Urgencias
en la playa
Por Sandra Russo
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El esplendor de
dudoso gusto del que goza la telefonía móvil extiende sus
usos cada verano. El celular comenzó hace ya unos años a
ser icono de status de ejecutivo indesenganchable de sus obsesiones, y
sólo la inteligente pero engañosa función vibradora
de los nuevos telefonitos impidió que los cada vez más aberrantes
sonidos que reemplazaron al clásico y bienamado ring ring (versiones
electrónicas de Bach, Beethoven, Mozart y otros cuantos que deben
estar maldiciendo en sus tumbas a un tal Bell) provocaran incidentes en
los cines. Digo inteligente pero engañosa, porque la función
vibradora nos evita el sonido escalofriante, pero no el espectáculo
molesto de ver a hombres y mujeres agitarse en sus asientos y proceder
a levantarse llevándose por delante las piernas extendidas y relajadas
de los otros espectadores para salir al lobby y entablar vaya uno a saber
qué cuestión tan impostergable, qué asunto tan acojonantemente
urgente.
Este verano, sin embargo, el celular ya no es exclusivo de señores
con rasgos de tensión enquistada. Por el contrario, quienes más
hacen uso y abuso del aparatito en nuestras playas son las madres de familia.
Señoras de su casa, sin preocupaciones de negocios, alertas en
todo momento a la gerenciación de su hogar móvil, como la
telefonía, y conectadas aun en sus caminatas playeras con el menor
de sus chicos, que prefirió quedarse en el hotel, o con la empleada
que llevaron con la familia para quitarse de encima las tareas pesadas.
Puede que en la Argentina prenda el topless, pero jamás prenderá
el nudismo: si no es en la bombacha de sus bikinis, ¿dónde
se engancharían el celular las damas?
A diferencia de los llamados de la empresa que esperan sus maridos en
sus propios celulares y que por lo general, realizados por secretarias
comedidas que no quieren perturbar a sus jefes, son precisos y cortos,
los llamados que reciben las madres de familia aggiornadas y embarcadas
en esta nueva versión de cordón umbilical con sus cachorros
son mucho más nutridos y abarcan un arco de cuestiones innumerables
y generalmente bobas. Pero hecha la tecnología, hecha la necesidad.
En un balneario de Cariló, con el sonido de fondo del mar y los
pájaros del bosque, el sonido chirriante de los celulares corta
el clima. La señora rubia lo desengancha de su portacosméticos
con logo de Versace y dice:
¿Hola?
Escucha mal, siempre se escucha mal. Hay que pararse. Ella se para, se
sacude la arena y camina hacia el mar para enterarse de si la empleada
consiguió o no buenas tiras de asado en la proveeduría.
Ajá. ¿Y el pan? ¿Te acordaste del pan?
...
¿Llevaste la ropa al LaveRap? Ajá.
...
¿Ezequiel sigue durmiendo? ¿A esta hora? No, Betty,
despertalo.
...
Sí, vamos al mediodía. Herví unos cuantos huevos
y lavá la lechuga. Ah, Betty, y poné el pollo en el horno
a eso de la una. Chau, Betty.
La señora regresa a su reposera, no sin antes volver a enganchar
el celular en el portacosméticos con logo de Versace. Se distiende.
Justo cuando el rayo del sol comienza a prenderle en la cara, cuando tanto
ella como una, que estaba en la reposera de al lado, parecíamos
languidecer en el arrullo de las olas del mar, que ese día estaba
peligroso, ella pega un respingo y corre hacia el teléfono, no
se sabe si porque la arena quema o porque lo que le quema es la cuestión
que tiene en mente. Sus movimientos son nerviosos. Lo desengancha, disca
y espera:
¿Betty? ¡Betty, soy yo! ¿Me escuchás
bien?
...
Escuchame, Betty, me acabo de acordar. ¡No hay mayonesa!
REP
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