La
hora del lobo
Por Miguel Bonasso
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Ha llegado la
hora del lobo. Roberto Arlt tenía razón: la ciudad cruje,
rechina de dolor, de abatimiento, de miseria, de indiferencia y desamparo.
El dolor de millones de infelices se eleva como un vapor mortecino sobre
los tanques de agua y las agujas de las cúpulas de pizarra gris.
Una nueva depresión mucho más cruel que la del 30,
fractura la solidaridad, retrotrae a los tiempos del Londres dickensiano,
recrea la imagen del lobo que vaga por las calles percudidas y enfermas.
Los cuerpos de las ancianas flotan en el agua sucia del geriátrico.
Sus familias pagan 800 pesos-dólares mensuales para que las buenas
almas del depósito de carne las confinen en la habitación-celda
de un sótano, donde el turbio torrente de la codicia privada y
la ineficiencia gubernamental acabará con ellas. Acaso, ¿no
habían muerto ya y no lo sabían?
El dueño de la modesta zapatería de Belgrano mira al vacío
y desgrana la queja como una lenta letanía: En los setenta
me salvé por un pelo de los milicos asesinos; en la democracia
neoliberal me salvé por un pelo de caerme de la clase media; junté
unos manguitos y puse esta zapatería para mi hijo, para que no
se vaya del país, ahora perdí todo: la mercadería
y la voluntad del hijo de quedarse en este pozo séptico, para doctorarse
en catástrofes.
Desde las alturas del gobierno de la Ciudad el jefe le contesta indirectamente:
Nadie puede manejar los fenómenos meteorológicos.
Ante una situación excepcional cualquier ciudad colapsa. Si vuelve
a producirse otra tormenta similar, la ciudad volverá a colapsar.
En la Argentina, la respuesta de la clase política es contundente,
realista, práctica, como cuadra ha quienes han contraído
enlace con los gerentes. No cree en el realismo mágico de las soluciones
estratégicas. Si los políticos argentinos hubieran gobernado
en Holanda que está bajo el nivel del mar los Países
Bajos hubieran sido el reino del bacalao y las sardinas.
El lobo recorre las calles, se detiene en las liquidaciones de la avenida
Cabildo. Liquido porque estoy liquidado dicen los comerciantes inundados.
La gorda manosea con impudicia las remeras que se venden a dos pesos,
las telas manchadas que se regalan a cinco. No hay mal que por bien
no venga, piensa esta descendiente directa de los canallas que se
excitaban en Miami con el deme dos. Otros la imitan, se prueban
el calzado del muerto, antes de que termine el velorio.
El lobo ronda por las calles, acechando la pobre inocencia de la gente.
Jorge es albañil, un gran tipo. Durante años trabajó
en mantenimiento y como chofer en la Universidad del Salvador. Allí
conoció a Adriana, que era personal administrativo
y se enamoró. Se casaron y buscaron, sin suerte, agregar nuevos
hijos a los que traían de parejas anteriores. Hasta hace unos pocos
días Jorge tenía una esposa y una hija en camino. Ahora
no tiene nada. Adriana tuvo un pico de presión, la internaron en
una clínica de Quilmes, tuvo un derrame cerebral y murió.
La beba, de seis meses, apenas vivió 24 horas. Al ir a velar a
su mujer y a su hija, Jorge descubrió que el patrón de Adriana
no había pagado los aportes y él no tenía los 1400
pesos que le pedía la funeraria Los Vascos por una pequeña
sala y un cajón de madera rústica mal pintado. En una calle
de Burzaco se encontró con Don Raúl, el patrón de
Adriana, y le pidió ayuda. Hablá con mi contador,
dijo Don Raúl sin meter la mano en el bolsillo. Jorge ni siquiera
le reclamó: se quedó llorando de impotencia a pocos metros
del velatorio. Don Raúl se alejó molesto por un encuentro
tan inoportuno. A pocos metros de distancia, junto a las vías,
los vecinos vieron pasar al lobo.
Los compañeros de Jorge tuvieron que hacer una colecta para pagarles
a los funebreros. Adriana pudo ser enterrada y Jorge regresó, solo,
a la casa vacía.
René Demetrio Fernández (DNI 10.634.250), de 49 años,
es taxista y está tan angustiado que le cuenta la historia al pasajero,
que es este cronista. La esposa de René, Marta Susana Cardoso,
es diabética hipertensa e insulinodependiente. Su hija, Mercedes
Giselle, de 15 años, tiene trastornos neurológicos y debe
ser medicada con el anticonvulsivo Logical 400. El taxista tiene además
que alimentar a otros dos hijos, Wendy Sabrina, de 10 años, y Melina
Solange, de 4.
Cada día René sale a manejar su taxi a las 11 de la mañana
y regresa a las 12 de la noche. Y le deja a su esposa entre 5 y 10 pesos
para que alimente a los hijos y pague las medicinas. Como no alcanza,
René hace todas las changas que puede: corta pasto, pinta paredes,
trabaja de albañil. Como él mismo lo dice en una carta:
ni tiene vicios, ni salió a robar. En cambio, a él sí
lo asaltaron, en la hora del lobo.
Como se atrasó en las cuotas y en las expensas del departamento
que habitan en el Barrio Don Orione de Claypole, ya le cayeron demandas
judiciales que lo tienen agobiado.
En abril del año pasado, el taxista intentó pedir ayuda
al gobernador de la provincia de Buenos Aires y le dirigió una
angustiosa carta al doctor Carlos Ruckauf. René no lo dice, pero
probablemente viene de una familia peronista y guarda el recuerdo infantil
de Evita. Tal vez con esa esperanza, diciéndose que el señor
ese que sonríe tanto pertenece al fin y al cabo al peronismo, llevó
su solicitud a la gobernación de La Plata y se la hizo sellar por
una de las secretarias del gobernador, que le advirtió, severa:
Yo te la sello, pero casos como el tuyo hay miles y no podemos estar
en todas.
Y como no podían estar en todas, no le contestaron nunca.
El cronista va en el taxi con su compañera escuchando el relato
de René, que está cada vez más acongojado. Al llegar
a destino, no puede más y se larga a llorar. Como Jorge el albañil.
Si uno no está a favor del lobo, resulta muy duro asistir a estos
llantos de hombres grandes, curtidos, que están a un tris de reventar
por la imparable presión de los engranajes.
El cronista le pide una carta contando todo esto y el taxista se la envía
puntual. Es el cronista el que se demora, hostigado por la lluvia de trabajos
y problemas que caen sobre su trinchera solitaria. Pero durante varios
días carga la responsabilidad de contar la historia de René
como una culpa, que ahora salda.
Escribirle a usted es un desahogo, gracias por leer mi carta,
dice esta sombra de Buenos Aires que se suma a la inacabable lista de
humillados y ofendidos que se deslizan por sus calles desbordadas. A Ruckauf
le ha escrito en abril: Como dije anteriormente, me encuentro desesperado
no teniendo soluciones, no pretendo que me regalen nada, simplemente es
la desesperación. No agarrar por mal camino.
No hay aquí sociología, estadística, datos abstractos.
Historias de ciudadanos a los que nadie escucha. Porque el poder no parece
servicio público sino botín. Chapa para la impunidad y la
indiferencia.
Comida para el lobo que se pone sonrisa de oveja.
REP
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