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VERANO | 12
Mutantes

Scanners, de David Cronenberg (1980). Pequeña gran película sobre mutantes de costumbres peligrosas.

Por Rodrigo Fresán

Pensar en los mutantes como en una suerte de extraterrestres caseros, hechos en la tierra y caminando entre nosotros. Gente con poderes, uno o dos escalones más alto en la pirámide evolutiva. Parecen iguales a nosotros pero... Theodore Sturgeon (Nueva York, 1918-1985) primero fue marino, después trabajó en un circo y recién después se hizo tiempo y espacio para escribir unos 175 cuentos y un puñado de novelas entre las que se cuentan Los cristales soñadores (1950) y Más que humano (1953, alguna vez en la carpeta de Federico Fellini, ya que se trataba de uno de sus libros favoritos), y sendas obras maestras sobre el tema de los mutantes perdiéndose y encontrándose en una sociedad que no los comprende y que los considera freaks.
El logro de Sturgeon –y por lo que será merecidamente recordado por más de más de un seguidor de la línea “dura” o clásica de la ciencia-ficción– es que en buena parte de sus ficciones se nos invita a contemplar el mundo del paria, del que se encuentra y se siente afuera, desde adentro. El punto de vista es el del freak –pensar, sí, en Sturgeon como el escritor de ciencia-ficción más freak después de, por supuesto, Philip K. Dick– es lo que constituye buena parte de su Tema y así, con el correr de las páginas y el transcurrir de los hechos, el lector no puede evitar el pensar que los seres humanos “normales” no lo son tanto después de todo.
En las dos novelas antes mencionadas, Sturgeon proclamaba la llegada del homo-gestalt, nueva instancia evolutiva donde el Nuevo Hombre estaría compuesto por varias personas con poderes trabajando en equipo. X-Men -comic y film– abreva en sus ideas.
To Marry Medusa –publicada en nuestro idioma como Violación cósmica– lleva el asunto todavía más lejos a la vez que constituye una originalísima vuelta de tuerca sobre el tema de la invasión extraterrestre. Gurlick es un tipo común y corriente y poco inteligente hasta que sin darse cuenta ingiere una espora extraterrestre que lo convierte en el cuerpo perfecto para albergar a Medusa: una forma de inteligencia tan vasta que comprende la conciencia y sabiduría de un billón de planetas. El problema es que el próximo paso de Medusa es incorporar a nuestro planeta a su disco duro... “El hurkel es una bestia feliz” es otra de esas variaciones gremlin sobre el tema del de afuera llegando a nuestro adentro para, uh, invertir nuestro sentido del aquí nosotros, allá ellos.

 


 

El hurkel es una bestia feliz

El monstruito de Mac (1988) cuya interesante particularidad es que se alimenta a base de... Coca-Cola.

El hurkel fue retrocediendo hacia el resplandor, metió las patas traseras en una barra colectora �afortunadamente no había potencia de tierra� y subió.

Por Theodore Sturgeon

Esto ocurrió hace mucho, mucho tiempo...

Lirht está en un plano universal distinto o en otra galaxia. Quizá no haya diferencia entre estos términos. Lirht es por lo menos un planeta con tres lunas –una de ellas desconocida– y un sol, tan importante en su universo como el sol nuestro.
Lirht está habitado por los gwiks, la raza dominante, y por otras especies menos desarrolladas que no interesan a esta historia. Excepto, por supuesto, el hurkel. El hurkel es muy estimado por los gwiks como animal doméstico, a pesar de que los hurkels son más afectuosos que leales.
Los hurkels más hermosos son los azules.
Bien. En Lirht, en la más grande de sus ciudades, hubo ciertos desórdenes, de una naturaleza que quizá no conocemos, y un gwik llamado Hvov, a quien olvidaremos inmediatamente, voló un edificio de una importancia que no entenderíamos. Este suceso causó una gran excitación, y muchos gwiks dejaron sus casas, fábricas y estrúbeles y corrieron al centro de la ciudad, y así fue como la puerta de un cierto laboratorio quedó abierta.
En las épocas de grandes confusiones las cosas menudas siguen su curso. Durante los “diez días que sacudieron al mundo” los cafés y teatros de Moscú y Petrogrado continuaron abiertos, la gente se enamoró, entabló pleitos, murió, derramó sudor y lágrimas, y algunas de esas lágrimas fueron de risa. Así en Lirht, mientras se decidía el destino del miserable Hvov, los gwiks siguieron fardando, funtando y fupando. La gran central hiutónica siguió emitiendo sus poderosos latidos, y en los ánamos brotaron los corsones.
Por el mencionado laboratorio, que en aquellas circunstancias había quedado abierto, se paseaba un cachorro de hurkel. Se sentía allí muy feliz, pero ya se sabe que el hurkel es una bestia feliz. Rondaba de un lado a otro sin miedo –podía hacerse invisible si se asustaba– y miraba con ojos brillantes las patas de las mesas y las resplandecientes paredes cubiertas de estantes. Se movía sinuosamente, alzando el lomo y arqueando el cuerpo sobre el piso. Las patas delanteras y traseras eran tan firmes y rectas como las de una silla; en las del medio había dos pares de rodillas; un par se doblaba hacia adelante y el otro hacia atrás. Tenía una estructura tan ingeniosa como la del escorpión, y era de un color extraordinariamente azul.
Una máquina enorme e intrincada ocupaba casi la mitad del laboratorio, con sus partes todavía a la vista, mostrando los signos de desarrollo comunes a toda la galaxia: ganchos que unían distintos elementos, cables que terminaban en pinzas de resorte, aparatos medidores en mesitas cerca del cuerpo central. El cachorro observaba la máquina con curiosidad y amistosas intenciones, emitiendo una onda de radiación que era su mirada o su ronroneo. Arqueando el lomo delicadamente dio un rodeo y pisó con suavidad, pero con firmeza, una llave en el piso.
Inmediatamente se oyó un zumbido precipitado, como si unos pajaritos persiguiesen a unos enormes mosquitos, y unas partes de la máquina empezaron a calentarse. El cachorro miró con curiosidad, y vio, allá arriba, en la confusión de bobinas y cables, el más atrayente de los espectáculos. Era como el centelleo del calor sobre un campo en barbecho; era como un vórtice de humo; como rojas luces de neón sobre un pavimento mojado. Para los sentidos del cachorro aquel centelleo rojo anaranjado era también como el olor de la menta para un gato, o el anís para un terrier terrestre.
El hurkel fue retrocediendo hacia el resplandor, metió las patas traseras en una barra colectora –afortunadamente no había potencia de tierra– y subió. Pasó así de un transformador a una pila, saltó a un condensador variable –que cambió de dirección–, desapareció momentáneamente al sentir la mordedura de una lámpara caliente y al fin se balanceó a orillas del centelleo. La luz oscilaba en el aire en una especie de gabinete, rodeado por pesadas bobinas con decenas de miles de vueltas de alambre y grandes recolectores. El gabinete tenía una abertura, enfrente, y el cachorro miró fascinado el interior, balanceándose, adelante y atrás, al ritmo de una música que él mismo inventaba acompañando aquella llama aérea. Se balanceó así un rato, bajando y subiendo, dejándose llevar en una ola de deliciosas y apremiantes sensaciones. Y una vez, sólo una vez, su centro de gravedad se alejó demasiado de su punto de apoyo. Demasiado... bastante. Se precipitó en el gabinete, en la llama.

Un día caluroso y sofocante de mediados de junio, un maestro, de nombre Stott, que enseñaba siete asignaturas a los niños de un pueblo, estaba escribiendo en la pizarra. Escribía la palabra Madagascar, y el aire era tan húmedo y cálido que podía sentir cómo la camiseta se le pegaba y despegaba en el omóplato con cada a redonda.
Detrás de él estalló de pronto un susurro entre los sudorosos escolares. Sus educados reflejos le impidieron volverse en seguida, y cuando acabó de escribir, la clase era ya un joven rugido. Stott se volvió a medias, abrió la boca y la cerró otra vez. Aquello merecía algo más que la reprimenda de costumbre.
Sus cuarenta alumnos se retorcían y revolvían de un modo extraordinario, y el sonido que emitían, una especie de plañidera risita, era realmente singular. Miró a los niños, uno por uno. Aquí una mano rascaba trabajosamente una nuca; allá un chico escarbaba vergonzosamente bajo una camisa; más allá una reluciente y aseada damisela se frotaba violentamente el cuero cabelludo.
Conociendo el valor de un ataque individual, Stott entonó:
–Hubert, ¿qué pasa?
El aula se calmó inmediatamente, aunque algunos siguieron agitándose con disimulo.
–Nada, señor –gorjeó Hubert.
Stott lanzó unas ojeadas a un lado y a otro. Cada vez que miraba a alguien, el rascado cesaba, reemplazado por un agonizante control. Apartaba la vista, y los cuerpos se retorcían otra vez y se reanudaban las fricciones. Stott miró con furia aquí y allá, y se pasó distraídamente un pulgar por una costilla izquierda inferior. Alguien se rió entre dientes. Antes de que pudiera descubrir al culpable, Stott sintió de pronto una intensa picazón. Se dominó apretando las mandíbulas y se juró a sí mismo que no se rascaría mientras estuviese allí, frente a la clase.
–La clase ha... –empezó a decir ásperamente, y se detuvo.
Había un... algo en el alféizar de una ventana abierta. Parpadeó y miró otra vez. Era una nube translúcida, azulina, casi nada en verdad. Era menos de lo que debía ser algo, pero también, sin duda, más que nada. Con un poco de imaginación hasta podía ver el contorno de una arqueada criatura con demasiadas patas; pero por supuesto eso era ridículo.
Apartó los ojos y miró a la clase con el ceño fruncido. Había tenido dos desafortunadas experiencias con bombas de mal olor, y tenía la idea de haber visto alguna vez, en una tienda de productos humorísticos, un “polvo picante”. ¿Podía ser ése el origen de la terrible picazón? No era tiempo aún, sin embargo, de acusar a alguien. Un error difundiría entre sus menudos genios ciertas nociones extracurriculares.
Probó otra vez.
–La cla... –Tragó saliva. La picazón era...–. La clase ha...
Advirtió que una cabeza, y luego otra y otra se volvían hacia la ventana. Comprendió que si la clase se interesaba demasiado en lo que él creía ver, tendría que enfrentar el pánico. Buscó la regla a tientas y golpeó dos veces el escritorio. No midió adecuadamente sus golpes, y el resultado fue algo parecido a dos pistoletazos. La clase se volvió hacia él como una sola cabeza, y la cosa de la ventana apareció aún más claramente. Era azul..., de un azul realmente hermoso. Tenía una pequeña cabeza esférica y una protuberancia casi idéntica en el otro extremo. Las cuatro patas eran rectas, el cuerpo sinuoso y los dos miembros centrales carecían aparentemente de estructura ósea. A un lado de la cabeza había cuatro pares de ojos, de distinto tamaño. El animal se balanceó en el alféizar unos diez segundos, y luego, sin un sonido, saltó de la ventana y desapareció.
El señor Stott, pálido y agitado, cerró los ojos. Las rodillas le temblaban y se le doblaban, y sobre el labio superior le apareció un delicado bigote de transpiración. Se aferró con las dos manos al escritorio y se obligó a abrir los ojos; y entonces, inundándolo de alivio, repicando en su terror, devolviéndole el dominio de sí mismo, sonó la campanilla que anunciaba el fin de la clase y las tareas escolares del día.
–La clase ha terminado –tartamudeó, y se sentó.
Los niños se incorporaron y salieron, y las filas estremecidas se transformaron en un alborotador calidoscopio que se apretó en el estrecho pasillo. El señor Stott se reclinó flojamente en su asiento, advirtiendo que la terrible picazón había desaparecido junto con los golpes de la regla.
Bien. El señor Stott era un hombre metódico. El señor Stott se alababa la habilidad con que enseñaba a sus alumnos a usar de sus poderes de observación, y todos los mecanismos lógicos de que podían disponer. Quizás en él –luego de haberse recobrado– esos poderes y mecanismos eran superiores a los del hombre común.
Clavó los ojos en la ventana abierta, sin ver más allá los prados bañados por el sol. Y luego de examinar lo ocurrido una media docena de veces, sacó dos importantes conclusiones.
Primero: el animal que había visto, o había creído ver, tenía seis patas.
Segundo: el animal era de tal naturaleza que cualquiera que no lo hubiese visto podía creer que él, Stott, había perdido el juicio.
Estos dos pensamientos tenían sus corolarios.
Primero: todo animal de seis patas debía ser un insecto.
Segundo: en su relación con aquella fantástica criatura nadie podía ayudarlo. Y cualquier cosa que resolviese debería hacerla en seguida. Pensó en cerrar las ventanas –con aquel calor– y rechazó la idea. Pensó en el efecto que causaría tal monstruosidad en un aula llena de niños de unos diez años de edad, y se estremeció. No, no se podía perder tiempo.
Fue hasta la ventana y examinó el alféizar. Nada. No se venía nada afuera tampoco. Se quedó pensativo un momento, tironéandose del labio inferior y pensando. Luego bajó las escaleras y le pidió al portero dos kilos de DDT para un “experimento”. Consiguió una caja de madera ancha y chata y un ventilador eléctrico y los puso en una mesa que acercó a la ventana. Luego se sentó a esperar. No era imposible que la bestia azul volviera.

Cuando el hurkel cachorro se precipitó al fuego, se encogió preparándose para una caída que terminaría por lo menos en el piso del gabinete. Su sorpresa fue tremenda cuando se descubrió encogido y ya de pie sobre una superficie. Miró alrededor, boqueando de miedo, con su reflejo de invisibilidad en pleno funcionamiento.
El gabinete había desaparecido. La llama había desaparecido. El laboratorio con sus ventanas, iluminadas por el anaranjado cielo lirhtiano, sus estantes de relucientes aparatos, el armatoste de la máquina..., todo había desaparecido.
El hurkel cachorro se encontró en un espacio abierto, una especie de prado. Ningún color estaba bien; todo parecía envuelto en una penumbra, nublado, fuera de foco. Había árboles, pero no eran bajos y chatos y espesos como cualquier honesto árbol lirhtiano; los troncos eran desnudosy rectos, y las hojas se parecían a los dientes del portel. Los diferentes gases atmosféricos eran de color; nubes de colores débiles y cambiantes oscurecían y revelaban todo. El cachorro retorció sus cafmoros y rudeló su kump; ninguna clase de entrenamiento previo hubiese podido prepararlo para superar semejante conmoción.
Se reanimó y trató de moverse, y recibió la segunda sorpresa. En vez de arquearse simplemente como una oruga, flotó en el aire y fue a caer tres veces más lejos que en todos sus saltos anteriores.
Se agachó en aquellas hierbas de sueño, echando miradas alrededor, abajo, arriba. Se sentía solo y asustado. Vio su sombra a través de la móvil niebla y se asustó aún más, pues en Lirht cuando se asustaba no tenía sombra. Todo aquí era al revés o estaba equivocado: si tenía miedo se hacía más visible en vez de menos; las patas no funcionaban bien, no podía ver claramente, y no había ni siquiera un solitario malapek que pudiese rastrear. Imaginó una música; felizmente le sonaba bien en la cabeza redonda, y sin embargo no resonaba tan bien como antes.
Trató, con muchas precauciones, de moverse de nuevo. Esta vez su trayectoria fue más corta y más controlada. Probó un paso menudo y medido y tuvo mucho éxito. Luego se balanceó un rato, sobre las flexibles patas del medio, y con total abandono se lanzó hacia arriba. Subió por lo menos cinco metros, dando vueltas y vueltas en el aire, y cayó en la hierba sobre las patas delanteras.
El hurkel se sintió realmente deleitado con esta sensación. Se encogió, graiteando de placer, y saltó nuevamente. Esta vez no alcanzó tanta altura, pero recorrió una distancia más larga y al aterrizar rebotó feliz y largamente, dos veces.
En la exploración de esta deliciosa y nueva libertad de movimientos, olvidó sus temores. El hurkel, como se dijo antes, es una bestia feliz. Corcoveó y flotó, remontó y dio saltos mortales, y al fin golpeó una pared de ladrillos con sorprendentes y desagradables resultados. Estaba aprendiendo, del modo más duro, la distinción entre el peso y la masa. El golpe fue leve, pero doloroso. El hurkel retrocedió desamparado y miró los ladrillos. Justo cuando empezaba a sentirse contento otra vez...
Alzó los ojos y vio lo que parecía ser una abertura en la pared, a unos dos metros y medio del suelo. Animado por un espíritu de aventura, saltó y fue a posarse en el alféizar de una ventana..., hazaña de la que se sintió muy orgulloso. Se echó allí, alisándose el pelo, y miró adentro.
La escena era muy agradable. Más de cuarenta animales de una divertida fealdad, aparentemente presos por sus extremidades inferiores a unos establos individuales, balanceaban la cabeza y farfullaban. En el otro extremo del recinto había un monstruo más delgado y más alto, de cabeza desnuda... desnuda comparada con las cabezas de los monstruos prisioneros, cubiertas de pelos como un huevo de mawson. Un ligero examen le mostró al cachorro que en realidad sólo un lado de la cabeza era peludo. El monstruo alto se dio vuelta y empezó a hacer unas marcas en la pared, y se vio que su cabeza era también peluda atrás.
El hurkel cachorro encontraba todo esto tremendamente divertido. Se puso a irradiar lo que en Lirht era un ronroneo o resplandor. En ese fantástico lugar el ronroneo no era visible; en cambio los animales presos empezaron a retorcerse y a contorsionarse de un modo muy curioso, y a frotarse ruidosamente los costados con las garras. Esto agradó al cachorro todavía más, pues le gustaba mucho que notaran su presencia, y redobló el resplandor. Los movimientos receptivos de los animales se hicieron casi frenéticos.
Entonces el monstruo alto se volvió otra vez. Emitió unos sonidos raros. Luego tomó una vara de la plataforma de adelante y la dejó caer con un terrible ruido.
El repentino estruendo trastornó al cachorro. Se asustó tanto que se volvió invisible, pero el sistema de visibilidad estaba invertido allí, y su figura se hizo claramente evidente. Se volvió y saltó, perseguido,antes de llegar al suelo, por un agudo chirrido metálico. El cotorreo y los agitados ruidos que llegaron de arriba aumentaron aún más el devorador terror del cachorro. Se arrastró rápidamente hasta un matorral bajo y se ocultó entre las hojas.
Muy pronto, sin embargo, recuperó su irreprimible buena naturaleza. Aflojó el cuerpo, observando el ligero movimiento de los tallos y hojas -algunas debían de haber sido flores– en la leve brisa. Una criatura alada llegó zumbando y bailó alrededor de un capullo. El cachorro se apoyó en una pata central, estiró rápidamente la otra y cazó al intruso en pleno vuelo. El bicho le clavó inmediatamente en la pata una afilada sonda negra. El cachorro no tuvo en cuenta el pinchazo, se comió a la criatura y eructó. Se quedó quieto unos minutos, saboreando la sensación de la abeja en el clarfelo. De pronto la experiencia dejó de ser un éxito. El hurkel se comió a la abeja dos veces más y al fin renunció a la poco agradable tarea.
Volvió la atención otra vez a la ventana, preguntándose qué estarían haciendo ahora aquellas filas de animales. Parecía estar todo muy tranquilo allá arriba... Audazmente el cachorro salió de su escondite, saltó y se posó otra vez en el alféizar. Se sentía muy satisfecho; sus saltos en aquel enloquecido lugar eran cada vez más precisos. Se alisó el pelo, balanceándose en el borde de la ventana, y miró adentro.
Sorprendentemente, todos los animales más pequeños se habían ido. El más grande estaba agachado detrás de la plataforma, en el otro extremo. El cachorro y el animal se observaron un largo rato. Al fin el animal se inclinó hacia adelante y tocó algo en la pared.
Inmediatamente se oyó un zumbido mecánico, y algo empezó a girar en la plataforma cerca de la ventana. Un segundo después el cachorro se vio envuelto en una nube de polvo picante.
Sintió que se ahogaba y el miedo –cada vez mayor– fue haciéndolo más visible. Durante un largo momento no pudo moverse; gradualmente, sin embargo, advirtió una punzante y dolorosa sensación que le llegaba a las entrañas. Se abandonó a ella, y un agonizante éxtasis cayó sobre él en olas sucesivas. Resplandeció brillantemente, aunque la emanación sirvió sólo para que el animal de la habitación se rascara de un modo histérico.
El hurkel se sentía raro, transportado. Se volvió y saltó al aire, alejándose del edificio.

El señor Stott dejó de rascarse la cabeza. Desgreñado, fue hacia la ventana y observó el curioso espectáculo de la bestia azul, totalmente invisible ahora, aunque envuelta en polvo, de modo que parecía una burbuja en la niebla. Rebotaba por el prado como flotando en el aire, dejando detrás, en la hierba, unas manchas cada vez más pequeñas de polvo blanco. Stott se frotó las manos, sonrió afectadamente, y se retiró a sus tareas. Había salvado a la tierra de batallas, asesinatos y derramamientos de sangre; pero él no lo sabía. Nadie descubrió qué había hecho el señor Stott. De modo que su vida fue larga y feliz.
¿Y el hurkel cachorro?
Fue saltando por las largas sombras y desapareció en unos matorrales. Allí cavó un pozo, trabajando soñolientamente, con más y más lentitud. Y al fin se dejó caer en él y allí, inmóvil, pensó raros pensamientos, produciendo una música extraña, y sacudido por extrañas sensaciones. Pronto cesó en él todo movimiento y se quedó estirado, tieso...
Durante unas dos semanas. Al cabo de ese tiempo, el hurkel, ya no un cachorro, se encontró rodeado por una camada de unos doscientos jóvenes. Quizá fue el DDT o quizá fueron las raras radiaciones que recibió el hurkel del cielo terrestre, pero todas las nuevas criaturas eran hembras partenogenéticas como usted y como yo.
¿Y los humanos? Oh, ¡los criamos bien! ¡Y qué felices fuimos! Pero los humanos tenían la picazón errática, y la picazón inflamada, y la comezón paraestética, hormigueante o punzante. Y no podían evitarlo de ningún modo.
Así que se fueron.
¿No es éste un lugar encantador?

De Regreso, de Theodore Sturgeon. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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