Por Eduardo Fabregat
Sólo resta el último
acto, que promete ser el más multitudinario: según fuentes
de la productora CIE/Rock & Pop, la cita que proponen Red Hot Chili
Peppers y Deftones (con Catupecu Machu y Santos Inocentes) para el próximo
miércoles ya lleva vendidos 25 mil tickets, lo que puede resultar
lógico si se tienen en cuenta las casi 200 mil copias vendidas
por Californication, el más reciente disco de los Peppers, pero
a su vez depararía la mayor asistencia a un show de este virtual
Rock in Baires. El último Vélez de este enero
porteño a alta temperatura será entonces un buen broche
para el desfile inolvidable que abrieron Iron Maiden, Rob Halford y Queens
of Stone Age, el sábado 13. Hasta aquí, las ofertas pagas
totalizaron algo más de 100 mil espectadores, cifra que contrasta
notoriamente con lo que aseguran algunos de los organizadores (víctimas
de un síndrome de engordamiento de cifras como hacía tiempo
no se experimentaba en el mundillo rock), pero que aún así
demuestra una vitalidad respetable. Sobre todo si se tiene en cuenta la
por lo menos delicada situación económica de los consumidores
jóvenes, que llevó una buena multitud a ver a Sui Generis
gratis en Parque Sarmiento (el sábado pasado), algo que seguramente
se repetirá mañana con Fito Páez.
Pero las cifras sólo sirven a los efectos contables, y no dicen
nada sobre la calidad de todo lo visto. Sólo comparable a los festivales
Derby de comienzos de los 90 o más cerca en el tiempo
la trifecta U2 / Oasis / Rolling Stones de 1998, este enero 2001 tuvo
la virtud de ofrecer mucho, bueno y variado, abarcando una multiplicidad
de estilos que fue del metal más clásico de Maiden y Halford
(30 mil personas) a las canciones sensibles de R.E.M. y Sting (30 mil
cada uno), de allí al rock cockney de Oasis y el referente estadounidense
de guitarras furiosas que significa Neil Young (15 mil). Y en el medio,
camaleón y esponja musical, Beck Hansen, un pibecaradenada
que, entre todos, encarnó la imagen del mayor riesgo artístico.
De todos los nombres que pasaron por Rock in Rio, causa de semejante seguidilla
en Buenos Aires, sólo puede lamentarse que Guns NRoses no
haya realizado un tercer episodio de su operativo retorno (primero Las
Vegas, después Río) en Buenos Aires. No tanto por su posible
aporte a lo musical quienes tuvieron oportunidad de ver a la banda
del gordito Axl Rose por TV saben que en el show 2001 de GNR no hay mucho
más que un buen karaoke sino por el acontecimiento, las tribus
rockeras acudiendo en masa y las pantallas rojas asegurando que el
forajido Axl quemará las cajas de ravioles cuando abandone la Argentina.
Así, los degustadores de rock de esta ciudad tuvieron un comienzo
de año tan alimenticio que hace temer por los once meses que restan.
En el Hot Festival también tuvo lugar buena parte del semillero
argentino, que deberá ver cómo capitaliza esa exposición
en un medio en el que todo es cuesta arriba. Por lo pronto, el rubro de
visitas internacionales comenzó cubierto de la mejor manera, y
así queda la vitalidad de un veterano como Young, y el dominio
todo terreno de escenario y voces de Michael Stipe, los saltos estilísticos
sin red de Beck, la solidez de un Sting en plena forma, la confiabilidad
de expertos como los metaleros que abrieron la serie, y la firme promesa
de un estadio sacudiéndose con el funk caliente de Anthony Kiedis,
Flea, John Frusciante y Chad Smith. Nada mal para una ciudad que hace
poco alcanzó 46 grados de térmica pero que, en materia musical,
en once días hizo estallar el termómetro.
ELN
BRASIL, EL FESTIVAL REAL TUVO UNA NOCHE POP
Huele a espíritu adolescente
NSync y la dupla local
Sandy y Júnior derrotaron en fervor y ovaciones a la estrella estadounidense
Britney Spears y al conjunto inglés Five. Ese fue el saldo de la
cuarta jornada de Rock in Río 3, la noche especial
para teenagers. Se calcula que hubo una asistencia de 200.000 personas
(en su mayoría, obviamente, adolescentes): fue record de venta
de entradas en el megafestival. NSync presentó un espectáculo
con estética y coreografías dignas de un musical de Broadway:
sus cinco integrantes bajaron del techo del escenario atados
con cuerdas con las que simulaban ser marionetas, en una alusión
al video de su hit Bye Bye Bye. Más tarde provocaron
una explosión de histeria juvenil cada vez que se comunicaban con
la platea en un portugués flojo pero eficaz. Así, el público
brasileño coreó hasta quedar afónico éxitos
como I Want You Back, Tearin Up My Heart,
Its Gonna Be Me y This I promise you, entre
otros. Los hermanos brasileños Sandy y Júnior, de 17 y 16
años, una dupla que vendió más de diez millones de
discos en su país, tuvieron su noche mágica con versiones
en portugués de grandes éxitos de la música internacional,
como All By Myself y My Heart Will Go On, de Celine
Dion, y Truly, Madly, Deeply, de Savage Garden. Britney Spears,
una de las atracciones más esperadas del festival, pareció
concentrarse en sus pasos de bailarina y por eso apeló al playback,
lo cual disgustó notoriamente al público. Tanto como cuando
en las pantallas de video apareció la bandera de los EE.UU. A Five
tampoco le fue bien: con sus ropas negras, su estilo de chicos malos
y sus voces a la moda hip hop, no lograron sacudir a una audiencia exhausta
después de Sandy y Júnior. Anoche, después de tanto
espíritu adolescente, Queens of the Stone Age, Rob Halford e Iron
Maiden que se presentaron en Buenos Aires hace una semana
pintaron de negro a la ciudad del rock con sus diferentes recetas de heavy
metal.
MAS
NOTICIAS EXTRAMUSICALES
Los vasos de Liam
Mientras resuenan los efectos
del show en el Campo de Polo, Oasis agregó dos datos extramusicales
más a su repertorio, uno aquí y otro en Gran Bretaña.
Según fuentes del Sheraton, Liam Gallagher sufrió el día
del concierto porteño un rapto de nervios que lo llevó
a descolgar los cuadros de su habitación y romper algunos vasos.
Más tarde se le restó importancia al episodio (En
realidad los vasos se le cayeron, se dijo, con una ingenuidad infinita
si se tiene en cuenta el carácter volátil de Liam), que
tampoco alcanzó las características de demolición
de hoteles que jalonan la historia del rock.
La otra noticia llegó desde las islas, donde el lunes se dio a
conocer el pellizcón de Liam a una azafata de British Airways.
Noel, guitarrista y cerebro musical del grupo, obtuvo ayer el divorcio
de su esposa Megin Mathews: el caso se resolvió en una rápida
audiencia en la que, en ausencia, Noel se declaró culpable de adulterio.
A pesar de ello, el músico había asegurado en una entrevista
reciente que no engañó a su mujer, sino que declaró
eso para acelerar el trámite. Estuve de acuerdo en aceptar
el pedido de Meg de un divorcio rápido, por el bien de nuestra
familia, dijo al Daily Mirror Gallagher, de 32 años. Quiero
dejar en claro que en el tiempo que estuvimos juntos nunca la engañé,
aseguró.
El divorcio le fue concedido junto con otros 31 en una audiencia de 75
segundos, en la que el juez Clive Million anuló el matrimonio de
tres años. El músico y Mathews se casaron en Las Vegas en
1997 y en enero de 2000 Meg dio a luz a su hija, Anais: de acuerdo con
el contrato prematrimonial, Mathews debía recibir 100.000 libras
(unos 150.000 dólares) si la pareja fracasaba. Cuando se separaron,
Gallagher aumentó la suma a 500.000 libras.
EL
DIA DESPUES
La importancia de llamarse Neil Young
Por Roque Casciero
Es preferible quemarse
antes que oxidarse, dice la letra de My my, hey hey (Out of
the Blue). Neil Young, el autor, ha hecho de su vida una demostración
práctica de que, en el veleidoso terreno del rock, eso es posible.
Su legendaria incandescencia pareció contagiar a los 5 mil devotos
que aguantaron el frío y la lluvia para verlo en el Campo Argentino
de Polo, en la madrugada del jueves, después del show de Oasis.
La verdadera tormenta, sin embargo, estuvo sobre el escenario, donde Young
y los Crazy Horses no dieron tregua un solo instante. Alguien inventó
para ellos la etiqueta de folk de garage, que significa, tal
vez, que la mugre y la polenta pueden darse la mano con la belleza y la
melodía. Eso se vio claramente durante el show: sin un nuevo disco
para presentar, estos cincuentones pudieron concentrarse en tocar sus
clásicos, y sonaron con una fuerza y una vitalidad que serían
la envidia de más de una banda adolescente.
Al canadiense del pelo desmañado, el gorro de cowboy, la camisa
a rayas sobre una remera desteñida y los jeans gastados le da igual
si el escenario tiene las amplias dimensiones del montado para el Buenos
Aires Hot Festival: él y sus músicos se mantienen siempre
cercanos, como si necesitaran de ese contacto para entrar en combustión.
El guitarrista Frank Poncho Sampedro (que tenía hinchada
propia, además de un exceso de peso evidente, al menos para los
cánones del rock de hoy), el bajista Billy Talbot y el baterista
Ralph Molina no son virtuosos ni excesivamente complejos. La música
de Young les exige otros atributos, más cercanos a lo visceral
y primitivo. El comienzo fue una patada al estómago de los fans:
Sedan Delivery y Hey hey, my my (Into the Black),
ambas de Rust Never Sleeps, con la guitarra podrida y saturada, y su registro
alto que no acusa el paso de las décadas. Contagiado por la descarga
eléctrica que generaban los músicos, el público se
entregó a un pogo inusual, en el que se mezclaban aquellos a los
que las nieves del tiempo les platearon sus sienes con una mayoría
de veinteañeros de la Generación X (por algo se conoce a
Young como el padrino del grunge). Otros dos himnos, Love
and Only Love y Cinnamon Girl, trajeron apenas un poco
de calma, que presagiaba la furia de Fuckin Up, y el
vuelo y los cuelgues guitarreros de Cortez, the Killer, la
fábula sobre el conquistador que daba brillo a Zuma.
Hay que decir que, en vivo, las canciones de Young terminan cuando Young
quiere. Cuenta con el guiño cómplice de sus músicos,
que lo siguen en sus búsquedas instrumentales (a eso que hace con
su vieja Les Pauls negra cuesta llamarlo solo) en los que
prima la expresión sobre cualquier técnica guitarrística
convencional. Por eso, algunos temas pueden durar más de quince
minutos (de hecho, el cuarteto apenas tocó doce en casi dos horas
de show). Esta marca registrada del ex Buffalo Springfield, aplaudida
y venerada por sus seguidores, puede haber hecho tanto como la lluvia
para que decidieran alejarse los adolescentes fans de Oasis. Ellos se
lo perdieron, incluso desoyendo el consejo de sus ídolos: Neil
Young es una de las últimas leyendas vivientes y no se vendió
jamás, había declarado el día del concierto
el guitarrista Noel Gallagher, un tipo muy poco afecto a desparramar elogios
sobre sus colegas.
El fervor del público (entre el que estaban León Gieco,
Andrés Ciro, de Los Piojos y Chizzo Nápoli, de La Renga,
entre otros músicos), que coreaba la melodía durante Like
a Hurricane y Rockin in the Free World, provocó
que los sonrientes Young y Sampedro decidieran sumar sus voces. El primero
de los bises mostró al canadiense solo con su guitarra en The
Needle and the Damage Done, una canción que compuso para
hablar de sus amigos muertos por la heroína. Le siguieron dos demoledoras
Down by the River y Roll Another Number (for the Road),
antes de un final que todos esperaban, con una larga y brillante versión
de Powerfinger.
El rocanrol no morirá jamás, celebra otra de
las frases de My my, hey hey. Sobre el escenario del Campo
de Polo, Neil Young y los Crazy Horseslo demostraron ampliamente. Young
y los suyos parecen un ejemplo para todos los que estén dudando
acerca de la conveniencia de colgar la rebeldía en el placard y
calzarse el traje burgués que edulcora las pasiones, las billeteras
y los oídos. Los abuelitos del grunge todavía tienen mucho
por decir y muchos escenarios esperando para sentirlos agitarse como espásticos.
Habrá más posibilidades de seguir escuchándolos:
parecen estar hechos de acero inoxidable.
EL
DIA DESPUES
La importancia de llamarse Oasis
Por Esteban Pintos
Es posible que Oasis acumule
más centímetros de crónicas policiales y sus derivados
(últimas noticias: Liam Gallagher toca la cola de una azafata;
Liam Gallagher rompe cosas de su habitación, y seguirán
los éxitos de Liam Gallagher), que buenas canciones. Que las tienen,
varias. El jueves por la noche, en su tercera presentación ante
el público porteño, la banda inglesa más popular
y provocadora de la última década volvió a tocarlas.
Una por una, no faltó ninguna. Go let it out, Who
feels love?, Supersonic, Acquiesce, Cigarettes
& Alcohol, Roll with it, Rock and roll star
y, por supuesto, las superiores Wonderwall, Dont
look back in anger y Live forever. O sea, la puesta
en marcha de una maquinaria de hits a veces ruidosos, a veces bellamente
melódicos, siempre movilizadores. Después... no les pidan
que cabeceen.
La química escénica entre los hermanos Noel (el mayor) y
Liam (el menor), lejos de establecerse y fortalecerse en la interacción
guitarrista-cantante estrellas (del tipo Jagger-Richards, Bono-The Edge,
Skay-Solari), ha cobrado sentido a lo largo de los años en el desprecio.
Desprecio entre ellos: cuando Noel queda solo en escena en claro acto
de soberanía de composición, y canta Dont look
back in anger como en anteriores giras hacía Wonderwall,
Liam se va del escenario. Siempre así: no se miran, no hablan y
cuesta ubicarlos juntos, a menos de dos metros de distancia. Noel sostiene
y sobrevuela por cada canción con su apenas digna técnica
de ejecución, serio y cerca de sus equipos de guitarra. Liam toma
posición en el centro del escenario, se planta con los pies en
posición chaplinesca como si fueran las diez y diez y canta debajo
del micrófono, en una misma postura comparable a la del metalero
Lemmy Kilmister. De ahí, ambos, casi ni se mueven. Eventualmente
pueden sonreír, dedicar algún comentario a la audiencia
(esta vez Noel hasta se animó a un muchas gracias)
y salir del hielo en que sumergen su show. Es así. Frío
escénico para un contundente set de guitarrazos melódicos,
no hay contradicción. Claro, Oasis no es técnicamente
los Gallagher bros. Andy Bell y Gem Archer en guitarra y bajo respectivamente,
un tecladista y el baterista Alan McGee (único sobreviviente de
la última diáspora), cumplen su rol de sostén en
segundo plano para la dupla en jefe. Puestos a rockear, los seis llevan
adelante el show con la actitud que el estilo de vida transformado a la
música o al revés así lo exige. También,
Oasis es forma y contenido.
Entonces, están las canciones. Oasis, siempre se ha explicado en
los manuales del alumno rockero, surgió en la Gran Bretaña
que buscaba el orgullo perdido de la mano de un gobernante (Tony Blair)
progre, ligeramente joven al menos para la edad de los políticos
ingleses y con cierta onda sixtie simpática para quienes añoraban
los años de los Beatles, la modelo Twigy, el swingin London,
la copa del mundo levantada por Bobby Moore y Hyde Park como versión
monárquica de la California hippie, del otro lado del océano.
Unos rudos y limitados muchachos del interior profundo de la ciudad industrial
del Reino (Manchester), con hambre de gloria y libras, llegaron para quedarse.
En ese contexto, el ruido alrededor de Oasis se convirtió en bandera
de orgullo nacional británico. Ellos hablaron de los Beatles como
los Beatles se habían atrevido a hablar de Cristo y la bola de
nieve echó a rodar. Si Noel Gallagher decía que alguna de
las que había escrito eran mejores que la de Lennon, algo tendría
para atreverse a semejante desafío. Tenían onda, actitud,
y varias canciones de sus dos primeros discos (Definitely maybe y Whats
the story (morning glory)), por lejos los más valiosos de una carrera
irregular, desconcertante, a esta altura en un camino casi, casi sin retorno.
Porque, a más de cinco años de aquellas grabaciones y habiendo
registrado el disco en vivo que tenían que hacer, ¿qué
viene? Por ahora, el poder de Dont look back in anger,
Wonderwall y Live forever siguen ejerciendo su
hechizo melódico sobre las multitudes. Hoy, Oasis ya carga con
una moderada pero respetable leyenda de excesos, disturbios, declaraciones
fuertes y, lo más importante, canciones. Con eso, que no es poco,
sobrevive como número fuerte en cuánto lugar del mundo occidental
se presente. Como brutalmente (y honestamente), lo definió el propio
Noel en su contacto con la prensa argentina. Ellos preguntan cuánto
se les va a pagar, y si está bien, vienen y tocan las canciones
que todos quieren escucharles tocar y cantar. Si son aquellas que ya entraron
en la historia de la música pop, y que interpretan con la gracia
de la no-gracia, está bien.
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