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el Kiosco de Página/12

Esto es un libro
Por Juan Cruz *

Decía Umberto Eco (¿o fue Juan Cueto?), y ya se ha dicho muchas veces, que jamás te pedirían en el avión que apagaras el libro y eso es lo que el libro de papel –ese objeto tangible y oloroso, viejo o nuevo, misterioso y manejable, un lujo en la mano, en la carpeta y en el bolsillo– tiene, en principio, como ventaja suprema sobre los otros libros que vienen, los libros electrónicos, cuyo plasma suntuoso es aún un privilegio lejano, una entelequia, como lo fueron en la lontananza no tan lejana de los tiempos inventos que hoy son espectáculo cotidiano de nuestra vida.
De momento, aquélla es la superioridad indiscutible de los libros: va rápido el mundo y es probable que con esos volúmenes, cuya historia tan vieja es también una crónica de la velocidad con que se transmite la inteligencia, nos pase alguna vez en el futuro lo mismo que nos ha sucedido con la memoria de los primeros teléfonos, con el recuerdo de la tortura del papel carbón, tan útil para hacer copias de las instancias y de los escritos, y con tantos otros artilugios que eran desconocidos hace algunas décadas y que hoy conviven con nosotros como si hubieran existido siempre.
Un día diremos: ¿te acuerdas de cuando había libros? Jamás, claro, eso no se dirá jamás. Ayer, anteayer, estos días, han sido días de fiesta en los templos tradicionales de los libros, las librerías. En España, leer no es un hábito; no ha sido impulsado para que lo sea, y además corren malos tiempos para que se acreciente la pasión por el uso efectivo de los libros, pues ni los medios de comunicación masivos tienen verdadero interés por ellos ni se ocupan los que los hacen o los que los tienen de hablar de ellos con el entusiasmo que estos objetos mudos que hablan tanto se merecen.
Alrededor de los libros y de sus autores se observa ahora, y crecientemente, la manía del cotilleo, que a veces propician los escritores y otras veces propician sus biógrafos, sus exégetas o sus enemigos. Como si los libros no fueran los que tienen que hablar, ofreciendo desde sus páginas la emoción de sus personajes inventados, de sus ideas cruzadas o de sus fantasías suntuosas o secretas, parece que ahora le ha tocado el tiempo al chisme, y florece por doquier como si ese bosque fuera a impedir que se vean los árboles.
Es peligroso, porque puede llegar el momento en que los lectores (los futuros lectores, los que aún no leen nada) crean que resulta más interesante saber de qué murió Julio Cortázar que leer ese monumento maravilloso, ese libro único e inolvidable, que tanta pasión despertó por la literatura y por la vida, que se tituló Rayuela.
Un día sabremos de Samuel Beckett, tan sólo, que murió en un asilo y que se había desprendido del dinero del Nobel, y se corre el riesgo de que Juan Rulfo sea, para los futuros lectores, uno que escribía cartas de amor que a su muerte fueron compiladas como una novela. “Como una novela”, eso es lo que se dice de muchas vidas contadas, de las cuales no se cuentan, precisamente, las novelas...
No se resiste la tentación de pensar que es más fácil prender los recuerdos con los alfileres del anecdotario que con la paciencia sinuosa de la lectura larga, reposada y paciente de los grandes libros de siempre y de ahora; estos días, en las librerías abarrotadas, hemos vuelto a sentir aquella ilusión de los primeros años de lectura, cuando todo, de pronto, era una novedad, y se llenaban las manos de Sartre, Camus, Basani, Prattolini, Neruda, Lorca...
Teníamos 20 años y éramos lectores, ésa quizá era la única ambición posible, el único lujo que propiciaba la existencia en un país y en un mundo en el que había, al menos, mucho menos ruido.
Las librerías, regresar a ellas es volver a tocar la verdad misteriosa, el aliento antiguo y perenne de los libros, regalarlos, leerlos, hablar de ellos... Qué cosa tan hermosa esta cosa tan antigua.

* Escritor español. Publicado en el diario El País, especial para Página/12

 

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