Por Horacio Bernades
En el comienzo fue el rock,
que generó montones de películas alrededor de sus más
diversas formas y variantes, usos y costumbres, sectas y capillas. Más
recientemente, el disco revivió en pantallas, aunque sólo
después de muerto, en películas como Los últimos
días del disco o Studio 54. Si algo le venía faltando al
cine era dar cuenta de la cultura rave, esa en la que cualquier galpón
puede devenir salón, para bailar música tecno toda la noche.
Esa ausencia tiende a subsanarse. Primero, con Human Traffic, que se exhibió
el año pasado en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires
y retrataba el mundo de los clubes bailables en Inglaterra. Ahora llega
la respuesta estadounidense, que se llama Groove y se conoció allí
a mediados del año pasado, luego de su presentación en el
Festival de Sundance. El sello LK-Tel la lanza por estos días en
video, con el título, no del todo inapropiado, de Una noche de
éxtasis.
Dirigida por el debutante Greg Harrison, Una noche de éxtasis no
pretende ir más allá de aquello que narra, limitándose
a imitar la forma de un documental e inscribiendo sobre ese fondo tenues
líneas de ficción. Si algo sustenta el fenómeno de
las raves es el corte drástico que sus asistentes practican en
relación con el mundo exterior, instaurando, en medio del devenir
cotidiano, un espacio y un tiempo en el que todo es bailar y bailar hasta
alcanzar cierto estado de trance, al que sólo la mañana
y el agotamiento pondrán fin. En el comienzo de Una noche de éxtasis
y como si se tratara de un telón, una cortina metálica se
levanta. Cuatro chicos ingresan en un gigantesco galpón, ubicado
en un barrio de San Francisco. Astutamente, Harrison los presenta como
si se tratara de gangsters juveniles que vienen a preparar algún
golpe inminente, al desplegar un mapa en medio de un ámbito que
bien podría ser un aguantadero.
Pronto se verá que ese golpe es inofensivo, aunque
no por ello deja de ser clandestino: buena parte de la gracia del asunto
tiene que ver con el secreto y la compartimentación, la idea de
fuera del mundo que cobijará el baile hasta la mañana.
Como conjurados, los concurrentes son citados en algún punto de
las inmediaciones, alguien los provee de un mapa y parten, munidos muchos
de ellos de las pastillas que les aseguran pasar del otro lado. Si no
las tienen, en la puerta del lugar siempre habrá quien los provea.
En este caso, se trata de un verdadero connaisseur, que sabe todo sobre
fórmulas, antídotos y combinaciones. Hay en Una noche de
éxtasis una total ausencia de juicio moral. Sin mostrar jamás
a esta tribu joven como excesivamente rara o exótica, el realizador
encara su material con la actitud de un etnógrafo cómplice,
que sólo observa y no pretende sacar conclusiones.
Los concurrentes pueden llevar pelucas color azafrán o estolas
rosadas, mirar con mirada extraviada, sacudirse como desenfrenados, embutirse
cualquier pastilla o pasar de una chica a un chico: todo cuanto hagan
será mostrado por Harrison con total naturalidad. Naturalidad en
el modo y naturalidad del propio ritual, que no tiene pizca de sofisticación
o snobismo. No hay aquí ni rastro del careteo y exhibicionismo
que suelen caracterizar a buena parte de la noche porteña.
Chicos y chicas van vestidos de cualquier manera, bailan como y cuando
se les antoja, pueden subir a hacerse un masaje, dejarse bañar
por un manto de luces psicodélicas o ponerse a charlar despreocupadamente
en el baño. Si para algo sirve Una noche de éxtasis es para
despojar de toda sospecha de artificialidad un ritual que se basa, paradójicamente,
en el extremo artificio. Una vez instaurado, el artificio se naturaliza.
La población de la rave está compuesta de habitués,
pero también de algunos visitantes ligeramente descolocados. Entre
éstos, un iniciado reticente, escritor para más datos, y
un participante prejuicioso, que no tardará en autoexcluirse. En
el medio, parejas que se forman, se deformano nunca terminan de armarse,
porque aquí nada parece del todo definitivo. Obviamente, la música
asume en Una noche de éxtasis un rol más que protagónico,
con DJ reales (llamados Digweed, Polywog o Wish FM) como máximos
celebrantes del rito. A lo largo de una noche y empujado por la
benzedrina, escribió casi medio libro, de un tirón y sin
usar signos de puntuación, dice en un momento el escritor,
hablando de su ídolo, Jack Kerouac. Ese parece ser también
el modo en que Greg Harrison se propuso narrar Una noche de éxtasis,
y da toda la sensación de haberlo logrado.
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