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NORMA CABEZAS, MADRE DE JOSE LUIS
“Este carácter fuerte me lo dio mi hijo”

María Cristina Robledo y Norma Cabezas, dos mujeres en el centro del caso Cabezas. La viuda y la madre del fotógrafo asesinado hablan de la vida cuatro años después de la tragedia, del dolor, de la lucha por encontrar �a todos los culpables�, de la difícil reconstrucción de su familia. Y de Candela, la nena que tenía menos de un año y que ahora quiere saber todo sobre su papá.

Por Martha Dillon

El viernes por la mañana se vio por televisión y de inmediato cruzó hasta la peluquería, “le pedía a Mary que me tiña, no podía estar con esas canas y ni siquiera me daba cuenta”. No lo hace por coquetería: para Norma Cabezas es una cuestión de prolijidad, una de las pocas cosas que no cambiaron para esta mujer de 67 que usa el apellido de casada como si fuera el propio, después de que su hijo José Luis fuera asesinado. Del resto de su rutina diaria ni siquiera se acuerda, por lo menos no con precisión. Sabe que veía novelas, que ponía la tele frente a la tabla de planchar y hacía su tarea de ama de casa, la única ocupación a la que aspiró siempre y con la que hubiera querido seguir cumpliendo si no hubiera sido porque “me arrancaron un pedazo, me lo torturaron, me lo mataron y me lo quemaron. Me dieron un cajón cerrado con huesos negros, eso me dieron después que yo le dije, chau José, manejá con cuidado que llevás los nenes”.
“¿Ves? Este tapadito se lo tejí yo. Y el traje de comunión de Gladys, lo hice con mi vestido de novia, y esa ropita que tiene acá también la cosí yo.” Norma muestra un álbum de fotos gordo como una biblia, que resume su vida familiar hasta el 25 de enero de 1997, el día en que apareció el cadáver de su hijo en un pozo entre Pinamar y Madariaga. Un lugar que todos conocen como la cava y que ella dice estar “haciendo”, porque entre sus nuevas ocupaciones está la de cuidar esa cruz de cemento de cinco metros que se levantó como recordatorio, y “la Virgen de Luján de loza, que pusimos en el monolito; y ahora vamos a emparejar el terreno para poner césped, todo a cargo del intendente de Madariaga, porque el de Pinamar nunca apareció, ¿por qué? Por algo será”.
Las fotos son muy importantes para ella, son la prueba de que eran “una familia, una familia hecha y derecha, no como las de ahora que a los quince días se separan”. Y además le traen el recuerdo de esas actividades de las que estaba orgullosa y en las que ahora no puede ni pensar. “Ya no sé ni cómo se agarra una aguja, ni siquiera me traje la máquina de coser de Avellaneda, ¿para qué?. No puedo concentrarme y cada vez estoy más rabiosa, cada día que pasa tengo más bronca. ¿Sabés lo que es tener que limpiar esa foto, pasarle un plumero a ese cuadro y saber que ése es tu hijo?.”
Su hijo, fotógrafo, es ahora una foto. Muchas fotos, que pueblan el departamento de Congreso donde el matrimonio Cabezas se mudó “para estar más cerca de donde se hacen los trámites”, fotos que se multiplican en calcomanías, pegadas en el teléfono, en la heladera, en las puertas, que dicen “mirame... no me olvides”. Pero olvidar no está en los planes de Norma, y aunque quisiera, dice que ya no puede tener una vida normal. “Hoy fui a hacer un mandado y la gente me hizo olvidar lo que iba a comprar, siempre me pasa lo mismo, tanto amor me tupe la cabeza”. Es que en esta época de aniversarios todos recuerdan lo que para ella es cosa de todos los días. “De la mañana a la noche, no hacemos más que hablar del tema, de mi hijo y sus asesinos. Los vamos a agarrar a todos, porque siempre vamos a luchar. Ahora cayó el comisario Gómez, pero faltan muchos, no sabés atrás de cuánta gente estoy, son un ejército y muy pesaditos. Pero no voy a decir quiénes son porque después se escapan.”
Esas conversaciones diarias son también el único motivo de pelea en el matrimonio, “y sí, ahora discutimos mucho, porque a veces entendemos las cosas distintas. Pero siempre estamos juntos, somos él –dice Norma y señala a su marido–, mi hija Gladys y mi abogado. Los cuatro sabemos todo lo que pasa. Y después se lo comunicamos a mi hijo. En su nicho, abajo de la foto, le pongo todos los papeles de lo que vamos consiguiendo”. Hasta el cementerio de Avellaneda los Cabezas llegan cada sábado después de las diez de la mañana, limpian las fotos, los regalos que deja la gente y renuevan las flores. Pasan allí un par de horas, José, el padre, llora. Norma jamás, ni una lágrima. “Este carácter fuerte me lo dio mi hijo, antes yo era una mujer suave, dulce, él es el que me da valor para defenderme.” Su marido sonríe, “que me pregunten a mí”, dice poniendo un tinte de duda. Es difícil creer que ese gesto que parece tallado en mármol, que se endurece todavía más cuando cierra los ojos, profundizando los surcos de arrugas, al enfatizar una idea, sea una expresión nueva para Norma Cabezas. Pero cuando habla de sus nietos algo se afloja y acerca una idea de cómo era esta mujer cuando durante los fines de semana no había visita al cementerio sino desayunos en la cama que se extendían hasta el mediodía. “Todo cambió; yo hace cuatro años no había entrado nunca a una comisaría, no me importaban ni los gobernadores, ni los diputados, ni los presidentes. Votaba a los socialistas porque mi padre era socialista y a los padres había que respetarlos.” ¿Y ahora? “Ahora voto poniendo la foto de mi hijo, que me lo impugnen porque yo soy antipolítica, yo a los políticos los quiero por personas no por políticos. A (Eduardo) Duhalde lo quiero mucho, igual que al gobernador (Carlos) Ruckauf y al presidente también, porque me llamó muchas veces cuando fue el juicio en Dolores. Ahora estoy un poco desconectada, lo llamé cuando se enfermó su hijo menor y no me contestó no sé por qué. En cambio Ruckauf me acompañó a la cava el 24, antes del acto porque él dice que no quiere hacer política con nosotros. Yo en él confío mucho, me puso cuatro investigadores privados, no policías, porque a los policías no los quiero, no confío en ellos.”
En estos años –dice– conoció el “amor del pueblo” y también “la traición”. De gente que “al principio venía mucho y después nos abandonó y eso te duele porque una se encariña. Los chicos de la ARGRA también se portaron mal pero se los dije bien claro, hay que ver cómo se los dije porque ahora a mí nadie me pasa por encima. ¿Por qué tenían que vender cosas sobre mi hijo? ¿Por qué tienen que hacer negocios con él si yo no lo hago? Una vez los vi vendiendo los prendedores y unos libros que había regalado Portal, ese de los monitos, y me vienen a decir que tenían que pagar los globos, las banderas. ¡Yo no pedí nada de eso! Igual ya pasó, ahora somos amigos otra vez”.
Norma mira por la ventana cómo los sillones del balcón se deslizan como si estuvieran animados, el viento que anuncia la tormenta trae un alivio al calor pero ella cierra la ventana, no quiere que nada en su departamento se mueva de lugar por eso. Es esa obsesión por la prolijidad que nunca abandonó. Desde la cocina llama a su amiga María del Carmen, mamá de Irina Montoya, una de las mochileras asesinadas hace tres años en Bahía Blanca. Sus amigas de ahora tienen algo en común, todas han perdido a algún ser querido. “Nos hace bien juntarnos, también nos reunimos con la mamá de Miguel Bru y con los Bordón, todas charlamos y opinamos”, dice para dejar en claro que ya no la ocupan conversaciones banales.
Entre sus rutinas está la de ir cada día a la Fundación José Luis Cabezas, que preside su hija Gladys y que se armó para controlar “que nadie haga negocios en su nombre”. Allí está armando el archivo con todas las revistas y recortes que le acercaron luego del asesinato. “Vamos a ponerlas en Internet y después las vamos a quemar, son demasiados papeles”, dice pasando por alto cualquier paralelo. También llevé allá un montón de fotos, porque esta casa no puede convertirse en un mausoleo, ya no quiero más fotos que las que tengo.” Su obsesión por saber todo lo que pasa en relación con las causas judiciales que se desencadenaron después del asesinato de su hijo tiene una razón. “Es que al principio éramos muy ignorantes, no pudimos hacer nada, no sabíamos. Imaginate que nos enteramos doce horas después de que encontraron el cuerpo. ¿Sabés cómo fue? Estábamos en el campo, con Gladys, su marido y sus hijos, y ahí encendimos la radio, a las nueve y veinte de la noche. Mi marido es de Independiente y esa noche jugaba con Boca, sólo quería saber cómo formaba el equipo, cuando Carlitos –el marido de Gladys– prendió la radio escuchamos la noticia, decía todo, con nombre y apellido, que estaba quemado, un periodista, mi hijo, ni teléfono teníamos.” Entonces empezó la desesperación que todavía no termina, una desesperación que con el correr de los días se fue transformando y que ahora es una mezcla amarga de dolor y bronca. Una bronca que “no va a terminar nunca, porque aunque hasta el último de los implicados esté en la cárcel, eso será la paz para mi hijo. Para nosotros la llaga está abierta y no queremos que se cierre”.

 


 

�Me arrancaron al hombre que yo había elegido�

Por Alejandra Dandan
Desde Pinamar

Cristina de pronto tuerce la cara. Está en la entrada del hotel donde termina el homenaje a José Luis Cabezas. Candela, su hija, juega entre los autos estacionados que empiezan a arrancar. “Candela, Candela –repite– vení por favor.” La nena es tan alta como el farol de uno de esos autos. Cuando Cristina la llama, se vuelve y en la sonrisa aparece nítida la cara del papá. La semejanza corta el aire aquí, como cada tanto lo hace en esa casa donde ahora empiezan a oírse preguntas, a veces incómodas, que investigan las cosas de papá. Candela tenía menos de un año cuando ocurrió el crimen. Ahora es la parte más viva de José Luis. “Lo más palpable, la mirás –dice Cristina– y parece que te está mirando el padre.” Candela reconoce a las personas del juicio, sabe dónde está la cava, el lugar al que Cristina vuelve buscando un silencio absolutamente penetrante. María Cristina Robledo es la viuda de Cabezas y ya no quiere serlo. Todavía lo busca, como lo hacen los padres de José Luis y también Gladys, su hermana. Pero Cristina lo busca sola, a la noche, cuando se da vuelta en la cama para contarle que Candela se acaba de despertar.
No hay lugares privados disponibles para el encuentro. Cristina tiene sólo un rato antes de volver a la farmacia de Cariló a cerrar la caja. Trabaja allí durante el verano, el tiempo en que los días sólo se quiebran por las dos horas de siesta. Por eso son casi las nueve de la noche y hay una chica rubia de unos treinta años rodeada por gente del Argra. La chica es la que llama a Candela, ordenándole algo con voz de mamá. Pide correr la cita por un rato. Y ese tiempo sirve para saber que el bar frente al hotel no tiene mesas disponibles para la charla: “El dueño no está muy de acuerdo con lo que pasó con Cabezas”, se excusa como puede el responsable del lugar.
–Me quedé en Pinamar por Candela –dice más tarde Cristina–, no por capricho. Los que nos cerraron la puerta, allá ellos; si no no me podría haber quedado acá. Lo hice porque necesitaba estar contenida. Yo me volví cerrada y egoísta, me seguí manejando con el mismo grupo y, aunque se acercaba mucha gente no tenía ganas de charlar. Traté de hacer la mía con los me daba antes del 25, son muy pocos los agregados a mi agenda.
Cristina habla frente a un vidrio. De pronto, se siente mirada: “Pasan y se dan vuelta –dice–, me siguen viendo como la viuda de Cabezas, todavía no logro ser yo”. Los ojos se le empañan. Es un estado permanente durante toda la charla en la que ella parece no dejar de responder a esas miradas.
–¿Alguna vez se cansó de la gente, los teléfonos?
–Sí... No me gusta. Hay días que querés cerrar la puerta; no podés entender que el otro trabaja, querés que entiendan que esto es algo tuyo. Que querés estar tranquila: llorar o estar con cara larga.
–Sobre todo los 25...
–Llamaban todo el tiempo para preguntarme qué pensaba... Yo llegué hasta a inventar cosas porque, o estaba pensando algo que nada que ver, o no pensaba. No quería hablar con nadie. No es que no iba a las marchas o que no quería ir, quería estar sola y no escuchar cómo se torturó, sino recordarlo de otra manera.
Cristina vivió hasta los veinte en Lobería, un pueblo cerca de Necochea. Es la más grande de seis hermanos. Allí fue maestra jardinera hasta que la familia decidió el traslado a Pinamar, ese lugar de la costa parecido en invierno a su viejo pueblo. Años después, mientras trabajaba en un hotel de Pinamar, apareció José Luis. Llegaba con el equipo de Noticias para cubrir la temporada. Cristina hacía tres años había dejado Lobería pero en Pinamar siguió trabajando de maestra en invierno y en ese hotel en el verano. Durante todo el año mantenía también el trabajo en una escribanía que no abandonó hasta la partida a Buenos Aires. –Todo empezó con un planito: fue cómico pero me lo quiero guardar. Fue hasta gracioso y es parte de una historia linda. Son cosas mías, que me las guardo para un día contárselo a mi hija: son muy pocas las cosas que voy a poder contarle sin que ella las escuche o se las digan. Se dijo y se dirá mucho, pero algunas se las quiero contar yo.
Candela tenía casi un año cuando mataron a José Luis. Ellos llevaban casi cinco viviendo en Buenos Aires. Durante estos últimos años, Cristina le habló a su hija del crimen pero ahora Candela es la que empieza a preguntar. Tiene casi cinco años. “Está en una edad donde quiere investigar todo, saber cómo era, qué comía.” Durante el año pasado supo que Dolores era la ciudad del juicio. Ahora reconoce en la ruta ese cartel, como en el diario las caras del juicio.
–A pesar de los amigos y su madre, ¿se siente sola?
–Te sentís sola, porque hay cosas que las podés compartir con ellos. Pero hay cosas que... El primer diente era el sueño contárselo a él. La primera vez que comió un yogur, cuándo se sentó, cuándo fue el primer golpe. Y esas cosas no se las contás a tu mamá. Con el que primero la compartís es con el padre. Hay un millón y medio de mujeres solas, está bien, pero porque decidieron estarlo o eligieron. A mí nadie me dijo qué preferís. No. Y es distinta la actitud, no fue mi caso.
Cuando ocurrió el crimen, Cristina estaba en Pinamar. Había dejado en diciembre el departamento de Buenos Aires y el proyecto en el que trabajaban con José Luis para comprar una casa. Mientras vivió allí, sus amigos más cercanos fueron los compañeros de trabajo de su marido. Tuvo apenas dos o tres amigos más. A todos ellos los siguió viendo. A su departamento no entró más. “Tenía todo armado allá, no pude volver al departamento: de hecho no lo desarmé.”
–¿Qué cambió la muerte?
–A mí me cambió la vida. Yo tenía programado algo, teníamos proyectos. Siempre soñé con tener mi casa, mi familia, mis hijos y lo había logrado: tenía mi marido, tenía mi hija recién nacida, estábamos con el proyecto de una casa, todo eso cambió. Me lo arrancaron, me sacaron mis ilusiones, mis ganas de pensar y proyectar. Eso, me arrancaron al hombre que yo había elegido, era lo que yo había soñado. Me cambió la forma de pensar: no proyecto, no programo a largo plazo. Cuando me dicen qué vas a hacer en cinco meses, respondo qué sé yo. En cinco meses puedo estar muerta.
A José Luis lo mataron el 25 de enero del `97. El cuerpo apareció quemado en la cava. Cristina no fue al lugar hasta poco antes del primer aniversario. Candela tenía casi dos años. “Sabía que el 25 iba a tener que ir y antes quise ir sola.” Fueron las dos. “No fue nada fácil”, dice antes de preguntar si conocemos el lugar.
–Cuando llegás, te invade un silencio, pero no soy objetiva: por ahí a otros los aturde. Para mí es un silencio totalmente penetrante, por ahí es como que se corta por los pájaros. No es de cementerio, es especial. Diría que ese lugar es la muerte porque ahí lo encontraron.
Repite el viaje a la cava cada tanto. Una sola vez fue sola. En general lo hace con su mamá y Candela. De ida, dice, es un viaje relajado. A la vuelta, el viaje se hace en silencio. Cuando aparece la pregunta sobre una nueva pareja, la respuesta termina diluida como ella misma frente a la sombra de José. “Es difícil –dice–, porque tenés toda una historia. Y además porque la gente te ve y dice vos sos tal, todavía no logro ser yo, sigo siendo la mujer de José Luis Cabezas.” Ella se ve distinta. Todavía se ve de noche, en la cama dando vueltas, buscándolo a José.
–Como mujer pensaba en mí, que me daba vuelta y sabía que lo podía abrazar en cualquier momento del día y de la noche. Y decirle mirá, Candela se despertó o no.
O no.

 

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