Como esperanza era pobre, pero eso no disminuyó ayer la conmoción
que causó el asesinato de Laurent-Desiré Kabila, líder
de la República Democrática del Congo (RDC). Figura simbólica
en el derrocamiento en 1997 del sangriento régimen de Mobuto Sese
Seko, Kabila era visto por la comunidad internacional como la única
persona capaz de pacificar al Congo, terminando una guerra regional que
involucra a seis países. Pero esta débil hipótesis
se desvaneció ayer mientras aumentaban las versiones de que Kabila
había sido baleado por sus propios guardaespaldas en su palacio
presidencial en la capital, Kinshasa. Su ministro del Interior intentó
asegurar que sigue con vida, pero las cancillerías
de Bélgica y Francia citaron a fuentes fidedignas para
afirmar que había muerto en un hospital. La principal teoría
apunta a un golpe de Estado ordenado por generales a los que se proponía
destituir. Sólo se sabe que el alto mando ordenó sellar
las fronteras y cerrar el aeropuerto de Kinshasa. El palacio presidencial
fue rodeado por tropas fuertemente armadas.
La teoría de golpe militar no despeja el mayor peligro al que se
enfrenta ahora el Congo: la disolución. Kabila no había
designado a ningún sucesor, y su base política se reducía
a su familia y allegados. Sylvestre Lwecha, jefe de Estado Mayor y posible
sospechoso por el asesinato, no es muy prometedor como figura nacional,
dado que fue nombrado en 1999 gracias a que era el caudillo de las milicias
Mai-Mai en el norte del país. En todo caso, las fuerzas armadas
congoleñas no son actores muy significativos dentro de su propio
país. Es que su principal función teórica, la reconquista
de la mitad oriental del país tomada por grupos rebeldes, está
en los hechos asumida por los 12.500 soldados enviados por Angola y Zimbabwe,
apoyadas financieramente por Namibia y Chad. Así, el verdadero
poder en el Congo está en manos de estos países, que probablemente
decidan la sucesión nombrando a algún político de
su confianza. Tanto es así que los grupos rebeldes congoleños
denunciaron una conspiración de esos países para derrocar
a Kabila.
Sin embargo, parecería que la muerte de quien hasta ese momento
era su protegido les cayó por sorpresa. La familia de Kabila habló
incluso en un momento de llevarlo a un hospital en la capital de Angola,
Luanda. Los primeros indicios de que había sido herido surgieron
cuando varios diplomáticos occidentales dijeron haber oído
un tiroteo en el palacio presidencial. Inmediatamente después,
varias fuentes del gobierno confirmaron que el presidente había
sido baleado por sus guardaespaldas. Al principio se creyó que
había sobrevivido. El ministro del Interior, Gaetan Kakudji, informó
formalmente que el propio Kabila había ordenado poner en
alerta general a todas las unidades militares en la capital. Una
agencia de prensa calificó de infundadas las versiones
contrarias que indicaban su muerte, y poco después el embajador
de Bélgica (del cual el Congo era una colonia) aseguraba que el
presidente está vivo: algo le ha pasado, pero no ha habido un cambio
en el poder.
Los informes se hicieron gradualmente más lúgubres. Una
fuente del gobierno admitió que el presidente fue impactado
por dos balas, una en la espalda y la otra en una pierna. Se encuentra
gravemente herido después de ser llevado al hospital en un helicóptero.
Una fuente de la inteligencia de Uganda afirmó que estaba un
101 por ciento seguro de que Kabila ha muerto. En su aparición
televisiva, el jefe de la casa militar presidencial, Eddy Kapend, no mencionó
a su jefe cuando ordenó el cierre de fronteras y del aeropuerto
de Kinshasa. De hecho, la agrupación rebelde Unión Congoleña
por la Democracia (RCD) habló de un putsch montado por un
grupo de oficiales allegados a Kabila, bajo la dirección del jefe
del Estado Mayor, el general Sylvestre Lwecha, y Eddy Kapend. Las
eventuales versiones desde los países occidentales confirmaron
la muerte, pero no su autor. Está muerto, abatido por su
guardaespaldas, informó secamente el canciller belga Louis
Michel. Pero su portavoz Koen Vervake agregó que las circunstancias
son demasiado confusas para saber más. El gobierno y el ejército
del Congo se mantienen en silencio.
JOSCHKA
FISCHER INTERROGADO POR SU PASADO IZQUIERDISTA
El canciller verde que vino del rojo
Por John Hooper
y Kate Connolly*
Desde Berlín y Frankfurt
El mes pasado, Joschka Fischer,
el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, jugó un rol clave
en la cumbre de la UE en Niza. Ayer, apareció en un escenario menos
prestigioso: un tribunal criminal en Frankfurt, donde declaró en
el caso de un ex amigo juzgado por uno de los ataques terroristas de posguerra
más notorios de Europa. Durante un severo interrogatorio, dio un
detallado relato de sus propios días de marxista revolucionario
luchando en las calles, y de cómo se había separado del
terrorismo. En Berlín, los líderes conservadores de la oposición
siguieron presionando en busca de su renuncia, diciendo que su pasado
lo marcaba como inadecuado para representar a Alemania. Pero anoche, la
sensación era que, salvo que apareciera una evidencia más
concluyente, había sobrevivido la peor de las crisis.
Fischer fue llamado a Frankfurt para echar luz sobre los antecedentes
de Hans-Joachim Klein, que una vez perteneció al mismo grupo de
izquierda que Fischer en Frankfurt, pero más tarde se volcó
hacia las extremistas Células Revolucionarias. En diciembre de
1975 estaba entre seis grupos guerrilleros conducidos por el venezolano
conocido como Carlos el Chacal, involucrado en un ataque a una reunión
de ministros de la OPEP en Viena, donde murieron tres personas. Cuando
la policía entró al centro de conferencias, Klein fue herido
en el estómago. Viena puso un avión a disposición
de los terroristas y volaron a Argelia con 35 rehenes, incluyendo 11 ministros
petroleros a bordo. Posteriormente Klein entró en la clandestinidad
y cambió su identidad. Fue capturado en Francia en 1998 y extraditado
a Alemania. Admite un rol en el ataque a la OPEP, pero niega cualquier
asesinato.
Durante la audiencia de ayer, Fischer fue tan acosado por la fiscalía
que el juez salió a recordar a la corte que era Klein, y no Fischer,
el que era juzgado. Pero el estadista más conocido y más
popular del partido Verde permaneció impertérrito.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12
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