Por Horacio Bernades
El cine estadounidense viene
insistiendo, desde hace por lo menos un lustro, en el tópico del
accidente, que tal vez represente aquello que una sociedad opulenta todavía
no logró dominar. Ya se trate del hipernaufragio de Titanic, el
choque contra un meteorito de Armaggedon, los tornados gigantes de Twister
y Una tormenta perfecta o la simple caída de un avión (Destino
final, Un vuelco del corazón), lo que en todos los casos parecería
ponerse a prueba es la supremacía del hombre blanco sobre los elementos.
Si de blancura se trata, quién mejor que Tom Hanks, encarnación
del hombre medio estadounidense, para probarse a su vez, perdido para
siempre en una isla perdida. Eso es, o parecería ser, Náufrago,
para cuya realización sumaron fuerzas los ejércitos de Dreamworks
y 20th. Century Fox, y que prometía sumarse a la épica sobrehumana
de las anteriores.
Por suerte, esta vez la cosa va por otro lado. Por el lado de la simple
sobrevivencia de un tipo común. No hay en Náufrago ni épica,
ni parábola, ni lecciones de vida al estilo Expedición
Robinson: sólo la experiencia de un hombre solo, intentando
seguir vivo, cuando todo lo que conoce no le sirve ya para nada. Hanks
es aquí Chuck Nolan, ingeniero en sistemas de Federal Express,
un verdadero fundamentalista de la eficiencia que en las primeras escenas
vuelve locos a un grupo de empleados, con su prédica sobre los
beneficios de la puntualidad. Verdadera apoteosis del chivo cinematográfico,
jamás se había visto en cine tan descarada exhibición
de una marca como la que el film de Robert Zemeckis (Volver al futuro,
Contacto, la reciente Revelaciones) hace, en esos primeros tramos, de
FedEx, la firma de correos que despliega sus alas por el mundo entero.
Superado el chubasco de tener que ver el logo de FedEx en paquetes, encomiendas,
camionetas y carteles, el espectador se enterará de que Nolan tiene
una novia (Helen Hunt, en otro papel apenas decorativo), a la que deja
en tierra con la promesa de un pronto retorno, para subirse a un avión
... de FedEx. De antemano se sabe que el avión sufrirá un
espantoso accidente aéreo, que los cortes de montaje, sumados a
las vibraciones y sacudones de la cámara, hacen sentir como si
estuviera ocurriendo en realidad. Se sabe también que Nolan irá
a parar, semiahogado y moribundo, a una isla en medio del Pacífico.
Es recién allí donde Náufrago encara su tour de force,
extrañamente minimalista para un film de Hollywood: ¿cómo
contar la historia de un hombre solo en una isla, a lo largo de hora y
media, casi sin palabras y ni un maldito tiburón o piraña
a la vista?
Triunfan Zemeckis, Hanks y el film todo, al limitarse a contar, con todo
detalle, la experiencia de Nolan, obligado a reinventarse a sí
mismo para poder sobrevivir. Allá por la hora y pico de película,
un cartel inusitado informa que pasaron nada menos que cuatro años,
y Nolan sigue viviendo. Sin embargo no hay pizca de superhombre en él,
y es esa condición extremadamente humana, que lo lleva a bajar
los brazos ante el menor percance pero también, a fabricarse
una red de pesca con la gasa de un tutú y hacer de un patín
un cuchillo, o imaginar un compañero en el cuero de una pelota
lo que permite al espectador vivir su experiencia como propia. Nada de
ello sería posible si Hanks, cuyo registro parecía variarhasta
ahora entre la cara de bueno y la cara de nada, no fuera capaz, aquí,
de pasar de la manía a la depresión, de la depresión
a la euforia, de allí al intento de suicidio, hasta rozar el borde
mismo del extravío.
Es francamente raro, a esta altura, que una superproducción de
Hollywood se interese tanto por la relación de un personaje con
el mundo. Más raro aún, el sentimiento de angustia y ajenidad
que sume al protagonista en el último tercio, cuando regresa a
casa. Allí, el film parece a punto de sucumbir al más edulcorado
hollywoodismo, cuando dos posibilidades de happy end se le ofrecen al
protagonista. Pero Zemeckis gana la batalla, dejando a su protagonista
clavado frente a un cruce de caminos, más solo y perdido en casa
que en aquella isla del fin del mundo.
CALABOZOS
Y DRAGONES, CON JEREMY IRONS
De cómo pagar las deudas
Por Martín
Pérez
Cuando hace un par de años Jeremy Irons se apareció de improviso
como estrella invitada al último Festival de Mar del Plata de la
era Mahárbiz, se le preguntó por qué había
accedido a protagonizar un film llamado Calabozos y dragones. Su respuesta
fue lacónica y llena de flema británica: Me compré
un castillo y lo tengo que refaccionar. Luego de ver el film, es
fácil darse cuenta que Irons no debía estar bromeando. Lo
que no queda claro es si los arreglos le salieron demasiado caros... o
eran muy pero muy baratos.
Basada en el clásico juego de rol llamado efectivamente como el
film, la historia de Calabozos y dragones se desarrolla como una de sus
partidas. A partir de una premisa básica, varios participantes
de diferentes razas y/o especialidades aquí hay dos ladrones,
una maga, un enano y un elfo se alían para recorrer juntos
una aventura. Hay pruebas que superar, nuevos escenarios que conocer y
malos de los que escapar. Construido a imagen y semejanza del mundo de
La guerra de las galaxias (hay una princesa idealista y un consejo que
se parecen demasiado a los del Episodio Uno... e incluso una escena freak
de bar que remite a la original), pero mucho más cerca de un juego
interactivo que del cine, Calabozos... es un film bizarro que, sin embargo,
aburre demasiado rápido. Todos deben explicar claramente lo que
van a hacer antes de, efectivamente, hacerlo. Pero siempre he aquí
la mayor decepción la explicación resulta mucho más
interesante que lo que efectivamente se ve.
Llena de panorámicas de computadora y efectos especiales de baja
calidad, no deja de ser una sorpresa ver atrapados en semejante producto
a personajes como Marlon Wayans (Una película de miedo), haciendo
aquí de gracioso y torpe seudo-Jar Jar (el Tribilín animado
de Episodio Uno). O descubrir desaparecidos como Richard OBrien
(el autor de The Rocky Horror Show), casi irreconocible como el ladrón
Xilus. Pero la sorpresa pasa pronto, y lo que único que quedan
son las frases vacías y declamadas, y las corridas y los gritos
estériles. Para los fans del juego de rol que vayan buscando errores,
cabe aclarar que no vale la pena: los detalles en ese sentido están
bien cuidados. El asunto es que los responsables no pudieron construir
un entretenimiento llámese película a su alrededor.
La
era en que España estaba por
entrar en la noche más oscura
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Fernando
Fernán Gómez fue inició el film, que luego
quedó a cargo del director José Luis Cuerda.
|
Por
Luciano Monteagudo
Cuídelo
bien... es como un gorrión y ésta es la primera vez que
sale del nido, le pide la madre de Moncho a Don Gregorio, el veterano
maestro de un pequeño pueblo perdido de Galicia. Corren los últimos
días del invierno de 1936 y Moncho un niño delicado,
sensible, de apenas 7 años se incorpora tardíamente
a las clases, a causa de unos ataques de asma que lo han postrado en cama,
donde aprendió solo a leer. El pavor que a Moncho le inspira el
colegio es reverencial, pero pronto descubrirá que, al menos en
la figura de Don Gregorio un hombre esencialmente bueno, un librepensador
que jamás le ha levantado la mano a nadie y menos a un niño-
no tiene nada que temer. En todo caso, ya vendrán otras sombras
a oscurecer ese rincón apartado de España, que parece vivir
en su propia realidad, hasta que se intuyen los odios y mezquindades que
preanuncian el estallido de la Guerra Civil.
Iniciado por Fernando Fernán Gómez como un proyecto personal,
que pensaba incluso dirigir él mismo, La lengua de las mariposas
finalmente se convirtió en el sexto largometraje de José
Luis Cuerda, el recordado realizador de El bosque animado (1987) y Amanece,
que no es poco (1988), después de que el gran actor español
decidiera que su salud no le permitía hacerse cargo de todo. Su
Don Gregorio es, qué duda cabe, uno de los pilares de la película,
por esa manera tan digna y tan tierna que tiene Fernán Gómez
de componer al personaje, que se asemeja tanto a sí mismo. Pero
la película no parece que hubiera podido prescindir tampoco del
niño Manuel Lozano, que le infunde a su Moncho la cuota de espontaneidad
y de asombro que lo hacen el compañero ideal de Don Gregorio, capaz
de seguirlo fielmente al campo en sus clases abiertas de ciencias naturales,
o de aceptar de su nutrida biblioteca una vieja edición de La isla
del tesoro, con la que el maestro quiere despertarle la fantasía
y el amor por los libros.
Como Las largas vacaciones del 36 y tantos otros títulos
del cine español, La lengua de las mariposas es, una vez más,
un relato de iniciación, que utiliza como marco los prolegómenos
del enfrentamiento que dividió a España a sangre y fuego.
Esa fijación tiene aquí sus matices particulares, porque
el legendario guionista Rafael Azcona genial en sus colaboraciones
para Marco Ferreri y Luis García Berlanga partió de
diversos relatos de Manuel Rivas, que estructuró hábilmente
en un único discurso. La escapadas de Moncho junto a un amigo para
descubrir con ojos azorados la manera en que se aman hombres y mujeres,
los apuntes sobre sus padres y vecinos o el melancólico episodio
en el que su hermano viaja a un pueblo cercano y vuelve tácitamente
seducido por una muchacha que jamás podrá ser suya forman
parte de esa matriz fragmentaria, que el libretista fue moldeando hasta
hacer de un puñado de relatos una trama novelesca.
El problema precisamente de La lengua de las mariposas es que, por momentos,
la literatura pesa demasiado sobre el film, que en más de una oportunidad
se vuelve algo solemne, sentencioso, particularmente cuando se pone a
hablar en voz alta de sueños y de libertad. Se extraña sobre
todo en el film de Cuerda un registro más vivo, un poco más
moderno, menosacadémico (algo que, debe decirse, no suele abundar
en el cine español), pero a cambio el director trata algunos pasajes
con sensibilidad y auténtico afecto por sus personajes.
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