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el Kiosco de Página/12

Forever Young
Por Hugo Soriani

Solo hubo una persona que, en los últimos diez días, fue capaz de parar la lluvia. Sombrero de cow boy, botas texanas, jeans gastados, camisa leñadora y guitarra en bandolera, apareció una noche en el escenario del Campo de Polo como un mito que hasta ahora sólo escuchábamos en CD o en los discos de vinilo que pudieron sobrevivir a la catástrofe.
Era cierto, ahí estaba Neil Young. Atrás, los míticos Crazy Horses, sus secuaces. Los que hace años secundan al cowboy en sus andanzas de guitarras asesinas. El Poncho Sampedro, Billy Talbot y el batero Ralph Molina.
Neil se cuelga la viola, se dobla en dos, pisa el pedal y se larga con “Sedan Delivery” en una versión furiosa que hace llorar a los más viejos y les parte la cabeza a los mas jóvenes.
Llovía sobre el Campo de Polo y ya habían huido los fans de Oasis. Quedaban los acólitos de Young y los pibes que querían comprobar cuánto de cierto había en todo lo publicado sobre Young los días previos.
Eran unas cuatro mil personas –sobre las trece mil del comienzo– rodeando un escenario montado en un lugar delirante, enorme, con pésima acústica y adornado con kioscos que hacían recordar a viejas kermeses de barrio, con globos, guirnaldas, lucecitas de colores y excalectric.
Olor a bosta en el campo de polo. Lluvia y olor a bosta.
Momentos antes de la entrada de Young los plomos y sonidistas habían preparado el escenario como para una ceremonia religiosa: pequeña estatua de un cacique indio pintado para la guerra al lado del bombo de pie de la batería, bajos y guitarra, instrumentos prolijos y rectos como velas encendidas. Y mucho incienso en las manos de un asistente que caminaba el escenario de punta a punta como un monaguillo que cumple el rito. “¡Tiran incienso porque viene Dios!”, gritó alguien que se animó a romper el silencio que rodeaba la ceremonia.
Y vino Dios. Con “Sedan Delivery” ordenó que la tormenta cambiara de lugar. Ya no se mojaría nadie de los de abajo y la única tormenta eléctrica estaría arriba del escenario.
“Hey, hey, my, my” fue la segunda, y hasta los más necios hinchas de Oasis se dieron cuenta de que no resistía comparación. La versión del tema que los hermanos Gallagher habían hecho minutos antes parecía ya una vieja canción de cuna.
Neil que baila, que vuelve a doblarse, que agita sus brazos, que distorsiona la guitarra de una manera que hace imposible distinguir si son los pedales o son sus dedos los que aprietan las cuerdas hasta lastimarse. Neil no canta, gime. Grita la letra con furia: “Es preferible quemarse antes que oxidarse...”. Y se está quemando, nos estamos quemando todos.
Un pibe le dice a su amigo: “A éste no lo tenía, pero me está gustando el chaboncito”. Se lo dice al segundo tema porque al quinto ya no puede; baila a dos metros del piso.
Alguna vez, hace mucho tiempo, fue Spinetta el que dijo: “Lo importante no es la técnica sino el amor que un músico le pone a su música”. Neil Young es un gran amante. Despliega una energía sobre su guitarra que cualquier técnica pasaría desapercibida. Es música desde las tripas y no desde el cerebro. Pero por si alguno se equivoca también decide hacer “Cortez, the Killer” y da una lección de técnica que hubiera hecho empalidecer a Clapton y completa su dimensión de artista.
Cuando creemos que el show no ofrecerá variantes, el gordo San Pedro deja la guitarra y ayuda a empujar un piano. Entran dos vocalistas que se suman a los coros y arranca “Like a Hurricane”. Ya no hay asombro en nadie, pero tampoco hay palabras. Las vocalistas se escuchan mal, Neil vuelve a gemir, Talbot literalmente golpea su bajo, la batería parece mil baterías y la furia del rocanrol sacude a los cuatro mil tipos que seaguantaron el caos de la organización, la kermesse, la bosta y la lluvia pero que saben tener el privilegio de estar ahí y salir para contarlo.
Una hora y cuarto de música y se va. Pero no, la gente se queda y él vuelve y toca sólo con su guitarra “The needle and the damage done”, un melancólico tema en homenaje a sus amigos muertos por la heroína.
Los más chicos ya no disimulan su admiración ni su alegría por haber descubierto al chaboncito. Por haberle hecho caso a Noel Galagher, que les había advertido: “Neil Young es una leyenda y no se vendió jamás”. Nobleza de Nohel, que reconoce un nivel de transgresión en la música de Young que no precisa pellizcar el culo de ninguna azafata ni destruir hoteles por el mundo.
Va terminando. Los viejos parecen jóvenes y los jóvenes parecen haberlo conocido siempre. Y haberlo amado.
Con viejos como Neil “El rocanrol no morirá jamas”. Neil Young, nuevo en sus 57 años. Por siempre joven. Forever Young.

 

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