Colombia,
o ampliación del campo de batalla
Por Gabriel Alejandro
Uriarte
Colombia estuvo curiosamente ausente del debate que precedió a
la inauguración hoy de George W. Bush en la Casa Blanca. En Estados
Unidos, la atención se centró en la política doméstica
(como la designación de John Ashcroft como secretario de Justicia)
y los temas más generales de política exterior, en particular
la posible abrogación del tratado ABM (ver nota en pág.
23). Y en la zona donde debería despertar mayor interés,
América del Sur, la llegada de Bush y la formación de su
gabinete se analizaron mayormente en términos de comercio y las
perspectivas para el ALCA, el tratado de libre comercio continental. Esto
es curioso si se comparan los largos plazos de ALCA con una situación
colombiana que podría estallar este mismo año. Colombia,
junto con Venezuela, es la principal hipótesis de conflicto a nivel
regional, y tiene buenas posibilidades de presentar la primera gran crisis
de política exterior a la que se enfrente el próximo gobierno.
La respuesta norteamericana, sin embargo, es un misterio.
Hay que admitir a primera vista que no habría muchas diferencias
entre las estrategias de Clinton y Bush hacia Colombia. O, para decirlo
de otro modo, no parece haber mucho más que Bush pueda hacer. Una
intervención terrestre está claramente descartada. El republicano
ya se manifestó temeroso de crear un Vietnam latinoamericano,
y un Pentágono que ya se considera inaceptablemente sobreextendido
está férreamente en contra de tal operación. Y si
se excluye la posibilidad de un Panamá colombiano, la política
legada por Clinton no puede ser muy criticada desde el campo republicano.
En realidad, es muy similar a que la administración Reagan usó
en El Salvador. El 7º Grupo de Operaciones Especiales (Boinas Verdes
especializados en América latina) está entrenando a tres
batallones de elite que eventualmente ascenderían a cinco,
de unos 1000 hombres cada uno para desplegarlos en las zonas cocaleras
del sur colombiano. Allí se encuentra la principal fuente de dinero
para las gigantescas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Sin los 800 millones de dólares que extraen anualmente del narcotráfico,
la apuesta es que su actual nivel de 15.000-17.000 combatientes se tornará
insostenible. Y estas reducidas FARC se enfrentarían a un Ejército
revitalizado por el adiestramiento norteamericano. El embajador David
Passage enfatizó en el Military Review que la situación
de El Salvador cuando él estaba allí era mucho peor que
en Colombia y, sin embargo, el entrenamiento (accionar en unidades pequeñas,
reformas médicas, cooperación aire-tierra, etc.) y 6000
millones de dólares lograron vencer a la guerrilla. Lo único
que tendría que hacer Bush, entonces, es seguir el camino que ya
trazó Clinton hacia Colombia.
El primer problema con este cómodo diagnóstico es la percepción
generalizada de que la estrategia heredada es insuficiente. Primero, porque
a Washington le interesa derrotar a las FARC y el Plan Colombia podría
ser demasiado limitado para lograrlo. El analista Edward Luttwak ya advirtió
que no se puede ir eliteando por todo el territorio:
Bogotá tiene que entrenar a su Infantería. Pero un
dilema más urgente es que la opinión pública norteamericana
finalmente comienza a caer en la cuenta de que, aun en el mejor de los
casos, su ayuda sólo causará una migración de narcos
(y probablemente guerrilleros) a los países vecinos. The New York
Times advirtió en un editorial que ya se vieron narcos colombianos
investigando campos para el cultivo de drogas en Ecuador. De hecho, el
Ejército de ese país informó el viernes de un choque
con narcos luego de descubrir un laboratorio clandestino. Todo esto llevó
a insistentes llamados desde ambos partidos en Estados Unidos para regionalizar
el Plan Colombia, aportando dinero para mejorar la eficiencia de las fuerzas
que deberán defender las fronteras con Putumayo y Caquetá.
El secretario de Estado designado por Bush, el general retirado Colin
Powell, ya aseguró al Senado que estaba plenamente a favor de esta
estrategia.
Pero esta ampliación del campo de batalla a la que se comprometió
Powell podría encontrar su primer y quizá más peligroso
enemigo dentro del mismo gabinete de su presidente. En su testimonio ante
el Senado, el secretario de Defensa designado, Donald Rumsfeld, subrayó
que no creo en el uso de la fuerza militar contra la producción
de drogas. Al defender esta afirmación, que contradice una
política iniciada por el padre de George W. Bush, explicó
que donde hay demanda se encontrará una manera de satisfacerla.
Pero su principal motivación podría ser de naturaleza financiera.
Hay que entender que actualmente las Fuerzas Armadas norteamericanas y
su tenebroso complejo militar-industrial se enfrentan a una
crisis en la renovación de equipo, con proyectos que no tienen
partidas para entrar en producción, lo que en círculos de
defensa se denomina la catástrofe venidera. No obstante
su énfasis electoral en fortalecer a las Fuerzas Armadas, concretamente
Bush sólo prometió un aumento presupuestario en defensa
de 45.000 millones en 10 años (Al Gore propuso el doble), una cifra
muy por debajo de lo que los mandos militares piden para evitar que sus
armamentos queden obsoletos. En el Senado, Rumsfeld habló de 50.000
millones (un pequeño aumento como los que logró cuando era
ministro de Defensa de Gerald Ford en los 70), pero no pudo confirmar
una suba más significativa. Colombia, por su parte, es el tercer
mayor receptor de ayuda norteamericana, y el monto sólo puede subir
con la regionalización. Los ejemplos de asistencia norteamericana
en Africa (con un costo promedio de 15.000 dólares para entrenar
y equipar mínimamente a un soldado) sugieren un aumento de al menos
450 millones para los países de la región, que actualmente
reciben 90 millones. A esto hay que agregar el recorte de más de
un trillón de dólares que propone Bush que junto con
la desaceleración económica podría sumir a Washington
en el déficit y la preferencia de Rumsfeld por la versión
más costosa del sistema de defensa antimisiles. No obstante el
prestigio de Powell, esta oposición de Rumsfeld es muy peligrosa.
Como un joven y desconocido ministro de Defensa bajo Gerald Ford, no dudó
en humillar al mismísimo Henry Kissinger logrando que el Pentágono
retirara su apoyo a las negociaciones SALT II que el secretario de Estado
realizaba en Moscú. El secretario de Estado quedó en el
aire en la cumbre que él mismo había gestionado, una de
las muy contadas veces en las que fue vencido en una interna burocrática.
Incluso si logra superar la oposición de Rumsfeld, la gran estrategia
del imperio norteamericano tiene una importante falla: la Venezuela de
Hugo Chávez. No es un factor desconocido en Washington. Bogotá
ya ha denunciado varias veces que el ex paracaidista buscaba otorgar de
facto el reconocimiento político a las FARC, y hubo
un incidente diplomático cuando recibió personalmente a
altos líderes guerrilleros en Caracas. El ex Boina Verde George
H. Franco denunció que hasta el 90 por ciento de la munición
utilizada por los insurgentes venía de Venezuela, si bien se cuidó
al afirmar que la fuente eran oficiales corruptos. Pero en
Colombia muchos no son tan cautos y afirman directamente que Chávez
busca reforzar la guerrilla para perpetuar la debilidad del Estado colombiano,
con el cual tiene varias disputas fronterizas, especialmente sobre yacimientos
petroleros posiblemente enormes en el mar Caribe. El mes pasado el equipo
Bush hizo saber que seremos mucho menos tolerantes con Chávez.
Algunos analistas en Sudamérica han combinado esta tolerancia cero
con la Doctrina Powell (intervención militar masiva
para proteger intereses vitales norteamericanos) para pronosticar una
especie de plan maestro de sangre y fuego para América latina.
Pero el gobierno de Bush sencillamente carece de tal coherencia interna.
En realidad, no cuenta con ningún esquema intelectual para guiarse.
Como el mismo Powell admitió tácitamente, su doctrina no
se puede aplicar a Colombia salvo que llegue a una situación in
extremis. Y, en todo caso, ha pasado más de una década desde
la Guerra del Golfo: las Fuerzas Armadas norteamericanas son muchomás
débiles, el enemigo no es un Ejército convencional, y el
consenso político en Washington no es más que un recuerdo.
La situación que confronta a la nueva administración tampoco
es Vietnam, sin embargo. Venezuela difícilmente equivale al apoyo
de China y Rusia al Vietcong, y las FARC no tienen la implacable eficiencia
táctica ni el apoyo popular de los insurgentes vietnamitas.
Al final, la memoria institucional más aplicable de la Casa Blanca,
Centroamérica, también está superada. El país
y lo que está en juego es mucho más grande, y el factor
del narcotráfico mucho más preocupante. Es notable que cuando
Washington percibió en 1989 que Antonio Noriega y su Fuerza Panameña
de Defensa (PDF) se estaban independizando de su influencia mediante el
narcotráfico, no dudó en derrocar militarmente a su propio
gángster antes de que se tornara peligroso en el patio trasero.
Cuando analice su actual predicamento en vista de la experiencia de su
padre, George W. Bush sólo podrá desear que las cosas fueran
todavía tan simples.
Algo
mucho peor que la intervención directa
Por Claudio Uriarte
Seguridad absoluta para un Estado es inseguridad absoluta para todos
los demás. El principio, enunciado por Henry Kissinger en
los días de la Guerra Fría y de confrontación con
la Unión Soviética, cobra nueva relevancia ahora, aunque
en un sentido que su enunciador original hoy probablemente encontraría
molesto. Ya que es Estados Unidos, y bajo la administración entrante
de George W. Bush cuyo equipo de asesores externos integra el mismo
Dr. K., quien actualmente encarna la aspiración a la seguridad
absoluta.
La afirmación no debe llevar a deducciones fáciles, como
que los republicanos, por ser el partido de la derecha o por ser
los más vinculados a las grandes corporaciones, y por lo tanto
al complejo militar-industrial, van a lanzarse necesariamente a
una ola de intervencionismo urbi et orbi. A decir verdad, puede ser exactamente
al revés, aunque sus móviles disten de ser virtuosos. Si
bien los republicanos son efectivamente la derecha, y el gasto militar
casi seguramente aumentará bajo su mandato, es muy probable que
sus instintos intervencionistas se muestren mucho más selectivos
que en la administración saliente, la del demócrata Bill
Clinton. Ya que en Estados Unidos son los demócratas la centroizquierda
los que más tienden al intervencionismo y al imperialismo
que en Estados Unidos se llama internacionalismo,
mientras son los republicanos la derecha quienes más
obedecen al aislacionismo (o a su versión agresiva: el unilateralismo),
a la abstención en los conflictos entre poderes extranjeros sobre
todo extracontinentales y a la idea del refugio en una Fortaleza
América. Nixon terminó la guerra de Vietnam que empezó
Kennedy; las Naciones Unidas nacen de una idea demócrata cuya concreción
los republicanos más recalcitrantes querrían abolir.
La diferencia no es entre anti y prointervencionismo, sino que los republicanos
tienden a intervenir sólo cuando consideran que está amenazado
el egoísta interés de la nación o sus aliados cardinales
(Líbano en 1982 y Granada en 1983, bajo Ronald Reagan; Panamá
en 1989 y Golfo Pérsico en 1991, bajo George Bush), mientras los
demócratas son más proclives a las causas humanitarias
de gran eco en la opinión pública (Somalía en 1993,
Haití en 1994, Bosnia en 1995 y Kosovo en 1995 bajo Bill Clinton).
Ya que la intervención directa difícilmente pueda considerarse
el punto más alto de agresividad internacional en la época
de los misiles nucleares intercontinentales, lo que queda claro del examen
del eje principal de la política exterior de Bush: el programa
de defensa nacional antimisiles (NMD, por sus iniciales en inglés)
con que el gobernador de Texas parece aspirar a poner candado a la casa
norteamericana antes de echarse a dormir una siesta.
A primera vista, se trata de un plan defensivo: instalar un sistema de
intercepción y destrucción de misiles enemigos en vuelo,
a los que Bush y su equipo imaginan disparados contra Norteamérica
por Estados parias impredecibles como Irak, Irán o
Corea del Norte (aunque no se entiende qué podrían lograr
esos Estados con ello, salvo su propia destrucción), o bien por
grupos terroristas en cualquier rincón del planeta. El programa
empezó a ensayarse bajo la administración Clinton, pero
Bush proyecta ahora ampliarlo de manera exponencial: ya no se tratará
sólo de un sistema basado en tierra sino también en el mar
y en el aire, para luego extenderse al espacio exterior.
El carácter defensivo del sistema tranquiliza en un
primer momento, hasta que se descubre que, en realidad, se trata del diktat
militar unipolar elevado a la enésima potencia. Ante todo, esta
defensa es ataque a los ojos de potencias nucleares
legítimas pero adversarias hacia Estados Unidos como
Rusia y China. El motivo está enterrado en las profundidades de
la Guerra Fría, concluida ideológicamente pero vigente ensus
líneas geopolíticas de fractura, sobre todo cuando los viejos
antagonistas han conservado el grueso de su antiguo poder de fuego atómico.
A partir del momento en que la URSS adquirió paridad nuclear con
Estados Unidos, la paz mundial dependió del principio de la mutua
destrucción asegurada: cualquier ataque de uno de los polos
sería contestado de inmediato por el otro, y cualquiera de los
dos tendría la fuerza suficiente para borrar a su enemigo de la
faz del planeta varias veces. El equilibrio del terror resultante
adquirió estatuto de ley con el tratado de misiles antibalísticos
(ABM) de 1972, que expresamente prohibió el desarrollo de sistemas
de defensa antimisiles más allá de dos áreas circunscriptas
a las sedes de los respectivos gobiernos.
El programa NMD de George W. Bush amenaza destruir ese equilibrio: construir
en torno de Estados Unidos una muralla de invulnerabilidad teóricamente
lo capacitaría para descargar un primer golpe nuclear
contra cualquiera sin temer las consecuencias, completando la lógica
de la impunidad sin contrapesos cuyos indicios ya se encuentran en la
actual doctrina militar del Pentágono, que autoriza el empleo de
casi cualquier medio bélico para lograr el objetivo a condición
de no sufrir ninguna baja. Una cosa resulta de la otra: como ningún
gobierno norteamericano, por razones de política interna, puede
afrontar el costo de una guerra con pérdida de vidas norteamericanas,
la desventaja resultante en fuerzas convencionales debe compensarse con
una abrumadora superioridad en poder tecnológico de destrucción
a distancia, cuya última frontera es el empleo impune del arma
nuclear. O su amenaza. El NMD, por esta razón, no es defensivo,
sino potencialmente superofensivo.
La consecuencia casi irresistible es la repolarización: Rusia,
ya alarmada por la expansión de la OTAN a tres de sus antiguos
satélites del Pacto de Varsovia (Polonia, Hungría y la República
Checa), por el aprontamiento en esa dirección de Rumania y quizás
de naciones que pertenecieron al viejo conglomerado soviético (como
Ucrania, Georgia y las tres repúblicas bálticas), ya ha
adelantado el umbral teórico del uso de armas nucleares y quizá
emplazado armas nucleares tácticas en su enclave de Kaliningrado,
en el mar Báltico. El emplazamiento del NMD quizá lleve
las cosas un paso más allá, hacia una nueva carrera armamentista:
la única forma de neutralizar la eficacia del sistema por potencias
tecnológicamente atrasadas es amenazándolo con su saturación.
También se abren nuevas alianzas. Rusia y China por ejemplo,
dos potencias con importantes problemas de separatismos nacionales, vieron
con estupor cómo un Occidente liderado por Estados Unidos bombardeaba
impunemente por casi 80 días Yugoslavia una nación
soberana, en favor del independentismo albano-kosovar. Rusia, que
pudo hacer muy poco en favor de su aliado serbio, pensó en Chechenia;
China, cuya embajada en Belgrado fue bombardeada accidentalmente durante
la campaña, pensó en Taiwán que nada casualmente
es uno de los probables destinos de exportación del sistema antimisiles
de Bush y aun en el Tibet. Las consecuencias no demoraron: hay una
reaproximación chino-rusa en marcha, y la diplomacia rusa está
muy activa en relación con todos los países que deja afuera
el sistema unipolar, desde los Estados parias hasta Cuba.
Ultimo pero no menos importante, el sistema de defensa de Bush amenaza
la cohesión de la OTAN, la propia alianza transatlántica
de Estados Unidos. La perspectiva de un Estados Unidos relativamente invulnerable
a los ataques misilísticos tiende a disolver la comunidad de intereses
defensivos entre Washington y Europa Occidental, sobre todo porque el
primero está más lejos que la segunda de la mayoría
de las posibles fuentes de agresión incluyendo ahora a Rusia
y es, por lo tanto, menos vulnerable. La desaparición hace tiempo
de los misiles norteamericanos de alcance medio del territorio europeo
desengancha aún más la lógica de continuidad de ambas
defensas: nada garantiza que un ataque a Europa serárespondido
con una represalia norteamericana. Además, la promesa de Bush de
retirar sus tropas de los Balcanes siembra dudas inevitables sobre la
seriedad de un Estado líder de Occidente, cuyo nuevo
gobierno abandona alegremente los compromisos firmados por el anterior,
que fue el mismo que impuso a los europeos esa guerra en primer lugar.
La ficción inspirada por la Guerra Fría dejó al menos
dos personajes inolvidables: el Dr. Insólito, de Stanley Kubrick,
ese siniestro estratega norteamericano de acento germánico que
impulsaba la mutua destrucción asegurada como solución
final de todos los conflictos, y Alden Pyle, el americano impasible
(y también un poco tonto), de Graham Greene, que llevaba la catástrofe
a Vietnam con las mejores y las más candorosas intenciones.
Con el programa NMD de George W. Bush, parece como si los dos arquetipos
el primero más republicano y maquiavélico, el segundo
más demócrata e ingenuo se hubieran fundido en uno.
Y la imagen que resulta no es tranquilizadora.
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