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Un estreno que demoró casi tres décadas resultó un acontecimiento

La película �La mamá y la puta�, del francés Jean Eustache, llenó todas las funciones del fin de semana en la sala Leopoldo Lugones.

Por Paulo Pécora

La noticia puede ser considerada como el principal acontecimiento cinematográfico del mes, y quizás lo sea del verano: este fin de semana se estrenó en Buenos Aires La maman et la putain (La mamá y la puta), una mítica película francesa escrita y dirigida por Jean Eustache, que permanecía inédita en la Argentina desde su aparición en las salas parisinas en 1973. Las primeras exhibiciones locales del film de Eustache, en una copia nueva en formato 35 milímetros, se llevaron a cabo en la sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín, en el marco del ciclo de cine europeo Vacaciones en el paraíso, a sala llena en todas las funciones del sábado y domingo.
Después de su suicidio en 1981, Eustache se convirtió en una figura de culto para la cinefilia francesa, no sólo por esta obra –que fue premiada en Cannes y en el que sus referencias al suicidio, al miedo a la muerte y a la infelicidad preanuncian su trágico final–, sino también por otros como Le Père Noël a des yeux bleus (1966) y Mes petites amoureuses (1974), una especie de autobiografía fílmica.
La maman et la putain, que por sus destellos de obra maestra se transformó en la película-guía del cine francés posterior a la Nouvelle Vague de Godard, Rivette, Rohmer y Truffaut, se plantea, según el propio Eustache, como “la descripción del curso normal” de ciertos sucesos, “sin el atajo esquemático de la dramatización cinematográfica”. Esto quiere decir que la película no se basa en la narración convencional de acontecimientos extraordinarios, sino que comunica, a través de su registro naturalista en blanco y negro y de una extensa descripción (tres horas y 29 minutos de duración) de hechos y conversaciones de tono anodino y cotidiano, la vida misma, en toda su complejidad, tan bella y espantosa a la vez.
Con Bernardette Lafont, Frangoise Lebrun y el emblemático Jean-Pierre Léaud, actor de Los 400 golpes y otros inolvidables films de François Truffaut, la película sigue en su incesante recorrido por los bares de París a un grupo de seres cautivantes, que arrastran sus angustias existenciales, sus inseguridades y sus cuestionamientos honestos y descarnados acerca de las infinitas posibilidades del sentimiento. Irresponsable, vago, charlatán, un auténtico filósofo de mesa de café, el personaje de Léaud (Alexandre) es atractivo y disparatado, increíblemente seductor y divertido: pasa su tiempo hablando, durmiendo, haciendo el amor, leyendo el diario o a Flaubert y bebiendo. En su absoluta irresponsabilidad y falta de ataduras se revela el interés del autor por exaltar la libertad plena y originaria del ser humano, una libertad que le otorga el mundo y le permite obrar a sus anchas, pero que a la vez lo pone en una encrucijada frente a la inevitable sensación de responsabilidad que surge ante las consecuencias de sus actos.
Si en su primera hora y media se erige como una de las comedias más inteligentes, sagaces y divertidas del cine francés de los 70, La maman et la putain se transforma hacia el final en un drama agudo y áspero acerca de la condición humana y sobre la dificultad para alcanzar el amor, sobre su imposibilidad y sobre los desequilibrios sentimentales que acarrea. Es, esencialmente y más allá del desencanto político posterior al Mayo del ‘68, una obra que habla del amor y de la libertad: de su imperiosa necesidad, de su búsqueda permanente –la búsqueda de algo que parece inalcanzable– y del temor a la responsabilidad que surge a partir de su hallazgo.
La película, además, incluye dos escenas memorables. La primera se desarrolla cuando Alexandre y Verónika (Lebrun) escuchan música en silencio en el pequeño departamento parisino de su amiga Marie (Lafont), después de hacer el amor por primera vez, y él comienza a cantar, a reír y a silbar alegremente. La otra, cuando Verónika, sumida en una crisis existencial de llanto repentino, realiza mirando a cámara –en un primer plano intenso que se mantiene sin cortes durante varios minutos– una de las más sinceras declaraciones de amor, en la que, por extensión, se vislumbran los miedos y las angustias más profundas del ser humano. La primera escena es luminosa, brillante, llena de sencillez, alegría y optimismo. La segunda envuelve al espectador en una pena profunda y lo obliga a mirarse en el espejo de la infelicidad. Y así oficia como perfecto resumen de lo que es esta película: feliz y sombría a la vez.

 

 

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