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Paradojas
Por Juan Gelman

Nació a bordo de un barco inglés negrero un impreciso día de 1729 y en medio del Atlántico. Su madre murió de unas fiebres a poco de llegar al Caribe y el padre se suicidó antes que soportar la esclavitud. Algún dueño de plantación lo bautizó con el improbable nombre de Ignatius Sancho: fue uno de los l5 millones de africanos que, según cálculos muy modestos, las potencias coloniales–España, Portugal, Gran Bretaña, Holanda, otras– se llevaron encadenados a América después de canjearlos por licor, armas y mercancías varias. Los árabes y las luchas tribales del continente negro se encargaban de proporcionar mercadería viva. Se estima que un veinte por ciento de esos navegantes forzados se quedaba en el fondo del océano.
Ignatius niño fue despachado a Greenwich para trabajar en casa de tres hermanas. No era el único africano vuelto a trasplantar. Capitanes de barco, funcionarios coloniales y plantadores de regreso solían traer negros a suelo inglés. Convertidos en sirvientes caseros, vestidos con libreas exóticas y turbantes cargados de plumas en las grandes ocasiones, eran un símbolo de alcurnia y de riqueza en los hogares de aristócratas y traficantes. Raro sería el inglés al que indignara semejante situación. La trata de esclavos y el comercio de lo que producían –azúcar, algodón, tabaco– habían dado a la economía del país un impulso que anestesiaba cualquier escrúpulo moral. Sólo en 1787 asomó el primer movimiento británico de blancos contra la esclavitud de los negros. Un grupo de cuáqueros fundó la Asociación Abolicionista, pero Sancho no alcanzó a verlo. Murió, famoso, siete años antes.
Ignatius tenía 20 cuando el Duque de Montagu, dueño de varias plantaciones caribeñas, le echó el ojo sorprendido por su inteligencia y su excelente manejo del inglés. Lo agregó a su servidumbre, alentó su educación y Sancho –legalmente esclavo hasta el fin de sus días– fue abriéndose espacio en el mundo artístico y literario londinense. El legendario actor David Garrick era su amigo y para él escribió dos obras de teatro. Entre sus admiradores se contaban el pintor John Hamilton Mortimer y el escultor Joseph Nollekens, que buscaban su compañía y consejo estético. Nada menos que el muy notable paisajista Thomas Gainsborough pintó su retrato. Es un retrato muy particular, sobre todo comparado con las imágenes de negros que cada tanto irrumpían en la pintura inglesa: el autor no lo representó como un esclavo presuntamente embrutecido, sino como el ser humano desgarrado que sin duda fue.
Esa latitud subjetiva se advierte en sus “Cartas”, un volumen publicado póstumamente en 1782, agotado a los seis meses de aparecer y reeditado a lo largo de los 20 años siguientes. En su correspondencia con Lawrence Sterne, a quien escribió por primera vez para pedirle que se pronunciara por la abolición de la trata de negros, se trasluce la herida de su orfandad y el padecimiento por la aceptación generalizada de la esclavitud y por los golpes de racismo que, pese a todo, le infligían. Sancho admiraba el estilo peculiar del autor de “Viaje sentimental”, sus exclamaciones, frases truncas, neologismos y merodeos, que tal vez expresaban su propio carácter retozón y, al mismo tiempo, su sentimiento de africanidad contradictoria, inquieta, producto de una historia fracturada y sin final. Sterne, por su parte, apreciaba a tal punto el diálogo con Sancho que conservó todas sus cartas y copia de las suyas. El satírico autor de “Tristan Shandy”, libro escrito .-dijo– “bajo la más grande pesadumbre de corazón”, consideraba histórico ese intercambio epistolar.
Sancho no practicó la militancia abolicionista públicamente a la manera de Olaudah Equiano, también esclavo negro y coetáneo, pero manumitido, que redactó la primera autobiografía de un africano publicada en Occidente. “La interesante narración de la vida de Ouladah Equiano, o Gustavus Vassa,el africano”, escrita para apoyar el naciente pujo abolicionista inglés, es uno de los pocos testimonios directos del sufrimiento humano bajo la cubierta de los barcos negreros y en las plantaciones coloniales levantados desde el lugar de las víctimas. Miembro de la tribu de los ibos, capturado en el Benin a los 11 de edad, atado a una cabria y azotado con frecuencia durante la travesía del Atlántico, Ouladah no se limitó a asentar por escrito la constante violación de las esclavas negras o la suerte de un esclavo en quien un negrero de Montserrat alternaba la aplicación de latigazos con el recorte de sus orejas pedacito tras pedacito: llevó a cabo numerosas giras por el Reino Unido fustigando la trata de negros y, de paso, promoviendo su libro.
De modo parecido al de los escritores magrebíes de lengua árabe que aún hoy escriben en francés, Ignatius Sancho, arrancado de sus raíces más cercanas y lejanas, sólo pudo instalarse en la cultura y el idioma del colonizador. Pero la paradoja más dura lo esperaba en sus últimos años de existencia. Para sobrevivir, abrió una tienda en que, por disposición reglamentaria, tenía que vender azúcar y tabaco, esos que elaboraban esclavos negros como él.

 

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