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�La mística de Teatro Abierto es irrepetible�

Raúl Rizzo, que recibió el año pasado un espaldarazo en su popularidad gracias a su papel de gay en �Primicias�, asume ahora un doble rol de director y actor en la pieza �El hombrecito�, recientemente estrenada.

En �Primicias� Rizzo era un
presentador de televisión gay,
ajeno a cualquier estereotipo.

Por Hilda Cabrera

Con su labor en De pies y manos, de Roberto Cossa, y en el ciclo “Primicias”, en el papel de Pelusa, un conductor de televisión gay compuesto sin los estereotipos habituales, el actor Raúl Rizzo se destacó el año pasado ante auditorios bien diferenciados. Pero su trayectoria se inició bastante tiempo atrás, en la década del 70. Actuó en El enfermo imaginario, de Molière, con Miguel Ligero, en el Teatro San Martín; en la testimonial y ácida Teléfono medido, de Beto Gianola; junto al recordado Carlos Carella, en Yo soy Rapapport y Medea, vista en Andamio 90 de Alejandra Boero; en Rayuela, dirigido por Jaime Kogan, y muchas más, incluida El hombrecito, pieza de Carlos Pais y Américo Torchelli que acaba de estrenar en el Teatro Del Nudo (Corrientes 1551), cumpliendo el doble rol de intérprete y director.
En esta obra personifica a un delegado del gremio de basureros, Severino Ele, que cuando se suelta asume su otro yo: el bolerista Pedro Lirio. En la puesta anterior (de 1992, montada por Osvaldo Pellettieri) lo acompañó Osvaldo Bonet. Hoy, el protagónico de Teodoro Paradiso (alias Carlos Garúa) lo cubre el excelente Jorge Ochoa (el mismo de La mosca blanca), con quien Rizzo compartió cartel en Moreira (1985), de Sergio De Cecco, Carlos Pais y Peñarol Méndez. Antes de este debut como director, concretó varias puestas integrando el grupo Teatro Fantástico, que fundó en 1981 junto a la coreógrafa Silvia Vladimivsky. En cuanto a Teatro Fantástico, su trabajo fue combinar teatro, danza y mimo. “Me encargaba de la parte interpretativa de todo el grupo. Escribimos cinco guiones con Silvia. Uno de ellos, El barco, quedó como obra alternativa de Teatro Abierto. Por aquel grupo pasaron Olkar Ramírez, María José Gabin, Gerardo Baamonde, Juan Leyrado... Eso duró desde el ‘81 hasta el ‘83.”
–O sea que acabó cuando se inició el período democrático...
–Terminó por cuestiones personales, pero fue una etapa fascinante. La puesta de El hombrecito en Del Nudo (producida por Cristina Fridman) dista mucho de aquello. Este es un “duelo” actoral, de una gran dureza al comienzo. Después cambia. Mi personaje, casi un represor, se va modificando ante la transparencia del otro.
–¿Estos hombrecitos siguen siendo los mismos del ‘92?
–La problemática se fue agudizando. Esta obra nos dice que quien no se atreve a ejercer la propia libertad nunca va a dejar de ser un hombrecito. Y vemos que cada día somos más, porque hemos quedado atrapados por el desencanto y tenemos que redoblar nuestras fuerzas para poder vencer no sólo las dificultades externas sino también las propias decepciones.
–Tampoco era mejor en el ‘81, cuando fundó Teatro Fantástico...
–No, pero existía, creo, una expectativa enorme de que esa etapa se iba a superar. Depositábamos todas nuestras esperanzas en la democracia. Pero año tras año, esas ilusiones se fueron limando hasta gastarse.
–¿Qué plantea con este montaje?
–Pienso que El hombrecito puede influir sobre el imaginario cotidiano, doméstico, donde todavía podemos maniobrar, generando situaciones creativas y gratas. En este momento la gente sólo cree en aquello sobre lo que aún puede accionar, en los afectos y los vínculos más cercanos. Los grandes temas, como la economía y el orden social por ejemplo, la superan.
–Eso es también conformarse...
–En cierta medida sí, pero yo no veo otra alternativa. Nuestros gobernantes demuestran un desprecio total por el trabajo creativo y se desentienden de la precaria condición social en que vive la mayoría.
–¿Qué respuesta tiene hoy el teatro a esa situación?
–Después de Teatro Abierto hubo un desbande. Trabajé en las tres ediciones. En 1981, en Lobo... ¿estás?, de Pacho O’Donnell, y Decir sí, de Griselda Gambaro (donde un peluquero y su cliente simbolizan el terror yla sumisión). En 1982 hice El examen cívico, de Franco Franchi, con Franklin Caicedo, y en el ‘83, Concierto de aniversario, de Eduardo Rovner, que fue seleccionada para representar a ese ciclo en el Festival Internacional de Teatro de La Habana, y que después llevamos a Lima. Entonces nos juntábamos a cualquier hora. Fueron momentos únicos. Aunque más tarde participé del Movimiento de Apoyo al Teatro, nunca se logró recuperar aquella mística, que hoy es irrepetible. Los problemas nos dispersaron y nos fuimos convirtiendo en islas. Hoy somos reflejo de una sociedad que no puede plasmar proyectos comunes.
–Quizás porque no se cree en ellos...
–O porque se nos hace muy cuesta arriba concretarlos. Igual, pienso que deberíamos alentar el reencuentro de energías y “darnos un futuro”.
–¿Qué proyecta?
–Este será un año muy teatral. Voy a participar del elenco de Los derechos de la salud, de Florencio Sánchez, adaptada por Carlos Pais y dirigida por Luciano Suardi en el Teatro Regio. Pero me gustaría hacer cine: Comodines fue mi último trabajo. Antes, estuve en Desde el abismo, No habrá más penas ni olvido, Los amores de Laurita, El año del conejo...
–¿Qué le interesa del cine?
–Que hable de los argentinos. La película Nueve reinas, por ejemplo, podría haber sido hecha en cualquier otro país. En general, los cineastas trabajan pensando en los festivales. Eso es autoengaño, aunque obtengan premios. Con ese criterio no se funda un cine de base, con identidad. Es mentira que existe un mercado para el cine argentino. Fuera del país sólo se lo ve en circuitos cerrados, en cineclubes. La mayoría de nuestras películas aburren, como algunas obras de teatro de autores nuevos, herméticas y sin ningún vínculo con la gente común. Si hoy un guionista o un autor de teatro no refleja, aunque sea mínimamente, las atrocidades que están sucediendo en el país, se convierte en cómplice. Son como los políticos, reyes del doble discurso: mediocres que se esfuerzan por parecer inteligentes. Pero no siempre engañan. No es casual que los dos espectáculos teatrales independientes que lograron mayor adhesión del público hayan sido El amateur y Venecia, obras que cuentan historias con nivel artístico y se ponen en el lugar del espectador, diferentes de aquellas otras que nos convocan para que el autor se mire el ombligo.

 

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