Por Horacio Cecchi
Esta noche no te me acerques
porque estoy sacadito, le dijo el patovica sin más explicaciones
ni motivos. Eran alrededor de las 2 de la madrugada del domingo 14, en
la disco Coyote, de los Arcos del Sol, en Palermo. Martín Badía,
de 21 años, recién llegado al local, prefirió eludir
problemas antes que pedir explicaciones, y derivó hacia otro sector
del local. Dos horas y veinte minutos después, le cayeron de improviso
las respuestas: supo que en Coyote los patovicas no mienten y que tampoco
son amigos de las sutilezas. El mismo ropero lo tomó por la espalda,
lo envolvió por el cuello y le colocó un gancho de derecha
que lo dejó groggy, con el tabique nasal fracturado, un tajo para
dos puntos de sutura y un ojo más negro que los recuerdos de esa
noche. Indignado, denunció al sacadito, incluyendo
nombre, apellido y DNI, en la Comisaría 23ª. Pero le negaron
una copia del acta. Cuando solicitó una certificación de
la denuncia descubrió, con asombro, que algunos datos insignificantes
habían cambiado: el patovica ya no era Fernando Gutiérrez,
sino NN, y el lugar donde ese puño gigantesco chocó con
su nariz no era más Coyote sino la simple intersección de
la avenida Sarmiento y Casares, es decir, la calle.
En el Coyote de Flores, a mi primo lo agarraron, lo echaron a la
vereda, le fracturaron la nariz y lo robaron, recuerda Martín
Badía y la imagen se le encarna en su propio ojo. Pero el sábado
pasado, cuando el recuerdo de su primo no pasaba por su ojo izquierdo,
decidió con tres amigos vivir la fiebre de la noche de Coyote.
Previsiblemente se había juramentado que jamás probaría
suerte en el local de Flores. El sábado hacía un calor
terrible, y en el Coyote de Palermo tienen un sector al aire libre. Decidimos
que ahí el calor se bancaba y fuimos para allá. Alrededor
de la una y media de la madrugada del domingo, los cuatro amigos daban
sus primeros pasos de la noche bajo los Arcos del Sol.
Estábamos charlando con unas chicas, todo bien. Uno de mis
amigos ya estaba bailando con una de ellas y de repente, y sin motivo
porque no estábamos haciendo nada, se me vino encima el patovica.
Yo mido 1,80 y él me llevaría 30 centímetros, y 50
más de ancho, aclara Martín. El brazo era así,
impresionante, y con las manos delimita un diámetro de columna
jónica. El joven apenas atinó a detenerlo estirando sus
brazos. No te me acerques porque esta noche estoy sacadito,
le espetó el ropero.
¿Qué reclamaba? preguntó Página/12.
No sé qué reclamaba, no reclamaba nada, quería
armar bardo.
Además del grosor del custodio, el joven tuvo el tiempo suficiente
como para constatar que detrás venían otros dos, tan anchos
como el de adelante, pero un poco más bajitos. Lo
raro es que no me echaba del local, no me pedía nada. Solamente
me advertía que él estaba loquito. Se le veía en
la cara. Me pareció que la cosa no pasaba por pedirle explicaciones,
recién habíamos entrado, di media vuelta y me fui para otro
sector y el tipo se quedó en el molde.
A las 4 de la mañana, los cuatro amigos se encontraron dentro del
local con tres amigas y dos amigos más. Los nueve fueron a la barra.
Martín pidió un trago pero jamás lo llegó
a probar. Alguien pasó por detrás suyo y empujó la
copa recién servida, derramándola. Se abrió entonces
una escena en tres actos: en el primero, el joven reclamó una nueva
copa o la devolución del importe a la chica de la barra. Ante la
negativa de la barman, repitió el pedido. Fue en vano.
Del tercer acto apenas recuerda los cuatro pasos que dio alejándose
de la barra. Después, la columna jónica izquierda envolvió
su cuello mientras su compañera derecha se descargaba sobre su
nariz. Resultado: fractura y desviación del tabique, un tajo que
derivó en dos puntos de sutura y el ojo izquierdo transformado
en un agujero negro. Después de veinte minutos de reclamos, finalmente
fue escuchado por el jefe de seguridad de Coyote. Me dio su nombre,
Gustavo Arnedo, y el del patovica, Fernando Gutiérrez,con DNI 23.555.178.
En la calle, a diez metros, había un montón de policías.
Ninguno intervino.
La colaboración policial consistió en trasladar a Martín
y un par de amigos, en patrullero, hasta la 23ª, de Palermo. Dos
horas después, el joven se encontraba en pleno trámite de
denuncia. Ofreció pelos y señales, incluyendo los datos
completos del patovica y su jefe. Firmó, recibió una orden
para concurrir a un médico forense y se retiró. El martes,
después de entregar al forense la papeleta con la orden, y sin
otra constancia sobre los hechos que su propio rostro, decidió
volver a la comisaría para pedir una copia de la denuncia. Acá
no se dan copias de denuncias, respondió cortante un uniformado.
La única solución ofrecida era una constancia. Después
de revolver papeles, el uniformado entregó una papeleta en la que
se leían los datos del incidente: para la policía, Fernando
Gutiérrez pasaba a ser NN, por lo tanto sin DNI, y Coyote una simple
intersección de calles.
Pero ésta no es mi denuncia denunció Martín.
Ah... ¿no? lo invitó a esperar el uniformado.
Cuarenta minutos se estiró la redacción de una nueva constancia,
esta vez con el NN y el lugar individualizados. En algún momento,
policía mediante, NN Gutiérrez, alias Fernando, deberá
concurrir a la intersección de Lavalle y Rodríguez Peña,
a un encuentro casual con la Justicia.
|