Por
Rodrigo Fresán
La
buena salud como forma de decir inmortalidad y quién
se la merece y quién no es otro de los territorios más frecuentados
de la cienciaficción y de la ciencia cada vez menos ficción.
Desde que Aldous Huxley abriera el juego con Un mundo feliz y Viejo muere
el cisne, los grandes avances medicinales disfrazados primero de
thrillers médicos casi siempre con doctores amorales o virus fugitivos
y viajeros y ahora como titulares en las primeras planas de los diarios
han capturado la imaginación de nosotros, los mortales, con cada
vez menos ganas de serlo. En cualquier caso la inmortalidad en los
cuentos y las novelas casi siempre llega con cláusula de
letra cada vez más pequeña en el contrato de nuestras vidas.
Pastillas, injertos, mutaciones, clones, hay para todos los gustos y colores
aunque a medida que nos tragamos la píldora sin agua y con
garganta seca resulta cada vez más claro que el reparto de
los bienes no va a ser parejo y que los próximos años el
mundo entero será el escenario de una guerra helada y medicinal
donde el botín serán patentes y fórmulas secretas
y la experimentación de sustancias no controladas en países
tercermundistas para ver qué pasa. Algo de eso denuncia ya John
Le Carré en su flamante novela The Constant Gardener donde dejando
atrás a espías enfermizos se mete de lleno con las
maniobras turbias de las multinacionales farmacéuticas. Carré
declaró que su primera intención era la de escribir algo
sobre las petroleras; pero alguien me sugirió la idea de
las empresas farmacéuticas, lo mucho que esperamos de ellas y el
componente ético que atribuimos a su trabajo sin analizar bien
las consecuencias de la feroz carrera por los beneficios. Entonces descubrí
la horrible realidad de sus trabajos en Africa.... Una cosa está
clara: si somos cada vez más y más longevos, alguien va
a tener que quedarse fuera de los botes salvavidas. Para los privilegiados,
mientras tanto, se abre una nueva y saludable era médica. Remedios
personalizados y a medida, vitaminas para activar más y mejor el
cerebro de los bebés, aplicaciones saludables de la nicotina para
combatir el Alzheimer, el Viagra femenino que garantiza el orgasmo y,
claro, antidepresivos para tirar al techo y trepar por las paredes.
El clásico relato del poco prolífico y tardío escritor
Richard McKenna (1913-1964) será, entonces, un cuento de hadas
para niños que nunca supieron de hospitales o que viven adentro
de ellos.
Casey
agonista
Coma (1978),
de Michael Crichton: si no dona...
El
asunto es por etapas. Primero una sala grande; te paseas y sales
y te llaman señor. Después, si haces méritos, te ascienden a
esta sala de aislamiento, y te llaman Carlitos.
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Por Richard
McKenna
Nadie puede
morir como quiere. Hay que atenerse al reglamento.
Por eso estoy aquí, en esta sala para tuberculosos, con otros nueve
reclutas. Instrucción básica para morir.
El asunto es por etapas. Primero una sala grande; te paseas y sales y
te llaman señor. Después, si haces méritos, te ascienden
a esta sala de aislamiento, y te llaman Carlitos. No puedes ir a ninguna
parte, conoces las máscaras, y tienes la impresión de estar
muerto.
Estar muerto es sentirse débil y vivir separado. Se oye el ruido
del tránsito y se ven muñequitos caminando por la calle,
pero cuando vienen a visitarnos llevan máscaras blancas y batas
y hablan al aire con voz rara. Tienen miedo de que les contagies la cosa.
Y claro que lo haríamos, si supiéramos cómo.
Nunca recibo visitas. Ya sabía cómo era estar muerto antes
de venir aquí. Quizá por eso me diplomé en seguida
de Carlitos.
Aquí es fácil hacerse el muerto. Uno toma las píldoras,
finge dormir en las horas de descanso y bebe la leche como un Carlitos
bueno. Sonríes cuando te mienten y te dicen que tienes un aspecto
de veras saludable. Todos saben a qué atenerse, pero hay que respetar
el reglamento.
Durante las visitas te enteras de lo que pasa realmente. Es un desfile:
el médico jefe y la enfermera, la enfermera del piso Mary Howard
y dos internos, todos con máscaras y batas. Mary empuja la mesita
de ruedas con nuestros gráficos de temperatura. El médico
es un hombre alto, de cabeza rapada, ojos de madera y un par de quevedos.
La jefa de enfermeras es gorda, con ojitos porcinos y voz profunda.
El doctor no puede verte, oírte, olerte ni tocarte. Mira lo que
dice el gráfico, y habla del asunto como si tú fueras real,
pero Mary se encarga de retirar la sábana y los internos manosean
y miran y escuchan y le dicen al médico lo que ven y oyen. El les
pregunta y tú tienes que contestar. Les dice qué bien te
sientes, y ellos se lo transmiten al médico. Seguramente para que
no se contamine.
Mary es menuda, morena y dulce, y la jefa de enfermeras la trata mal.
Uno de los internos es pequeño y moreno como Mary, con los ojos
negros y bondadosos, y muy amable. El otro es sonrosado y regordete.
La voz del médico es alta y aguda, como si estuviese muy por encima
de todo esto. La jefa de enfermeras se la toma con Mary, rezonga con los
internos y le habla al médico con una especie de meneo de cola
perruno en la voz.
Me alegra no saber qué tienen bajo las máscaras, excepto
quizá Mary, seguro que puedo imaginarles caras mejores que esas
que Dios les dio. La jefa de enfermeras hace las recorridas, y anota.
Cuando nos pesca en falta, por ejemplo fumando o fuera de la cama a la
hora del silencio, Mary la pasa muy mal.
Y nosotros también, como si fuéramos bebés. Casi
nos da a entender que si no la respetamos y cumplimos las reglas, quizá
es todavía posible que no nos deje morir.
¡Señor, cómo odio a esa bruja! Ojalá me la
encuentre en el infierno.
Eso fue lo que pensé el primer par de días cuando me aislaron.
Anduve buscando a viejos amigos, como es lógico, pero no encontré
a ninguno. Al tercer día uno me reconoció. Me pareció
que yo conocía esa voz de cascajo, pero incluso después
que me lo dijo me parecía imposible creer que fuese el viejo Slop
Chute Hewitt. Piel y huesos, y en los ojos azules esa mirada como de asombro
que le vi cuando un inglés corpulento lo derribó de un puñetazo
en lo de Nagasaki Joe. Y cuando lo recordé, comprendí perfectamente.
Dijo que se alegraba de verme allí y los dos nos reímos.
Se acercaron otros, con sus batas rayadas, y como yo conocía a
Slop Chute me aceptaron en seguida. Descubrí que llamaban Tío
Muerte al médico jefe. La enfermera gorda era Mamá Muerte.
El interno rubio era Rosita Waldo y el moreno Ricitos Waldo; y Mary era
Mary. Si conocías esas cosas, era como tener un pasaporte.
Me contaron que Mary le gustaba a Ricitos Waldo, pero él era un
italiano pobre. Rosita Waldo venía de buena familia y trataba de
desplazarlo. Todos apoyaban a Ricitos Waldo.
Cuando se fueron, Slop Chute y yo recordamos los viejos tiempos en China.
Lo recordé como era a bordo del John D. Edwards, sentado con una
taza de café, al lado de la escotilla de incendio de popa mientras
los hombres trabajaban abajo. Tenía pantalones blancos y zapatos
bien lustrados y parecía un señor de la tierra. El rostro
ancho y el vientre grande. El modo como embarcaba comida o bebida. El
modo de cargar cerveza y sanshu en el Jardín de la Felicidad de
Kongmun. El modo de abrazar a las pequeñas ne-sans que bailaban
en los hoteles de Skibby Hills. Y ahora... ¡Dios todopoderoso! Empecé
a entender.
Pero conservaba la ancha sonrisa de farol.
¿Recuerdas a la pequeña Connie que bailaba en el Palais?
La recordaba, medio portuguesa, endemoniadamente lista.
Mira, Charley, ahora que enfilo hacia el montón de chatarra,
la única maldita cosa que lamento es que no me acosté con
ella cuando pude.
Estaba muy bien dije.
Charley era leña verde y terciopelo. La vi unas cuantas veces
cuando yo estaba en el Monocacy. Quería acostarse y yo no. ¡Señor,
Señor, ojalá lo hubiese hecho!
Que yo sepa, no me arrepiento de nada.
Ya llegarás, marinero. A todos les duele algo. ¿Recuerdas
que Connie solía aplastarse la nariz contra el vidrio como una
japonesa?
Vamos, señor Noble, no moleste a Arturo en la hora de descanso.
Acuéstese por favor.
Era Mamá Muerte, que se había acercado en silencio.
Vamos, Carlitos, sea bueno y descanse, y en menos que canta un gallo
lo mandaremos de vuelta a casa me dijo mientras se alejaba.
Le dediqué un pensamiento poco afectuoso.
El linóleo
de la sala era grisverdoso, y había unas ventanas altas y estrechas,
un travesaño arriba y cinco camastros a cada lado. El mío
estaba en un extremo, próximo al solario. Slop Chute estaba frente
a mí, en mitad de la sala. Eramos seis marinos, tres soldados y
un infante de marina. El infante de marina estaba tendido a mi lado y
yo lo veía mucho.
Un tipo extraño. De apellido Carnahan, nariz puntiaguda, labio
superior corto, y una mirada de qué-me-importa-usted. Casi siempre
tenía puestos los auriculares de la radio y se lo pasaba muequeando
y riendo como si estuviese en su propio mundo, separado del resto.
Contra lo que yo creí al principio, no reía por el programa.
Se reía aunque un ama de casa cualquiera charlase sin parar sobre
el modo de freír los buñuelos. Y era peor durante la recorrida
de la mañana. A veces el Tío lo miraba atravesado, como
si la risa le golpeara los oídos.
Le pregunté a Carnahan qué pasaba, y me eludió; pero
al fin me lo dijo. Según parece, podía hipnotizarse a sí
mismo y veía un gorila enorme, y las payasadas del animal. Me explicó
que yo también conseguiría verlo. Quise probar, de modo
que empezamos.
Ahí está decía Carnahan. Afloja
los ojos, y mira a los costados. Al principio, no aparece claro insistía,
una y otra vez. Sólo tienes que esperarlo, ya vendrá.
No le pidas nada. Sólo tienes que sentir. El hará lo demás.
Después de un tiempo pude ver fugazmente al mono. Carnahan lo llamaba
Casey. Y un día Mamá Muerte estaba castigando a Mary, y
entonces lo vi claro. Se le acercó por detrás a Mamá
y... Me eché a reír a todo trapo.
Parecía un hombre patizambo, con un disfraz de mono de color pardorrojizo.
Sonreía y gesticulaba, con una bocaza de dientes amarillos, y parecía
el propio John Keeno en persona. Me reí como un loco.
Ponte los auriculares, y así tendrás una excusa para
reír me murmuró Carnahan. Ya sabes que sólo
tú y yo lo vemos.
Si te dispones
a morir, estás preparado para todo; pero este Casey era algo fuera
de programa.
Diablos, no, no es real decía Carnahan. Tampoco
nosotros somos reales. Por eso lo vemos.
Carnahan me dijo que estaba bien, que yo podía hablarle del asunto
a Slop Chute. Al fin todos se enteraron, pero de a poco, no fuese que
las máscaras comenzaran a sospechar.
Al principio Casey se fastidió porque todos lo mirábamos.
Era como si cada uno tironeara de una cuerda y él no supiese a
quién obedecer. Retrocedía, y se acercaba, e iba de un lado
a otro haciendo muecas, como si hubiera perdido el rumbo. Pero cuando
venía Mamá Muerte, y Casey empezaba a perseguirla, era como
si todas las cuerdas tirasen para el mismo lado.
Cuanto más lo mirábamos, más claro lo veíamos,
hasta que al fin ya no obedeció a nadie. Iba y venía a voluntad,
y nunca sabíamos qué haría después, salvo
que valía la pena verlo y reírse. Casey era cada vez más
real, pero nunca emitía ningún sonido.
Pero ahora la situación era muy distinta. Nos poníamos los
auriculares y nos reíamos como idiotas. Slop Chute mostraba con
mayor frecuencia aquella sonrisa torcida. Los retortijones del viejo Webster
desaparecieron casi del todo.
Un hombre insistió en que un padre viniese a visitarnos todas las
semanas. Casey se le sentó en la rodilla y se meneaba y babeaba,
metiéndose un dedo entre los dientes fuertes y amarillos. El hombre
dijo que la radio era un regalo de Dios para los pacientes, que afrontaban
tan dura prueba. Y no vino más.
Casey convirtió la recorrida en un verdadero espectáculo.
Besaba la máscara de Mamá Muerte, bailaba con ella y le
mordía el trasero. Se subía sobre el Tío Muerte,
y cabalgaba. Incluso tuvo cierta intervención en el romance de
Mary.
Los Waldos se instalaban siempre a cada lado del camastro para mirar,
escuchar y palpar en beneficio del Tío. Mary podía elegir
cualquiera de los dos lados. Acostumbrábamos llevar la cuenta del
lado que elegía, y cuánto se acercaba... Por eso pensamos
que Rosita Waldo iba ganando.
Bueno, Casey empezó a empujarla poco a poco hacia Ricitos Waldo,
acercándola a él.
De modo que la apuesta comenzó a cambiar a favor de Ricitos. Casey
había obtenido resultados.
Si no tenía a las máscaras para fastidiarlas, Casey bailaba
y daba volteretas apoyándose en las manos. Y así y todo
nos sentíamos bien.
El Tío Muerte olió algo, y ordenó apagar las radios
durante la recorrida y las horas de descanso. Pero no pudo expulsar a
Casey.
La cosa empezó
a ponerse fea para Roby, el animoso muchacho negro que se acostaba al
lado de Slop Chute. Las máscaras estaban inquietas y finalmente
Mary vino a decírselo en secreto. No podría pasar de grado.
Pensaban devolverlo a la sala grande y quizás reexpedirlo al mundo.
En esas cosas Mary es buena. Por supuesto, nunca le vemos la cara, pero
siempre me la imagino con una boca como la de Venus, en ese cuadro en
que está de pie sobre una concha.
Cuando llegó el momento de marcharse, Roby se acercó a cada
camastro y se despidió. Casey venía detrás, sacando
la lengua, Roby miraba a todos lados, buscando a Casey, pero por supuesto
no pudo verlo.
Se volvió, cuando ya salía de la sala, y de pronto Casey
reapareció en el centro y lo miró con el ceño fruncido.
Roby se quedó mirando a Casey con la cara más triste que
yo le viera jamás. Y entonces Casey sonrió y lo saludó
con la mano. Roby le devolvió la sonrisa, y unas lágrimas
le surcaron el rostro oscuro. Saludó con un ademán y se
alejó.
Casey decidió dormir en el camastro de Roby, hasta que llegase
otro recluta.
Un día dos enfermos con máscaras cargaron al viejo y gemebundo
Webster en una camilla de vete-al-infierno, y lo llevaron a la sala de
rayos. Así dijeron. Pero después un enfermero volvió
y evitando nuestras miradas retiró las cosas del armario de Webster;
y todos comprendimos. Las máscaras lo habían llevado a una
habitación tranquila, pues querían prepararlo para el examen
final.
Slop Chute me dijo que siempre procedían así, para no destruir
la moral de quienes todavía no podían diplomarse. El inconveniente
era que cuando se llevaban a alguien a la sala de rayos en una camilla
de vete-alinfierno, hasta que volviera a la sala no se podía saber
si vería otra vez a la pandilla.
A la mañana siguiente, cuando el Tío Muerte vino a vernos,
Casey se le acercó a los saltos por la sala y le dio un buen golpe
en la máscara.
Juro que el peludo bastardo trastabilló. Vi que se le cayeron los
lentes, y que Rosita Waldo los recogía y se los daba. Dijo algo
acerca de un momento de vértigo, y apresuró la recorrida.
Casey estuvo todo el tiempo detrás, y a cada paso que daba le pateaba
la popa.
Ese día Mary eligió el lado de Ricitos Waldo sin ninguna
ayuda de Casey.
Después,
Mamá Muerte se puso realmente insoportable. Derramó sobre
nosotros cuidados y afectos, y todo para que no supiéramos qué
nos esperaba. Recibimos baños y fricciones de espalda que no deseábamos.
La hora de descanso tenía que empezar puntualmente, y había
que guardar absoluto silencio. Siempre estaba castigando a Mary, pero
con murmullos, como si hubiera sabido que eso nos molestaba.
Casey la seguía, imitando aquel bamboleo de pato, y de tanto en
tanto clavándole el dedo en el trasero. Nos reíamos, y ella
pensó que nos burlábamos; y supongo que así era.
Por eso consiguió que Tío Muerte ordenase que la temperatura
fuera tomada por vía rectal, cosa que como ella bien sabía
nosotros odiábamos. Dejamos de reírnos, y ella suspendió
las temperaturas rectales. Era una especie de acuerdo tácito. Casey
la persiguió más que nunca, pero evitábamos reír
hasta que ella se marchara.
El pobre Slop Chute no podía ocultar aquella mueca amplia y torcida,
más impresionante que una carcajada. Mamá le hizo pasar
muy malos ratos. Le preparó un infierno particular y exclusivo.
Estaba desempeñándose muy bien, tuvo otra hemorragia y se
lo llevaron a la clínica en una camilla de vete-al-infierno, y
no en un sillón de ruedas. Tenía que usar el papagayo y
la chata en vez de ir al excusado, pero se aguantaba, y después
que se apagaban las luces lo llevábamos al cuarto de baño.
Esto le alteró la historia clínica, y el Tío Muerte
no le quitaba el ojo.
Yo le hablaba mucho sobre todo de Connie. Me dijo que ahora soñaba
a menudo con ella.
Carlitos, eso quiere decir que estoy listo para dar el salto.
¿Te parece que entonces verás a Connie?
No. Sólo quiero no tener que seguir pensando en ella. Quiero
que sea todo noche, sin diana.
Sí dije, yo también. ¿Qué
se hizo de Connie?
Oí decir que tomó veneno luego que los rojos ocuparon
Shanghai. Me gustaría saber si alguna vez soñó conmigo.
Seguro que sí, Slop Chute dije. Despertaba siempre
a los gritos y tomó veneno para perderte de vista.
Slop Chute mostró su amplia mueca.
Carlitos, tú también lamentas algo. ¿Ya sabes
qué es?
Bueno, tal vez dije. Una noche de tormenta en alta mar,
a bordo del Black Hawk, pude arrojar a King Brody por la borda. Ahora
siento no haberlo hecho.
¿Se te ocurrió ahora?
Caray, no, se me ocurrió tres días después,
cuando me dejó una semana sin bajar a tierra en Tsingtao. Siempre
lo lamenté.
No. Pronto lo sabrás, Carlitos. Espera un poco. Casey boxeaba
con su sombra en medio de la sala mientras yo volvía silencioso
a mi camastro.
Tenía que ser primavera, pues los días se alargaban. Una
noche, poco después de pasar la enfermera, Casey y Carnahan y yo
ayudamos a Slop Chute a llegar al excusado. Allí tuvo otra hemorragia.
Carnahan quiso pedir ayuda, pero Casey se interpuso en el camino y le
indicó que volviera, y comprendimos que Slop Chute no quería
que llamáramos a nadie.
Le quitamos la chaqueta del pijama y lo acomodamos. Se arrodilló
frente al retrete, y la tos blanda y burbujeante continuó largo
rato. Hacíamos correr el agua. Casey abrió la puerta y salió
para vigilar a la enfermera.
Al final aquello terminó. Slop Chute estaba demasiado débil
para sostenerse. Lo limpiamos y le puse la chaqueta de mi pijama, y lo
levantamos. Si Casey no hubiese aguantado la mitad de la carga, no habríamos
podido llevarlo de vuelta al camastro.
¡Cristo crucificado! Y yo solía llevar sacos de cien kilos
de cemento como si nada.
Volvimos y limpiamos el inodoro. Lavé la chaqueta del pijama y
la colgué sobre el radiador. Yo transpiraba un sudor frío,
y cuando volvía me ardía la cara.
En la sala, Casey estaba sentado como una estatua al lado de la cama de
Slop Chute.
El día siguiente era viernes, pues Rosita Waldo le hizo una broma
a Ricitos Waldo a propósito de unos pescados; fue cuando se alinearon
para la recorrida. Mary se acercó a Ricitos Waldo y le echó
una mirada fría a Rosita Waldo. Eso me gustó.
Slop Chute tenía la cara cerosa, y el Tío Muerte pareció
darse cuenta, pues los ojos de madera le brillaron de pronto. Los dos
Waldo escucharon todos los ruidos de Slop Chute, y en su idioma secreto
dijeron al Tío lo que oían. El Tío asintió,
y Casey le hizo una morisqueta.
No cabía duda, vía libre para Slop Chute. Mamá Muerte
vino tan pronto como pudo y empezó a aflojarle las cuñas
de sostén. Roció de Arturos a Slop Chute y revoloteó
como lo hacen las mujeres cuando huelen una boda. Casey la castigó
de lo lindo, y todos nos reímos con ganas y ella apenas se dio
cuenta.
Esa tarde vinieron dos enfermeros con máscaras trayendo una camilla
de vete-al-infierno y quisieron llevarse a Slop Chute a la sala de rayos.
Casey se trepó a la camilla y los miró frunciendo el ceño.
Slop Chute les dijo que se fueran, que él no iba.
Trajeron a Mary y ella dijo a Slop Chute por favor vaya, órdenes
del doctor. Disculpe, no voy, contestó él.
Por favor, Slop Chute, hágalo por mí rogó
Mary.
Conoce nuestros nombres verdaderos; la queremos por eso, entre otros motivos.
Pero Slop Chute meneó la cabeza, y adelantó la mandíbula.
Mary no tuvo más remedio que llamar a Mamá Muerte. Mamá
llegó anadeando y Casey le escupió la máscara.
Vamos, Arturo, qué pasa, Arturo, sabe que queremos ayudarlo
a curarse para que vuelva a casa, Arturo artureó a Slop Chute.
Ahora compórtese bien, Arturo, y vaya a la clínica.
Ordenó a los enfermeros que lo llevasen de todos modos, y Casey
le pegó a uno en la máscara. Slop Chute gruñó:
¡Fuera de aquí, bastardos!
Los enfermeros vacilaron.
A Mamá le bizquearon los ojos y se retorció las manos.
No seamos malitos, Arturo, Arturo, el doctor sabe lo que hace.
Los enfermeros miraron a Slop Chute y se miraron. Casey enroscó
los brazos y las piernas alrededor de Mamá Muerte, y le mordió
el cuello. Parecía que medio se fundía con ella, y ella
aflojó y huyó de la sala.
Pero volvió, arrastrando al Tío Muerte. Casey le salió
al encuentro en la puerta, y lo golpeó todo el camino hasta el
camastro de Slop Chute. Mamá envió a Mary en busca de la
historia clínica, y el Tío Muerte estudió un minuto
la curva de Slop Chute. Estaba pálido, y vacilaba bajo los golpes
de Casey.
Miró a Slop Chute y respiró hondo, y Casey se le echó
encima otra vez. Los brazos y las piernas de Casey envolvieron al Tío
Muerte, y los grandes dientes amarillos mordisquearon la máscara.
Casey tenía los pelos erizados y los ojos rojos como el fuego del
infierno.
El Tío Muerte retrocedió a los tropezones, y se apoyó
en el camastro de Carnahan. Las restantes máscaras temblaban de
miedo, y miraban alrededor como si supieran.
Casey soltó la presa, y el Tío Muerte dijo que quizá
se había equivocado, que lo dejaran para mañana. Todas las
máscaras se fueron de prisa; excepto Mary. Volvió junto
a Slop Chute y le tomó la mano.
Perdóneme, Slop Chute murmuró.
Dios te bendiga, Connie dijo él, y sonrió.
Fueron las últimas palabras que le oí decir.
Slop Chute
se durmió, y Casey se sentó al lado de la cama. Con un gesto
me indicó que me fuera cuando quise ayudar a Slop Chute a ir al
excusado, después que se apagaron las luces. Me volví y
me fui a la cama.
Ignoro qué me despertó. Casey estaba moviéndose,
como agitado, pero claro que sin hacer el menor ruido. Oí que los
demás también se movían y murmuraban en la oscuridad.
De pronto hubo un ruido sofocado... otra vez la tos burbujeante, y una
escupida. Slop Chute tenía otra hemorragia, y metía la cabeza
bajo las frazadas para ocultar el ruido. Carnahan empezó a levantarse.
Casey le indicó que se acostara.
Vi una sombra más profunda moverse a cierta altura en la oscuridad,
sobre el camastro de Slop Chute. Descendió poco a poco, y Casey
la rechazó. La tos ahogada continuaba.
Casey rechazó otra vez la sombra, pero ahora fue más difícil.
Al fin se subió al camastro de Slop Chute y soportó el peso
de la sombra.
Pero la negrura continuaba descendiendo, poco a poco. Casey arqueó
el cuerpo, cambiando la posición de las piernas. Se oían
los gruñidos de Casey y cómo le chirriaban las articulaciones.
Yo jadeaba, y el corazón me latía como si fuera a romper
amarras. Oí crujir los resortes de otros camastros. En frente,
alguien sofocó un gemido, pero yo estaba seguro de que no había
sido Slop Chute.
Casey cayó de rodillas, las manos casi a la altura de la cabeza.
Movía la cabeza atrás y adelante, y vi que se le contraían
los labios, o que apretaba los dientes... Y de pronto la sombra le pesó
sobre los hombros, como el peso de todo el mundo.
Casey cayó sobre las manos y las rodillas, el torso arqueado como
un puente. Casi lo oí gruñir... me pareció que Casey
había ganado una cierta ventaja.
Pero entonces la negrura se hizo más pesada y más densa,
y oí cómo a Casey le saltaban los tendones y se le quebraban
los huesos. Casey y Slop Chute desaparecieron envueltos en la sombra,
que se derramaba sobre el camastro... por toda la sala.
No era como dormirse, pero yo no sé a qué se parecía.
Seguramente
las máscaras se llevaron por la noche el casco de Slop Chute, porque
cuando me desperté ya no estaba.
Tampoco Casey.
Casey no apareció durante la recorrida de los médicos, y
comprendí entonces cuánto lo necesitábamos. Si él
me ayudaba a devolver los golpes, yo no me sentía tan muerto como
ellos querían verme. Pero sin él me sentía más
muerto que nunca. Casi simpaticé con Mamá Muerte, cuando
empezó a carlitearme.
Esa mañana Mary vino a trabajar con un diamante en el tercer dedo
y un brillo diferente en los ojos. Era un diamante pequeño, pero
se lo había regalado Ricitos Waldo, y casi podía decirse
que compensaba lo de Slop Chute.
Me hubiera gustado que Casey estuviese allí para verlo, habría
bailado por toda la sala y la habría besado con afecto, como hacía
a menudo. Casey amaba a Mary.
Sé que era sábado porque Mamá Muerte vino y nos dijo
a algunos que nos llevarían en silla de ruedas a una función
religiosa especial a la mañana siguiente antes del desayuno si
queríamos ir. Dijimos no gracias. Pero fue un sábado infernal
sin Casey. Sharkey Brown dijo lo que todos pensábamos: Ahora
que se fue Casey, este lugar parece otra vez una morgue.
Ni siquiera Carnahan pudo llamarlo.
A veces siento que se mueve, pero no estoy muy seguro dijo.
Adonde fue hay olor a infierno.
Acostarse a dormir esa noche fue como morir aunque todos ya estamos muertos.
Una música
lejana me despertó al amanecer. Quise hundirme de nuevo en el agua
de la noche, cuando vi que Carnahan estaba despierto.
Por ahí anda Casey murmuró.
¿Dónde? pregunté, mirando alrededor.
No lo veo.
Lo siento dijo Carnahan. Está por ahí.
Los demás empezaron a despertarse y miraron alrededor. Era como
la noche en que Casey y Slop Chute bajaron a la bodega. De pronto, algo
se movió en el solario.
Era Casey.
Entró en la sala, con movimientos lentos y como tímidos,
meneando la cabeza, los ojos muy abiertos, como si temiera que le arrojásemos
algo. Se detuvo en medio de la sala.
¡Eh, Casey! dijo Carnahan en voz baja y clara.
Casey lo miró entornando los ojos.
¡Eh, Casey! dijimos todos. ¡Sube a bordo,
bastardo viejo y peludo!
Casey entrelazó las manos sobre la cabeza y se puso a bailar. Hizo
una mueca... y juró por Dios que era la mueca grande y torcida
de Slop Chute.
Por primera vez en toda mi condenada vida tuve ganas de llorar.
De
casey agonista se reproduce aquí por gentileza de ediciones minotauro.
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