Por
Rodrigo Fresán
Pensar
en los mutantes como en una suerte de extraterrestres caseros, hechos
en la tierra y caminando entre nosotros. Gente con poderes, uno o dos
escalones más alto en la pirámide evolutiva. Parecen iguales
a nosotros pero... Theodore Sturgeon (Nueva York, 1918-1985) primero fue
marino, después trabajó en un circo y recién después
se hizo tiempo y espacio para escribir unos 175 cuentos y un puñado
de novelas entre las que se cuentan Los cristales soñadores (1950)
y Más que humano (1953, alguna vez en la carpeta de Federico Fellini,
ya que se trataba de uno de sus libros favoritos), y sendas obras maestras
sobre el tema de los mutantes perdiéndose y encontrándose
en una sociedad que no los comprende y que los considera freaks.
El logro de Sturgeon y por lo que será merecidamente recordado
por más de más de un seguidor de la línea dura
o clásica de la ciencia-ficción es que en buena parte
de sus ficciones se nos invita a contemplar el mundo del paria, del que
se encuentra y se siente afuera, desde adentro. El punto de vista es el
del freak pensar, sí, en Sturgeon como el escritor de ciencia-ficción
más freak después de, por supuesto, Philip K. Dick
es lo que constituye buena parte de su Tema y así, con el correr
de las páginas y el transcurrir de los hechos, el lector no puede
evitar el pensar que los seres humanos normales no lo son
tanto después de todo.
En las dos novelas antes mencionadas, Sturgeon proclamaba la llegada del
homo-gestalt, nueva instancia evolutiva donde el Nuevo Hombre estaría
compuesto por varias personas con poderes trabajando en equipo. X-Men
-comic y film abreva en sus ideas.
To Marry Medusa publicada en nuestro idioma como Violación
cósmica lleva el asunto todavía más lejos a
la vez que constituye una originalísima vuelta de tuerca sobre
el tema de la invasión extraterrestre. Gurlick es un tipo común
y corriente y poco inteligente hasta que sin darse cuenta ingiere una
espora extraterrestre que lo convierte en el cuerpo perfecto para albergar
a Medusa: una forma de inteligencia tan vasta que comprende la conciencia
y sabiduría de un billón de planetas. El problema es que
el próximo paso de Medusa es incorporar a nuestro planeta a su
disco duro... El hurkel es una bestia feliz es otra de esas
variaciones gremlin sobre el tema del de afuera llegando a nuestro adentro
para, uh, invertir nuestro sentido del aquí nosotros, allá
ellos.
El
hurkel es una bestia feliz
El monstruito
de Mac (1988) cuya interesante particularidad es que se alimenta
a base de... Coca-Cola.
El
hurkel fue retrocediendo hacia el resplandor, metió las patas
traseras en una barra colectora �afortunadamente no había potencia
de tierra� y subió.
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Por
Theodore Sturgeon
Esto
ocurrió hace mucho, mucho tiempo...
Lirht
está en un plano universal distinto o en otra galaxia. Quizá
no haya diferencia entre estos términos. Lirht es por lo menos
un planeta con tres lunas una de ellas desconocida y un
sol, tan importante en su universo como el sol nuestro.
Lirht está habitado por los gwiks, la raza dominante, y por otras
especies menos desarrolladas que no interesan a esta historia. Excepto,
por supuesto, el hurkel. El hurkel es muy estimado por los gwiks como
animal doméstico, a pesar de que los hurkels son más afectuosos
que leales.
Los hurkels más hermosos son los azules.
Bien. En Lirht, en la más grande de sus ciudades, hubo ciertos
desórdenes, de una naturaleza que quizá no conocemos,
y un gwik llamado Hvov, a quien olvidaremos inmediatamente, voló
un edificio de una importancia que no entenderíamos. Este suceso
causó una gran excitación, y muchos gwiks dejaron sus
casas, fábricas y estrúbeles y corrieron al centro de
la ciudad, y así fue como la puerta de un cierto laboratorio
quedó abierta.
En las épocas de grandes confusiones las cosas menudas siguen
su curso. Durante los diez días que sacudieron al mundo
los cafés y teatros de Moscú y Petrogrado continuaron
abiertos, la gente se enamoró, entabló pleitos, murió,
derramó sudor y lágrimas, y algunas de esas lágrimas
fueron de risa. Así en Lirht, mientras se decidía el destino
del miserable Hvov, los gwiks siguieron fardando, funtando y fupando.
La gran central hiutónica siguió emitiendo sus poderosos
latidos, y en los ánamos brotaron los corsones.
Por el mencionado laboratorio, que en aquellas circunstancias había
quedado abierto, se paseaba un cachorro de hurkel. Se sentía
allí muy feliz, pero ya se sabe que el hurkel es una bestia feliz.
Rondaba de un lado a otro sin miedo podía hacerse invisible
si se asustaba y miraba con ojos brillantes las patas de las mesas
y las resplandecientes paredes cubiertas de estantes. Se movía
sinuosamente, alzando el lomo y arqueando el cuerpo sobre el piso. Las
patas delanteras y traseras eran tan firmes y rectas como las de una
silla; en las del medio había dos pares de rodillas; un par se
doblaba hacia adelante y el otro hacia atrás. Tenía una
estructura tan ingeniosa como la del escorpión, y era de un color
extraordinariamente azul.
Una máquina enorme e intrincada ocupaba casi la mitad del laboratorio,
con sus partes todavía a la vista, mostrando los signos de desarrollo
comunes a toda la galaxia: ganchos que unían distintos elementos,
cables que terminaban en pinzas de resorte, aparatos medidores en mesitas
cerca del cuerpo central. El cachorro observaba la máquina con
curiosidad y amistosas intenciones, emitiendo una onda de radiación
que era su mirada o su ronroneo. Arqueando el lomo delicadamente dio
un rodeo y pisó con suavidad, pero con firmeza, una llave en
el piso.
Inmediatamente se oyó un zumbido precipitado, como si unos pajaritos
persiguiesen a unos enormes mosquitos, y unas partes de la máquina
empezaron a calentarse. El cachorro miró con curiosidad, y vio,
allá arriba, en la confusión de bobinas y cables, el más
atrayente de los espectáculos. Era como el centelleo del calor
sobre un campo en barbecho; era como un vórtice de humo; como
rojas luces de neón sobre un pavimento mojado. Para los sentidos
del cachorro aquel centelleo rojo anaranjado era también como
el olor de la menta para un gato, o el anís para un terrier terrestre.
El hurkel fue retrocediendo hacia el resplandor, metió las patas
traseras en una barra colectora afortunadamente no había
potencia de tierra y subió. Pasó así de un
transformador a una pila, saltó a un condensador variable que
cambió de dirección, desapareció momentáneamente
al sentir la mordedura de una lámpara caliente y al fin se balanceó
a orillas del centelleo. La luz oscilaba en el aire en una especie de
gabinete, rodeado por pesadas bobinas con decenas de miles de vueltas
de alambre y grandes recolectores. El gabinete tenía una abertura,
enfrente, y el cachorro miró fascinado el interior, balanceándose,
adelante y atrás, al ritmo de una música que él
mismo inventaba acompañando aquella llama aérea. Se balanceó
así un rato, bajando y subiendo, dejándose llevar en una
ola de deliciosas y apremiantes sensaciones. Y una vez, sólo
una vez, su centro de gravedad se alejó demasiado de su punto
de apoyo. Demasiado... bastante. Se precipitó en el gabinete,
en la llama.
Un
día caluroso y sofocante de mediados de junio, un maestro, de
nombre Stott, que enseñaba siete asignaturas a los niños
de un pueblo, estaba escribiendo en la pizarra. Escribía la palabra
Madagascar, y el aire era tan húmedo y cálido que podía
sentir cómo la camiseta se le pegaba y despegaba en el omóplato
con cada a redonda.
Detrás de él estalló de pronto un susurro entre
los sudorosos escolares. Sus educados reflejos le impidieron volverse
en seguida, y cuando acabó de escribir, la clase era ya un joven
rugido. Stott se volvió a medias, abrió la boca y la cerró
otra vez. Aquello merecía algo más que la reprimenda de
costumbre.
Sus cuarenta alumnos se retorcían y revolvían de un modo
extraordinario, y el sonido que emitían, una especie de plañidera
risita, era realmente singular. Miró a los niños, uno
por uno. Aquí una mano rascaba trabajosamente una nuca; allá
un chico escarbaba vergonzosamente bajo una camisa; más allá
una reluciente y aseada damisela se frotaba violentamente el cuero cabelludo.
Conociendo el valor de un ataque individual, Stott entonó:
Hubert, ¿qué pasa?
El aula se calmó inmediatamente, aunque algunos siguieron agitándose
con disimulo.
Nada, señor gorjeó Hubert.
Stott lanzó unas ojeadas a un lado y a otro. Cada vez que miraba
a alguien, el rascado cesaba, reemplazado por un agonizante control.
Apartaba la vista, y los cuerpos se retorcían otra vez y se reanudaban
las fricciones. Stott miró con furia aquí y allá,
y se pasó distraídamente un pulgar por una costilla izquierda
inferior. Alguien se rió entre dientes. Antes de que pudiera
descubrir al culpable, Stott sintió de pronto una intensa picazón.
Se dominó apretando las mandíbulas y se juró a
sí mismo que no se rascaría mientras estuviese allí,
frente a la clase.
La clase ha... empezó a decir ásperamente,
y se detuvo.
Había un... algo en el alféizar de una ventana abierta.
Parpadeó y miró otra vez. Era una nube translúcida,
azulina, casi nada en verdad. Era menos de lo que debía ser algo,
pero también, sin duda, más que nada. Con un poco de imaginación
hasta podía ver el contorno de una arqueada criatura con demasiadas
patas; pero por supuesto eso era ridículo.
Apartó los ojos y miró a la clase con el ceño fruncido.
Había tenido dos desafortunadas experiencias con bombas de mal
olor, y tenía la idea de haber visto alguna vez, en una tienda
de productos humorísticos, un polvo picante. ¿Podía
ser ése el origen de la terrible picazón? No era tiempo
aún, sin embargo, de acusar a alguien. Un error difundiría
entre sus menudos genios ciertas nociones extracurriculares.
Probó otra vez.
La cla... Tragó saliva. La picazón era....
La clase ha...
Advirtió que una cabeza, y luego otra y otra se volvían
hacia la ventana. Comprendió que si la clase se interesaba demasiado
en lo que él creía ver, tendría que enfrentar el
pánico. Buscó la regla a tientas y golpeó dos veces
el escritorio. No midió adecuadamente sus golpes, y el resultado
fue algo parecido a dos pistoletazos. La clase se volvió hacia
él como una sola cabeza, y la cosa de la ventana apareció
aún más claramente. Era azul..., de un azul realmente
hermoso. Tenía una pequeña cabeza esférica y una
protuberancia casi idéntica en el otro extremo. Las cuatro patas
eran rectas, el cuerpo sinuoso y los dos miembros centrales carecían
aparentemente de estructura ósea. A un lado de la cabeza había
cuatro pares de ojos, de distinto tamaño. El animal se balanceó
en el alféizar unos diez segundos, y luego, sin un sonido, saltó
de la ventana y desapareció.
El señor Stott, pálido y agitado, cerró los ojos.
Las rodillas le temblaban y se le doblaban, y sobre el labio superior
le apareció un delicado bigote de transpiración. Se aferró
con las dos manos al escritorio y se obligó a abrir los ojos;
y entonces, inundándolo de alivio, repicando en su terror, devolviéndole
el dominio de sí mismo, sonó la campanilla que anunciaba
el fin de la clase y las tareas escolares del día.
La clase ha terminado tartamudeó, y se sentó.
Los niños se incorporaron y salieron, y las filas estremecidas
se transformaron en un alborotador calidoscopio que se apretó
en el estrecho pasillo. El señor Stott se reclinó flojamente
en su asiento, advirtiendo que la terrible picazón había
desaparecido junto con los golpes de la regla.
Bien. El señor Stott era un hombre metódico. El señor
Stott se alababa la habilidad con que enseñaba a sus alumnos
a usar de sus poderes de observación, y todos los mecanismos
lógicos de que podían disponer. Quizás en él
luego de haberse recobrado esos poderes y mecanismos eran
superiores a los del hombre común.
Clavó los ojos en la ventana abierta, sin ver más allá
los prados bañados por el sol. Y luego de examinar lo ocurrido
una media docena de veces, sacó dos importantes conclusiones.
Primero: el animal que había visto, o había creído
ver, tenía seis patas.
Segundo: el animal era de tal naturaleza que cualquiera que no lo hubiese
visto podía creer que él, Stott, había perdido
el juicio.
Estos dos pensamientos tenían sus corolarios.
Primero: todo animal de seis patas debía ser un insecto.
Segundo: en su relación con aquella fantástica criatura
nadie podía ayudarlo. Y cualquier cosa que resolviese debería
hacerla en seguida. Pensó en cerrar las ventanas con aquel
calor y rechazó la idea. Pensó en el efecto que
causaría tal monstruosidad en un aula llena de niños de
unos diez años de edad, y se estremeció. No, no se podía
perder tiempo.
Fue hasta la ventana y examinó el alféizar. Nada. No se
venía nada afuera tampoco. Se quedó pensativo un momento,
tironéandose del labio inferior y pensando. Luego bajó
las escaleras y le pidió al portero dos kilos de DDT para un
experimento. Consiguió una caja de madera ancha y
chata y un ventilador eléctrico y los puso en una mesa que acercó
a la ventana. Luego se sentó a esperar. No era imposible que
la bestia azul volviera.
Cuando
el hurkel cachorro se precipitó al fuego, se encogió preparándose
para una caída que terminaría por lo menos en el piso
del gabinete. Su sorpresa fue tremenda cuando se descubrió encogido
y ya de pie sobre una superficie. Miró alrededor, boqueando de
miedo, con su reflejo de invisibilidad en pleno funcionamiento.
El gabinete había desaparecido. La llama había desaparecido.
El laboratorio con sus ventanas, iluminadas por el anaranjado cielo
lirhtiano, sus estantes de relucientes aparatos, el armatoste de la
máquina..., todo había desaparecido.
El hurkel cachorro se encontró en un espacio abierto, una especie
de prado. Ningún color estaba bien; todo parecía envuelto
en una penumbra, nublado, fuera de foco. Había árboles,
pero no eran bajos y chatos y espesos como cualquier honesto árbol
lirhtiano; los troncos eran desnudosy rectos, y las hojas se parecían
a los dientes del portel. Los diferentes gases atmosféricos eran
de color; nubes de colores débiles y cambiantes oscurecían
y revelaban todo. El cachorro retorció sus cafmoros y rudeló
su kump; ninguna clase de entrenamiento previo hubiese podido prepararlo
para superar semejante conmoción.
Se reanimó y trató de moverse, y recibió la segunda
sorpresa. En vez de arquearse simplemente como una oruga, flotó
en el aire y fue a caer tres veces más lejos que en todos sus
saltos anteriores.
Se agachó en aquellas hierbas de sueño, echando miradas
alrededor, abajo, arriba. Se sentía solo y asustado. Vio su sombra
a través de la móvil niebla y se asustó aún
más, pues en Lirht cuando se asustaba no tenía sombra.
Todo aquí era al revés o estaba equivocado: si tenía
miedo se hacía más visible en vez de menos; las patas
no funcionaban bien, no podía ver claramente, y no había
ni siquiera un solitario malapek que pudiese rastrear. Imaginó
una música; felizmente le sonaba bien en la cabeza redonda, y
sin embargo no resonaba tan bien como antes.
Trató, con muchas precauciones, de moverse de nuevo. Esta vez
su trayectoria fue más corta y más controlada. Probó
un paso menudo y medido y tuvo mucho éxito. Luego se balanceó
un rato, sobre las flexibles patas del medio, y con total abandono se
lanzó hacia arriba. Subió por lo menos cinco metros, dando
vueltas y vueltas en el aire, y cayó en la hierba sobre las patas
delanteras.
El hurkel se sintió realmente deleitado con esta sensación.
Se encogió, graiteando de placer, y saltó nuevamente.
Esta vez no alcanzó tanta altura, pero recorrió una distancia
más larga y al aterrizar rebotó feliz y largamente, dos
veces.
En la exploración de esta deliciosa y nueva libertad de movimientos,
olvidó sus temores. El hurkel, como se dijo antes, es una bestia
feliz. Corcoveó y flotó, remontó y dio saltos mortales,
y al fin golpeó una pared de ladrillos con sorprendentes y desagradables
resultados. Estaba aprendiendo, del modo más duro, la distinción
entre el peso y la masa. El golpe fue leve, pero doloroso. El hurkel
retrocedió desamparado y miró los ladrillos. Justo cuando
empezaba a sentirse contento otra vez...
Alzó los ojos y vio lo que parecía ser una abertura en
la pared, a unos dos metros y medio del suelo. Animado por un espíritu
de aventura, saltó y fue a posarse en el alféizar de una
ventana..., hazaña de la que se sintió muy orgulloso.
Se echó allí, alisándose el pelo, y miró
adentro.
La escena era muy agradable. Más de cuarenta animales de una
divertida fealdad, aparentemente presos por sus extremidades inferiores
a unos establos individuales, balanceaban la cabeza y farfullaban. En
el otro extremo del recinto había un monstruo más delgado
y más alto, de cabeza desnuda... desnuda comparada con las cabezas
de los monstruos prisioneros, cubiertas de pelos como un huevo de mawson.
Un ligero examen le mostró al cachorro que en realidad sólo
un lado de la cabeza era peludo. El monstruo alto se dio vuelta y empezó
a hacer unas marcas en la pared, y se vio que su cabeza era también
peluda atrás.
El hurkel cachorro encontraba todo esto tremendamente divertido. Se
puso a irradiar lo que en Lirht era un ronroneo o resplandor. En ese
fantástico lugar el ronroneo no era visible; en cambio los animales
presos empezaron a retorcerse y a contorsionarse de un modo muy curioso,
y a frotarse ruidosamente los costados con las garras. Esto agradó
al cachorro todavía más, pues le gustaba mucho que notaran
su presencia, y redobló el resplandor. Los movimientos receptivos
de los animales se hicieron casi frenéticos.
Entonces el monstruo alto se volvió otra vez. Emitió unos
sonidos raros. Luego tomó una vara de la plataforma de adelante
y la dejó caer con un terrible ruido.
El repentino estruendo trastornó al cachorro. Se asustó
tanto que se volvió invisible, pero el sistema de visibilidad
estaba invertido allí, y su figura se hizo claramente evidente.
Se volvió y saltó, perseguido,antes de llegar al suelo,
por un agudo chirrido metálico. El cotorreo y los agitados ruidos
que llegaron de arriba aumentaron aún más el devorador
terror del cachorro. Se arrastró rápidamente hasta un
matorral bajo y se ocultó entre las hojas.
Muy pronto, sin embargo, recuperó su irreprimible buena naturaleza.
Aflojó el cuerpo, observando el ligero movimiento de los tallos
y hojas -algunas debían de haber sido flores en la leve
brisa. Una criatura alada llegó zumbando y bailó alrededor
de un capullo. El cachorro se apoyó en una pata central, estiró
rápidamente la otra y cazó al intruso en pleno vuelo.
El bicho le clavó inmediatamente en la pata una afilada sonda
negra. El cachorro no tuvo en cuenta el pinchazo, se comió a
la criatura y eructó. Se quedó quieto unos minutos, saboreando
la sensación de la abeja en el clarfelo. De pronto la experiencia
dejó de ser un éxito. El hurkel se comió a la abeja
dos veces más y al fin renunció a la poco agradable tarea.
Volvió la atención otra vez a la ventana, preguntándose
qué estarían haciendo ahora aquellas filas de animales.
Parecía estar todo muy tranquilo allá arriba... Audazmente
el cachorro salió de su escondite, saltó y se posó
otra vez en el alféizar. Se sentía muy satisfecho; sus
saltos en aquel enloquecido lugar eran cada vez más precisos.
Se alisó el pelo, balanceándose en el borde de la ventana,
y miró adentro.
Sorprendentemente, todos los animales más pequeños se
habían ido. El más grande estaba agachado detrás
de la plataforma, en el otro extremo. El cachorro y el animal se observaron
un largo rato. Al fin el animal se inclinó hacia adelante y tocó
algo en la pared.
Inmediatamente se oyó un zumbido mecánico, y algo empezó
a girar en la plataforma cerca de la ventana. Un segundo después
el cachorro se vio envuelto en una nube de polvo picante.
Sintió que se ahogaba y el miedo cada vez mayor fue
haciéndolo más visible. Durante un largo momento no pudo
moverse; gradualmente, sin embargo, advirtió una punzante y dolorosa
sensación que le llegaba a las entrañas. Se abandonó
a ella, y un agonizante éxtasis cayó sobre él en
olas sucesivas. Resplandeció brillantemente, aunque la emanación
sirvió sólo para que el animal de la habitación
se rascara de un modo histérico.
El hurkel se sentía raro, transportado. Se volvió y saltó
al aire, alejándose del edificio.
El
señor Stott dejó de rascarse la cabeza. Desgreñado,
fue hacia la ventana y observó el curioso espectáculo
de la bestia azul, totalmente invisible ahora, aunque envuelta en polvo,
de modo que parecía una burbuja en la niebla. Rebotaba por el
prado como flotando en el aire, dejando detrás, en la hierba,
unas manchas cada vez más pequeñas de polvo blanco. Stott
se frotó las manos, sonrió afectadamente, y se retiró
a sus tareas. Había salvado a la tierra de batallas, asesinatos
y derramamientos de sangre; pero él no lo sabía. Nadie
descubrió qué había hecho el señor Stott.
De modo que su vida fue larga y feliz.
¿Y el hurkel cachorro?
Fue saltando por las largas sombras y desapareció en unos matorrales.
Allí cavó un pozo, trabajando soñolientamente,
con más y más lentitud. Y al fin se dejó caer en
él y allí, inmóvil, pensó raros pensamientos,
produciendo una música extraña, y sacudido por extrañas
sensaciones. Pronto cesó en él todo movimiento y se quedó
estirado, tieso...
Durante unas dos semanas. Al cabo de ese tiempo, el hurkel, ya no un
cachorro, se encontró rodeado por una camada de unos doscientos
jóvenes. Quizá fue el DDT o quizá fueron las raras
radiaciones que recibió el hurkel del cielo terrestre, pero todas
las nuevas criaturas eran hembras partenogenéticas como usted
y como yo.
¿Y los humanos? Oh, ¡los criamos bien! ¡Y qué
felices fuimos! Pero los humanos tenían la picazón errática,
y la picazón inflamada, y la comezón paraestética,
hormigueante o punzante. Y no podían evitarlo de ningún
modo.
Así que se fueron.
¿No es éste un lugar encantador?
De
Regreso, de Theodore Sturgeon. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones
Minotauro.
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