Esto
es un libro
Por Juan Cruz *
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Decía Umberto
Eco (¿o fue Juan Cueto?), y ya se ha dicho muchas veces, que jamás
te pedirían en el avión que apagaras el libro y eso es lo
que el libro de papel ese objeto tangible y oloroso, viejo o nuevo,
misterioso y manejable, un lujo en la mano, en la carpeta y en el bolsillo
tiene, en principio, como ventaja suprema sobre los otros libros que vienen,
los libros electrónicos, cuyo plasma suntuoso es aún un
privilegio lejano, una entelequia, como lo fueron en la lontananza no
tan lejana de los tiempos inventos que hoy son espectáculo cotidiano
de nuestra vida.
De momento, aquélla es la superioridad indiscutible de los libros:
va rápido el mundo y es probable que con esos volúmenes,
cuya historia tan vieja es también una crónica de la velocidad
con que se transmite la inteligencia, nos pase alguna vez en el futuro
lo mismo que nos ha sucedido con la memoria de los primeros teléfonos,
con el recuerdo de la tortura del papel carbón, tan útil
para hacer copias de las instancias y de los escritos, y con tantos otros
artilugios que eran desconocidos hace algunas décadas y que hoy
conviven con nosotros como si hubieran existido siempre.
Un día diremos: ¿te acuerdas de cuando había libros?
Jamás, claro, eso no se dirá jamás. Ayer, anteayer,
estos días, han sido días de fiesta en los templos tradicionales
de los libros, las librerías. En España, leer no es un hábito;
no ha sido impulsado para que lo sea, y además corren malos tiempos
para que se acreciente la pasión por el uso efectivo de los libros,
pues ni los medios de comunicación masivos tienen verdadero interés
por ellos ni se ocupan los que los hacen o los que los tienen de hablar
de ellos con el entusiasmo que estos objetos mudos que hablan tanto se
merecen.
Alrededor de los libros y de sus autores se observa ahora, y crecientemente,
la manía del cotilleo, que a veces propician los escritores y otras
veces propician sus biógrafos, sus exégetas o sus enemigos.
Como si los libros no fueran los que tienen que hablar, ofreciendo desde
sus páginas la emoción de sus personajes inventados, de
sus ideas cruzadas o de sus fantasías suntuosas o secretas, parece
que ahora le ha tocado el tiempo al chisme, y florece por doquier como
si ese bosque fuera a impedir que se vean los árboles.
Es peligroso, porque puede llegar el momento en que los lectores (los
futuros lectores, los que aún no leen nada) crean que resulta más
interesante saber de qué murió Julio Cortázar que
leer ese monumento maravilloso, ese libro único e inolvidable,
que tanta pasión despertó por la literatura y por la vida,
que se tituló Rayuela.
Un día sabremos de Samuel Beckett, tan sólo, que murió
en un asilo y que se había desprendido del dinero del Nobel, y
se corre el riesgo de que Juan Rulfo sea, para los futuros lectores, uno
que escribía cartas de amor que a su muerte fueron compiladas como
una novela. Como una novela, eso es lo que se dice de muchas
vidas contadas, de las cuales no se cuentan, precisamente, las novelas...
No se resiste la tentación de pensar que es más fácil
prender los recuerdos con los alfileres del anecdotario que con la paciencia
sinuosa de la lectura larga, reposada y paciente de los grandes libros
de siempre y de ahora; estos días, en las librerías abarrotadas,
hemos vuelto a sentir aquella ilusión de los primeros años
de lectura, cuando todo, de pronto, era una novedad, y se llenaban las
manos de Sartre, Camus, Basani, Prattolini, Neruda, Lorca...
Teníamos 20 años y éramos lectores, ésa quizá
era la única ambición posible, el único lujo que
propiciaba la existencia en un país y en un mundo en el que había,
al menos, mucho menos ruido.
Las librerías, regresar a ellas es volver a tocar la verdad misteriosa,
el aliento antiguo y perenne de los libros, regalarlos, leerlos, hablar
de ellos... Qué cosa tan hermosa esta cosa tan antigua.
* Escritor español. Publicado en el diario El País,
especial para Página/12
REP
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