Por Horacio Bernades
A Adam Sandler, el cómico más exitoso de Estados Unidos
junto con Jim Carrey, se lo ama o se lo detesta. Lo más frecuente
es que entre una y otra sensación no medie más que un gag
o una línea de diálogo. Formado en esa universidad cómica
del Saturday Night Live, es tal el éxito de sus películas
en Estados Unidos que Sandler es, a esta altura, tanto un cómico
como la cabeza de una formidable empresa, alrededor de quien se nuclean
productores, guionistas, realizadores y miembros de una troupe bastante
estable. Luego de La mejor de mis bodas, Un papá genial y El aguador,
El hijo del diablo es lo más nuevo de Sandler, y como en ella todo
está llevado a la enésima potencia lo más factible
es que quienes la vean amarán y odiarán al bueno de Adam
más que nunca.
A diferencia de las anteriores, que se mantenían dentro de una
cuerda realista, El hijo del diablo es una fantasía desatada en
la que Adam (¡qué nombre para el papel!) es, literalmente,
lo que el título indica. Versión masculina e infernal de
La cenicienta, el pequeño Nicky es el hijo menor, tierno y tontolón
de Belcebú (Harvey Keitel, obviamente menos envarado que en papeles
recientes), a quien sus malévolos hermanos disfrutan haciéndole
la vida imposible. Hasta el punto de que le dejaron la boca torcida para
siempre de un golpazo. Aparte de ese problema, que lo lleva a hablar durante
toda la película como una versión exagerada de Bogart o
Holly Hunter, Little Nicky lleva un mechón que le llueve casi hasta
la comisura derecha, completando una caracterización en ese estilo
crispado que es típico del Saturday Night Live.
Ocurre que Papá Diablo se hartó del puesto y decidió
jubilarse, eligiendo como sucesor al lelo de Nicky. Su decisión
desata la guerra entre hermanos (aunque a los bibliotecarios les dé
urticaria, El hijo del diablo no es otra cosa que una versión guarra
de El rey Lear) y promueve el ascenso de Nicky a la Tierra, con la misión
de traer de regreso a los díscolos. Como en todas las películas
de Sandler, el hilo argumental es como un trinchete donde viene a insertarse
toda clase de gags, digresiones, chistes tontos y/o geniales y un montón
de referencias entre sarcásticas e hirientes a la actualidad, que
van armando, escena a escena, una chorreante brochette cinematográfica
donde el manjar y la trash food se anudan y entrelazan.
Hay papeles absolutamente subdesarrollados, como el de la noviecita que
incorpora Patricia Arquette, y otros casi geniales, como ese Luciferabuelo
juerguista (Rodney Dangerfield) o un par de metaleros inocentones y eternamente
sonrientes. Pero si hubiera que destacar un secundario debería
ser sin duda Beef, un bulldog parlanchín que hace las veces de
cicerone del protagonista por Nueva York. Hay cameos totalmente fallidos,
como el predicador gritón de Quentin Tarantino, y otros perfectos,
como las apariciones del comediante Henry Winkler y el mismísimo
Ozzy Ozbourne (todas las películas de Sandler suelen estar superpobladas
de amigotes). Del mismo modo, ciertas escenas estiradísimas (una
con los Globetrotters, en el Madison Square Garden) alternan con otras
extraordinarias, comocierto Paraíso final donde reinan, terriblemente,
unos ángeles rubios como Trillizas de Oro. Es posible que El hijo
del diablo sea la película más despareja del mundo. Pero
uno solo de sus mejores gags bien vale el precio de la entrada. Y no hay
uno, sino un montón de ellos.
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