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VERANO | 12
Silencio, hospital

Conozcan al buen Dr. Mengele en The Boys from Brazil (1978) o, Querida, nazifiqué a los chicos.

Por Rodrigo Fresán

La buena salud –como forma de decir inmortalidad– y quién se la merece y quién no es otro de los territorios más frecuentados de la cienciaficción y de la ciencia cada vez menos ficción. Desde que Aldous Huxley abriera el juego con Un mundo feliz y Viejo muere el cisne, los grandes avances medicinales –disfrazados primero de thrillers médicos casi siempre con doctores amorales o virus fugitivos y viajeros y ahora como titulares en las primeras planas de los diarios– han capturado la imaginación de nosotros, los mortales, con cada vez menos ganas de serlo. En cualquier caso la inmortalidad –en los cuentos y las novelas– casi siempre llega con cláusula de letra cada vez más pequeña en el contrato de nuestras vidas. Pastillas, injertos, mutaciones, clones, hay para todos los gustos y colores aunque –a medida que nos tragamos la píldora sin agua y con garganta seca– resulta cada vez más claro que el reparto de los bienes no va a ser parejo y que los próximos años el mundo entero será el escenario de una guerra helada y medicinal donde el botín serán patentes y fórmulas secretas y la experimentación de sustancias no controladas en países tercermundistas para ver qué pasa. Algo de eso denuncia ya John Le Carré en su flamante novela The Constant Gardener donde –dejando atrás a espías enfermizos– se mete de lleno con las maniobras turbias de las multinacionales farmacéuticas. Carré declaró que su primera intención era la de escribir algo “sobre las petroleras; pero alguien me sugirió la idea de las empresas farmacéuticas, lo mucho que esperamos de ellas y el componente ético que atribuimos a su trabajo sin analizar bien las consecuencias de la feroz carrera por los beneficios. Entonces descubrí la horrible realidad de sus trabajos en Africa...”. Una cosa está clara: si somos cada vez más y más longevos, alguien va a tener que quedarse fuera de los botes salvavidas. Para los privilegiados, mientras tanto, se abre una nueva y saludable era médica. Remedios personalizados y a medida, vitaminas para activar más y mejor el cerebro de los bebés, aplicaciones saludables de la nicotina para combatir el Alzheimer, el Viagra femenino que garantiza el orgasmo y, claro, antidepresivos para tirar al techo y trepar por las paredes.
El clásico relato del poco prolífico y tardío escritor Richard McKenna (1913-1964) será, entonces, un cuento de hadas para niños que nunca supieron de hospitales o que viven adentro de ellos.

 


 

Casey agonista

Coma (1978), de Michael Crichton: si no dona...

El asunto es por etapas. Primero una sala grande; te paseas y sales y te llaman señor. Después, si haces méritos, te ascienden a esta sala de aislamiento, y te llaman Carlitos.

Por Richard McKenna

Nadie puede morir como quiere. Hay que atenerse al reglamento.
Por eso estoy aquí, en esta sala para tuberculosos, con otros nueve reclutas. Instrucción básica para morir.
El asunto es por etapas. Primero una sala grande; te paseas y sales y te llaman señor. Después, si haces méritos, te ascienden a esta sala de aislamiento, y te llaman Carlitos. No puedes ir a ninguna parte, conoces las máscaras, y tienes la impresión de estar muerto.
Estar muerto es sentirse débil y vivir separado. Se oye el ruido del tránsito y se ven muñequitos caminando por la calle, pero cuando vienen a visitarnos llevan máscaras blancas y batas y hablan al aire con voz rara. Tienen miedo de que les contagies la cosa. Y claro que lo haríamos, si supiéramos cómo.
Nunca recibo visitas. Ya sabía cómo era estar muerto antes de venir aquí. Quizá por eso me diplomé en seguida de Carlitos.
Aquí es fácil hacerse el muerto. Uno toma las píldoras, finge dormir en las horas de descanso y bebe la leche como un Carlitos bueno. Sonríes cuando te mienten y te dicen que tienes un aspecto de veras saludable. Todos saben a qué atenerse, pero hay que respetar el reglamento.
Durante las visitas te enteras de lo que pasa realmente. Es un desfile: el médico jefe y la enfermera, la enfermera del piso Mary Howard y dos internos, todos con máscaras y batas. Mary empuja la mesita de ruedas con nuestros gráficos de temperatura. El médico es un hombre alto, de cabeza rapada, ojos de madera y un par de quevedos. La jefa de enfermeras es gorda, con ojitos porcinos y voz profunda.
El doctor no puede verte, oírte, olerte ni tocarte. Mira lo que dice el gráfico, y habla del asunto como si tú fueras real, pero Mary se encarga de retirar la sábana y los internos manosean y miran y escuchan y le dicen al médico lo que ven y oyen. El les pregunta y tú tienes que contestar. Les dice qué bien te sientes, y ellos se lo transmiten al médico. Seguramente para que no se contamine.
Mary es menuda, morena y dulce, y la jefa de enfermeras la trata mal. Uno de los internos es pequeño y moreno como Mary, con los ojos negros y bondadosos, y muy amable. El otro es sonrosado y regordete.
La voz del médico es alta y aguda, como si estuviese muy por encima de todo esto. La jefa de enfermeras se la toma con Mary, rezonga con los internos y le habla al médico con una especie de meneo de cola perruno en la voz.
Me alegra no saber qué tienen bajo las máscaras, excepto quizá Mary, seguro que puedo imaginarles caras mejores que esas que Dios les dio. La jefa de enfermeras hace las recorridas, y anota. Cuando nos pesca en falta, por ejemplo fumando o fuera de la cama a la hora del silencio, Mary la pasa muy mal.
Y nosotros también, como si fuéramos bebés. Casi nos da a entender que si no la respetamos y cumplimos las reglas, quizá es todavía posible que no nos deje morir.
¡Señor, cómo odio a esa bruja! Ojalá me la encuentre en el infierno.
Eso fue lo que pensé el primer par de días cuando me aislaron. Anduve buscando a viejos amigos, como es lógico, pero no encontré a ninguno. Al tercer día uno me reconoció. Me pareció que yo conocía esa voz de cascajo, pero incluso después que me lo dijo me parecía imposible creer que fuese el viejo Slop Chute Hewitt. Piel y huesos, y en los ojos azules esa mirada como de asombro que le vi cuando un inglés corpulento lo derribó de un puñetazo en lo de Nagasaki Joe. Y cuando lo recordé, comprendí perfectamente.
Dijo que se alegraba de verme allí y los dos nos reímos. Se acercaron otros, con sus batas rayadas, y como yo conocía a Slop Chute me aceptaron en seguida. Descubrí que llamaban Tío Muerte al médico jefe. La enfermera gorda era Mamá Muerte. El interno rubio era Rosita Waldo y el moreno Ricitos Waldo; y Mary era Mary. Si conocías esas cosas, era como tener un pasaporte.
Me contaron que Mary le gustaba a Ricitos Waldo, pero él era un italiano pobre. Rosita Waldo venía de buena familia y trataba de desplazarlo. Todos apoyaban a Ricitos Waldo.
Cuando se fueron, Slop Chute y yo recordamos los viejos tiempos en China. Lo recordé como era a bordo del John D. Edwards, sentado con una taza de café, al lado de la escotilla de incendio de popa mientras los hombres trabajaban abajo. Tenía pantalones blancos y zapatos bien lustrados y parecía un señor de la tierra. El rostro ancho y el vientre grande. El modo como embarcaba comida o bebida. El modo de cargar cerveza y sanshu en el Jardín de la Felicidad de Kongmun. El modo de abrazar a las pequeñas ne-sans que bailaban en los hoteles de Skibby Hills. Y ahora... ¡Dios todopoderoso! Empecé a entender.
Pero conservaba la ancha sonrisa de farol.
–¿Recuerdas a la pequeña Connie que bailaba en el Palais?
La recordaba, medio portuguesa, endemoniadamente lista.
–Mira, Charley, ahora que enfilo hacia el montón de chatarra, la única maldita cosa que lamento es que no me acosté con ella cuando pude.
–Estaba muy bien –dije.
–Charley era leña verde y terciopelo. La vi unas cuantas veces cuando yo estaba en el Monocacy. Quería acostarse y yo no. ¡Señor, Señor, ojalá lo hubiese hecho!
–Que yo sepa, no me arrepiento de nada.
–Ya llegarás, marinero. A todos les duele algo. ¿Recuerdas que Connie solía aplastarse la nariz contra el vidrio como una japonesa?
–Vamos, señor Noble, no moleste a Arturo en la hora de descanso. Acuéstese por favor.
Era Mamá Muerte, que se había acercado en silencio.
–Vamos, Carlitos, sea bueno y descanse, y en menos que canta un gallo lo mandaremos de vuelta a casa –me dijo mientras se alejaba.
Le dediqué un pensamiento poco afectuoso.

El linóleo de la sala era grisverdoso, y había unas ventanas altas y estrechas, un travesaño arriba y cinco camastros a cada lado. El mío estaba en un extremo, próximo al solario. Slop Chute estaba frente a mí, en mitad de la sala. Eramos seis marinos, tres soldados y un infante de marina. El infante de marina estaba tendido a mi lado y yo lo veía mucho.
Un tipo extraño. De apellido Carnahan, nariz puntiaguda, labio superior corto, y una mirada de qué-me-importa-usted. Casi siempre tenía puestos los auriculares de la radio y se lo pasaba muequeando y riendo como si estuviese en su propio mundo, separado del resto.
Contra lo que yo creí al principio, no reía por el programa. Se reía aunque un ama de casa cualquiera charlase sin parar sobre el modo de freír los buñuelos. Y era peor durante la recorrida de la mañana. A veces el Tío lo miraba atravesado, como si la risa le golpeara los oídos.
Le pregunté a Carnahan qué pasaba, y me eludió; pero al fin me lo dijo. Según parece, podía hipnotizarse a sí mismo y veía un gorila enorme, y las payasadas del animal. Me explicó que yo también conseguiría verlo. Quise probar, de modo que empezamos.
–Ahí está –decía Carnahan–. Afloja los ojos, y mira a los costados. Al principio, no aparece claro –insistía, una y otra vez–. Sólo tienes que esperarlo, ya vendrá. No le pidas nada. Sólo tienes que sentir. El hará lo demás.
Después de un tiempo pude ver fugazmente al mono. Carnahan lo llamaba Casey. Y un día Mamá Muerte estaba castigando a Mary, y entonces lo vi claro. Se le acercó por detrás a Mamá y... Me eché a reír a todo trapo.
Parecía un hombre patizambo, con un disfraz de mono de color pardorrojizo. Sonreía y gesticulaba, con una bocaza de dientes amarillos, y parecía el propio John Keeno en persona. Me reí como un loco.
–Ponte los auriculares, y así tendrás una excusa para reír –me murmuró Carnahan–. Ya sabes que sólo tú y yo lo vemos.

Si te dispones a morir, estás preparado para todo; pero este Casey era algo fuera
de programa.
–Diablos, no, no es real –decía Carnahan–. Tampoco nosotros somos reales. Por eso lo vemos.
Carnahan me dijo que estaba bien, que yo podía hablarle del asunto a Slop Chute. Al fin todos se enteraron, pero de a poco, no fuese que las máscaras comenzaran a sospechar.
Al principio Casey se fastidió porque todos lo mirábamos. Era como si cada uno tironeara de una cuerda y él no supiese a quién obedecer. Retrocedía, y se acercaba, e iba de un lado a otro haciendo muecas, como si hubiera perdido el rumbo. Pero cuando venía Mamá Muerte, y Casey empezaba a perseguirla, era como si todas las cuerdas tirasen para el mismo lado.
Cuanto más lo mirábamos, más claro lo veíamos, hasta que al fin ya no obedeció a nadie. Iba y venía a voluntad, y nunca sabíamos qué haría después, salvo que valía la pena verlo y reírse. Casey era cada vez más real, pero nunca emitía ningún sonido.
Pero ahora la situación era muy distinta. Nos poníamos los auriculares y nos reíamos como idiotas. Slop Chute mostraba con mayor frecuencia aquella sonrisa torcida. Los retortijones del viejo Webster desaparecieron casi del todo.
Un hombre insistió en que un padre viniese a visitarnos todas las semanas. Casey se le sentó en la rodilla y se meneaba y babeaba, metiéndose un dedo entre los dientes fuertes y amarillos. El hombre dijo que la radio era un regalo de Dios para los pacientes, que afrontaban tan dura prueba. Y no vino más.
Casey convirtió la recorrida en un verdadero espectáculo. Besaba la máscara de Mamá Muerte, bailaba con ella y le mordía el trasero. Se subía sobre el Tío Muerte, y cabalgaba. Incluso tuvo cierta intervención en el romance de Mary.
Los Waldos se instalaban siempre a cada lado del camastro para mirar, escuchar y palpar en beneficio del Tío. Mary podía elegir cualquiera de los dos lados. Acostumbrábamos llevar la cuenta del lado que elegía, y cuánto se acercaba... Por eso pensamos que Rosita Waldo iba ganando.
Bueno, Casey empezó a empujarla poco a poco hacia Ricitos Waldo, acercándola a él.
De modo que la apuesta comenzó a cambiar a favor de Ricitos. Casey había obtenido resultados.
Si no tenía a las máscaras para fastidiarlas, Casey bailaba y daba volteretas apoyándose en las manos. Y así y todo nos sentíamos bien.
El Tío Muerte olió algo, y ordenó apagar las radios durante la recorrida y las horas de descanso. Pero no pudo expulsar a Casey.

La cosa empezó a ponerse fea para Roby, el animoso muchacho negro que se acostaba al lado de Slop Chute. Las máscaras estaban inquietas y finalmente Mary vino a decírselo en secreto. No podría pasar de grado. Pensaban devolverlo a la sala grande y quizás reexpedirlo al mundo. En esas cosas Mary es buena. Por supuesto, nunca le vemos la cara, pero siempre me la imagino con una boca como la de Venus, en ese cuadro en que está de pie sobre una concha.
Cuando llegó el momento de marcharse, Roby se acercó a cada camastro y se despidió. Casey venía detrás, sacando la lengua, Roby miraba a todos lados, buscando a Casey, pero por supuesto no pudo verlo.
Se volvió, cuando ya salía de la sala, y de pronto Casey reapareció en el centro y lo miró con el ceño fruncido. Roby se quedó mirando a Casey con la cara más triste que yo le viera jamás. Y entonces Casey sonrió y lo saludó con la mano. Roby le devolvió la sonrisa, y unas lágrimas le surcaron el rostro oscuro. Saludó con un ademán y se alejó.
Casey decidió dormir en el camastro de Roby, hasta que llegase otro recluta.
Un día dos enfermos con máscaras cargaron al viejo y gemebundo Webster en una camilla de vete-al-infierno, y lo llevaron a la sala de rayos. Así dijeron. Pero después un enfermero volvió y evitando nuestras miradas retiró las cosas del armario de Webster; y todos comprendimos. Las máscaras lo habían llevado a una habitación tranquila, pues querían prepararlo para el examen final.
Slop Chute me dijo que siempre procedían así, para no destruir la moral de quienes todavía no podían diplomarse. El inconveniente era que cuando se llevaban a alguien a la sala de rayos en una camilla de vete-alinfierno, hasta que volviera a la sala no se podía saber si vería otra vez a la pandilla.
A la mañana siguiente, cuando el Tío Muerte vino a vernos, Casey se le acercó a los saltos por la sala y le dio un buen golpe en la máscara.
Juro que el peludo bastardo trastabilló. Vi que se le cayeron los lentes, y que Rosita Waldo los recogía y se los daba. Dijo algo acerca de un momento de vértigo, y apresuró la recorrida. Casey estuvo todo el tiempo detrás, y a cada paso que daba le pateaba la popa.
Ese día Mary eligió el lado de Ricitos Waldo sin ninguna ayuda de Casey.

Después, Mamá Muerte se puso realmente insoportable. Derramó sobre nosotros cuidados y afectos, y todo para que no supiéramos qué nos esperaba. Recibimos baños y fricciones de espalda que no deseábamos. La hora de descanso tenía que empezar puntualmente, y había que guardar absoluto silencio. Siempre estaba castigando a Mary, pero con murmullos, como si hubiera sabido que eso nos molestaba.
Casey la seguía, imitando aquel bamboleo de pato, y de tanto en tanto clavándole el dedo en el trasero. Nos reíamos, y ella pensó que nos burlábamos; y supongo que así era. Por eso consiguió que Tío Muerte ordenase que la temperatura fuera tomada por vía rectal, cosa que como ella bien sabía nosotros odiábamos. Dejamos de reírnos, y ella suspendió las temperaturas rectales. Era una especie de acuerdo tácito. Casey la persiguió más que nunca, pero evitábamos reír hasta que ella se marchara.
El pobre Slop Chute no podía ocultar aquella mueca amplia y torcida, más impresionante que una carcajada. Mamá le hizo pasar muy malos ratos. Le preparó un infierno particular y exclusivo.
Estaba desempeñándose muy bien, tuvo otra hemorragia y se lo llevaron a la clínica en una camilla de vete-al-infierno, y no en un sillón de ruedas. Tenía que usar el papagayo y la chata en vez de ir al excusado, pero se aguantaba, y después que se apagaban las luces lo llevábamos al cuarto de baño. Esto le alteró la historia clínica, y el Tío Muerte no le quitaba el ojo.
Yo le hablaba mucho sobre todo de Connie. Me dijo que ahora soñaba a menudo con ella.
–Carlitos, eso quiere decir que estoy listo para dar el salto.
–¿Te parece que entonces verás a Connie?
–No. Sólo quiero no tener que seguir pensando en ella. Quiero que sea todo noche, sin diana.
–Sí –dije–, yo también. ¿Qué se hizo de Connie?
–Oí decir que tomó veneno luego que los rojos ocuparon Shanghai. Me gustaría saber si alguna vez soñó conmigo.
–Seguro que sí, Slop Chute –dije–. Despertaba siempre a los gritos y tomó veneno para perderte de vista.
Slop Chute mostró su amplia mueca.
–Carlitos, tú también lamentas algo. ¿Ya sabes qué es?
–Bueno, tal vez –dije–. Una noche de tormenta en alta mar, a bordo del Black Hawk, pude arrojar a King Brody por la borda. Ahora siento no haberlo hecho.
–¿Se te ocurrió ahora?
–Caray, no, se me ocurrió tres días después, cuando me dejó una semana sin bajar a tierra en Tsingtao. Siempre lo lamenté.
–No. Pronto lo sabrás, Carlitos. Espera un poco. Casey boxeaba con su sombra en medio de la sala mientras yo volvía silencioso a mi camastro.
Tenía que ser primavera, pues los días se alargaban. Una noche, poco después de pasar la enfermera, Casey y Carnahan y yo ayudamos a Slop Chute a llegar al excusado. Allí tuvo otra hemorragia.
Carnahan quiso pedir ayuda, pero Casey se interpuso en el camino y le indicó que volviera, y comprendimos que Slop Chute no quería que llamáramos a nadie.
Le quitamos la chaqueta del pijama y lo acomodamos. Se arrodilló frente al retrete, y la tos blanda y burbujeante continuó largo rato. Hacíamos correr el agua. Casey abrió la puerta y salió para vigilar a la enfermera.
Al final aquello terminó. Slop Chute estaba demasiado débil para sostenerse. Lo limpiamos y le puse la chaqueta de mi pijama, y lo levantamos. Si Casey no hubiese aguantado la mitad de la carga, no habríamos podido llevarlo de vuelta al camastro.
¡Cristo crucificado! Y yo solía llevar sacos de cien kilos de cemento como si nada.
Volvimos y limpiamos el inodoro. Lavé la chaqueta del pijama y la colgué sobre el radiador. Yo transpiraba un sudor frío, y cuando volvía me ardía la cara.
En la sala, Casey estaba sentado como una estatua al lado de la cama de Slop Chute.
El día siguiente era viernes, pues Rosita Waldo le hizo una broma a Ricitos Waldo a propósito de unos pescados; fue cuando se alinearon para la recorrida. Mary se acercó a Ricitos Waldo y le echó una mirada fría a Rosita Waldo. Eso me gustó.
Slop Chute tenía la cara cerosa, y el Tío Muerte pareció darse cuenta, pues los ojos de madera le brillaron de pronto. Los dos Waldo escucharon todos los ruidos de Slop Chute, y en su idioma secreto dijeron al Tío lo que oían. El Tío asintió, y Casey le hizo una morisqueta.
No cabía duda, vía libre para Slop Chute. Mamá Muerte vino tan pronto como pudo y empezó a aflojarle las cuñas de sostén. Roció de Arturos a Slop Chute y revoloteó como lo hacen las mujeres cuando huelen una boda. Casey la castigó de lo lindo, y todos nos reímos con ganas y ella apenas se dio cuenta.
Esa tarde vinieron dos enfermeros con máscaras trayendo una camilla de vete-al-infierno y quisieron llevarse a Slop Chute a la sala de rayos. Casey se trepó a la camilla y los miró frunciendo el ceño.
Slop Chute les dijo que se fueran, que él no iba.
Trajeron a Mary y ella dijo a Slop Chute por favor vaya, órdenes del doctor. Disculpe, no voy, contestó él.
–Por favor, Slop Chute, hágalo por mí –rogó Mary.
Conoce nuestros nombres verdaderos; la queremos por eso, entre otros motivos. Pero Slop Chute meneó la cabeza, y adelantó la mandíbula.
Mary no tuvo más remedio que llamar a Mamá Muerte. Mamá llegó anadeando y Casey le escupió la máscara.
–Vamos, Arturo, qué pasa, Arturo, sabe que queremos ayudarlo a curarse para que vuelva a casa, Arturo –artureó a Slop Chute–. Ahora compórtese bien, Arturo, y vaya a la clínica.
Ordenó a los enfermeros que lo llevasen de todos modos, y Casey le pegó a uno en la máscara. Slop Chute gruñó: ¡Fuera de aquí, bastardos!
Los enfermeros vacilaron.
A Mamá le bizquearon los ojos y se retorció las manos.
–No seamos malitos, Arturo, Arturo, el doctor sabe lo que hace.
Los enfermeros miraron a Slop Chute y se miraron. Casey enroscó los brazos y las piernas alrededor de Mamá Muerte, y le mordió el cuello. Parecía que medio se fundía con ella, y ella aflojó y huyó de la sala.
Pero volvió, arrastrando al Tío Muerte. Casey le salió al encuentro en la puerta, y lo golpeó todo el camino hasta el camastro de Slop Chute. Mamá envió a Mary en busca de la historia clínica, y el Tío Muerte estudió un minuto la curva de Slop Chute. Estaba pálido, y vacilaba bajo los golpes de Casey.
Miró a Slop Chute y respiró hondo, y Casey se le echó encima otra vez. Los brazos y las piernas de Casey envolvieron al Tío Muerte, y los grandes dientes amarillos mordisquearon la máscara. Casey tenía los pelos erizados y los ojos rojos como el fuego del infierno.
El Tío Muerte retrocedió a los tropezones, y se apoyó en el camastro de Carnahan. Las restantes máscaras temblaban de miedo, y miraban alrededor como si supieran.
Casey soltó la presa, y el Tío Muerte dijo que quizá se había equivocado, que lo dejaran para mañana. Todas las máscaras se fueron de prisa; excepto Mary. Volvió junto a Slop Chute y le tomó la mano.
–Perdóneme, Slop Chute –murmuró.
–Dios te bendiga, Connie –dijo él, y sonrió.
Fueron las últimas palabras que le oí decir.

Slop Chute se durmió, y Casey se sentó al lado de la cama. Con un gesto me indicó que me fuera cuando quise ayudar a Slop Chute a ir al excusado, después que se apagaron las luces. Me volví y me fui a la cama.
Ignoro qué me despertó. Casey estaba moviéndose, como agitado, pero claro que sin hacer el menor ruido. Oí que los demás también se movían y murmuraban en la oscuridad.
De pronto hubo un ruido sofocado... otra vez la tos burbujeante, y una escupida. Slop Chute tenía otra hemorragia, y metía la cabeza bajo las frazadas para ocultar el ruido. Carnahan empezó a levantarse. Casey le indicó que se acostara.
Vi una sombra más profunda moverse a cierta altura en la oscuridad, sobre el camastro de Slop Chute. Descendió poco a poco, y Casey la rechazó. La tos ahogada continuaba.
Casey rechazó otra vez la sombra, pero ahora fue más difícil. Al fin se subió al camastro de Slop Chute y soportó el peso de la sombra.
Pero la negrura continuaba descendiendo, poco a poco. Casey arqueó el cuerpo, cambiando la posición de las piernas. Se oían los gruñidos de Casey y cómo le chirriaban las articulaciones.
Yo jadeaba, y el corazón me latía como si fuera a romper amarras. Oí crujir los resortes de otros camastros. En frente, alguien sofocó un gemido, pero yo estaba seguro de que no había sido Slop Chute.
Casey cayó de rodillas, las manos casi a la altura de la cabeza. Movía la cabeza atrás y adelante, y vi que se le contraían los labios, o que apretaba los dientes... Y de pronto la sombra le pesó sobre los hombros, como el peso de todo el mundo.
Casey cayó sobre las manos y las rodillas, el torso arqueado como un puente. Casi lo oí gruñir... me pareció que Casey había ganado una cierta ventaja.
Pero entonces la negrura se hizo más pesada y más densa, y oí cómo a Casey le saltaban los tendones y se le quebraban los huesos. Casey y Slop Chute desaparecieron envueltos en la sombra, que se derramaba sobre el camastro... por toda la sala.
No era como dormirse, pero yo no sé a qué se parecía.

Seguramente las máscaras se llevaron por la noche el casco de Slop Chute, porque cuando me desperté ya no estaba.
Tampoco Casey.
Casey no apareció durante la recorrida de los médicos, y comprendí entonces cuánto lo necesitábamos. Si él me ayudaba a devolver los golpes, yo no me sentía tan muerto como ellos querían verme. Pero sin él me sentía más muerto que nunca. Casi simpaticé con Mamá Muerte, cuando empezó a carlitearme.
Esa mañana Mary vino a trabajar con un diamante en el tercer dedo y un brillo diferente en los ojos. Era un diamante pequeño, pero se lo había regalado Ricitos Waldo, y casi podía decirse que compensaba lo de Slop Chute.
Me hubiera gustado que Casey estuviese allí para verlo, habría bailado por toda la sala y la habría besado con afecto, como hacía a menudo. Casey amaba a Mary.
Sé que era sábado porque Mamá Muerte vino y nos dijo a algunos que nos llevarían en silla de ruedas a una función religiosa especial a la mañana siguiente antes del desayuno si queríamos ir. Dijimos no gracias. Pero fue un sábado infernal sin Casey. Sharkey Brown dijo lo que todos pensábamos: –Ahora que se fue Casey, este lugar parece otra vez una morgue.
Ni siquiera Carnahan pudo llamarlo.
–A veces siento que se mueve, pero no estoy muy seguro –dijo–. Adonde fue hay olor a infierno.
Acostarse a dormir esa noche fue como morir aunque todos ya estamos muertos.

Una música lejana me despertó al amanecer. Quise hundirme de nuevo en el agua de la noche, cuando vi que Carnahan estaba despierto.
–Por ahí anda Casey –murmuró.
–¿Dónde? –pregunté, mirando alrededor–. No lo veo.
–Lo siento –dijo Carnahan–. Está por ahí.
Los demás empezaron a despertarse y miraron alrededor. Era como la noche en que Casey y Slop Chute bajaron a la bodega. De pronto, algo se movió en el solario.
Era Casey.
Entró en la sala, con movimientos lentos y como tímidos, meneando la cabeza, los ojos muy abiertos, como si temiera que le arrojásemos algo. Se detuvo en medio de la sala.
–¡Eh, Casey! –dijo Carnahan en voz baja y clara.
Casey lo miró entornando los ojos.
–¡Eh, Casey! –dijimos todos–. ¡Sube a bordo, bastardo viejo y peludo!
Casey entrelazó las manos sobre la cabeza y se puso a bailar. Hizo una mueca... y juró por Dios que era la mueca grande y torcida de Slop Chute.
Por primera vez en toda mi condenada vida tuve ganas de llorar.

De casey agonista se reproduce aquí por gentileza de ediciones minotauro.

 

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