Como si hablara de una idea ampliadísima de ciudadanía, Rodrigo se adentra en ese mundo siempre difícil de entender en el que los códigos entre surfers funcionan como los códigos de los viejos ladrones. Acá no se trata de las traiciones y los secretos y las reglas a la hora de dividir ganancias. Acá estamos hablando de la ola. Se consideran con autoridad como para surfear antes que otro por el hecho de que estuvieron “pagándola” fuera de temporada. Quizás sea eso lo que más cuesta enseñarles a los nuevos surfistas, a esos chicos que no terminan de dar el estirón y llegan en los modernos autos y camionetas de sus padres a tomar las lecciones que estos maestros les dan a cambio de un pecunio durante sus vacaciones familiares.
El surf genera hasta en el más apático una pasión obsesiva. Aunque era bien diferente en los comienzos: corrían abril y mayo cuando Gastón y Fernando gritaban a sus madres que salían a hacer la tarea, mintiendo. “El frío te hacía doler –dice Fernando–. Cuando filtrás una ola, cuando la cruzás por abajo de la espuma para superar la rompiente, te morís. Se te revienta la piel de la cabeza y te quedan los pies y las manos morados.” En la década del ‘80, y aún avanzados los ‘90, no llegaban a la ciudad ni tablas ni implementos para surfear. Los guantes para evitar el congelamiento eran los mismos que para lavar los platos. Los sellaban con cinta plástica en las muñecas.
Los tiempos pasaron. Hace cinco años, desde el incidente de la gran ola que lo dejó cesante, Fernando y media docena de surfers lo tienen casi todo invertido en el surf. De hecho, el año es radicalmente diferente para ellos. El verano es tiempo de trabajo, aunque las olas son pésimas. En otoño se aprovechan las mejores. Los que acumularon dinero suficiente planifican sus retiros. “Surfear es viajar”, dicen. Fernando estuvo ya en Chile, Perú, Costa Rica y Panamá, por ejemplo. Este año, Gastón a su tiempo, y él al suyo, se irán a Indonesia, el paraíso en el que todavía hay olas que nadie ha descubierto. Son travesías que soñaron durante años. Cada uno a su tiempo, los muchachitos que vienen de Buenos Aires a practicar esto viven el karma a su manera. En La Galeana suena el teléfono un viernes. “¿Está entrando?”, pregunta un chico desde el otro lado. “Sí, está entrando, vénganse.” Es la clave. Una buena ola está entrando cerca del muelle de Pinamar, la ciudad donde los surfers también existen.

 

 

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