La verdad
es que la gran depresión psíquica de 2000, aquel fenómeno
entrañablemente criollo que atrajo la atención de
investigadores de todo el planeta, no tuvo mucho que ver con el
letargo de la economía. Se debió casi exclusivamente
a que no fue un año electoral, lo cual, para los políticos,
los medios de comunicación y la categoría social actualmente
conocida como la gente, es lo mismo que una temporada
insólitamente prolongada sin fútbol, o sea, un período
en el que la vida carece de sentido. Pues bien: por fortuna, la
larga sequía finisecular ha terminado. Con los comicios a
sólo nueve meses de distancia, los dirigentes
ya se han puesto a barajar candidaturas, organizar equipos, movilizar
a la clientela, buscar dinero fresco, contratar a fabricantes de
imágenes y planear estrategias destinadas a engañar
a los votantes. Es de prever que resulte contagiosa la sensación
de felicidad que está difundiéndose por el gremio.
La ciudadanía, consciente de que los jefes han recuperado
el brío perdido, pronto sabrá que el país tiene
garantizado un porvenir espléndido y que, no obstante los
rumores, cuenta con una clase dirigente de calidad óptima.
Que los políticos amen las campañas con lascivia impúdica
es comprensible. A su entender, cuando hay elecciones a la vista
les es lícito decir cualquier cosa, por mentirosa que fuera,
con la seguridad de que nadie lo tomará mal si la olvidan
después. Pueden proclamarse resueltos a reducir los impuestos,
aumentar los salarios, repartir subsidios, renovar las instituciones
y echar al FMI o, si prefieren, hablar con pasión conmovedora
de la ética o de la justicia social, sin que nadie les pida
entrar en detalles. Mientras estén en campaña, los
políticos profesionales viven en el futuro, tiempo que es
decididamente menos complicado que el pasado, para no hablar del
presente.
Hay quienes creen que aquí las campañas son demasiado
largas, que el país se beneficiaría si fueran limitadas
a un par de meses cada cuatro años. Se equivocan. Sin elecciones
en el horizonte, los políticos son como peces fuera del agua
que miran desesperadamente para todos lados, se retuercen, emiten
ruidos extraños, no saben qué hacer y que, luego de
asfixiarse, apestan. Para revivirlos es necesario que vuelva el
clima electoral, razón por la cual un gobierno que se sintiera
realmente preocupado por el estado de ánimo de la gente se
las arreglaría para escalonar las elecciones a fin de que
no hubiera ningún mes sin por lo menos un partido decisivo,
medida que no tardaría en hacer del malhumor de los meses
últimos un recuerdo improbable.
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