Por Rafael A. Bielsa.
Esos años
sin par (a propósito de Galimberti)
Decir que es mi amigo no prologa
su defensa. En cambio, plantea un análisis donde al menos
por unas carillas los 70, la lucha armada y Galimberti puedan
ser abordados desde una perspectiva distinta a la del encono o la fascinación.
No sé si a mí me resulta posible hablar de aquellos años
extremos sin el ingrediente excluyente del ardor. Si hay una certeza en
los que pasaron por el secuestro, la tortura y el exilio, es que en la
mayoría de los casos ni la lógica militante ni la ideología
ayudan a tolerar dichos trances con dignidad. Es la dureza anímica
circunstancial, la pasión, lo que prevalece. Sin embargo, una mirada
ardorosa y apasionada no tiene por qué ser una mirada obnubilada.
De todas las reflexiones que el tema propone, me interesa limitarme a
tres. La primera, es el efecto cuadro por cuadro que se imprime
a la perspectiva analítica. En otras palabras, leyendo algunos
textos se diría que si hoy vivieran los que durante los 70
dejaron sus vidas en el calvario de sus ideales, seguirían siendo
los héroes que fueron. Y, por el otro lado, para los que sobrevivieron,
el único destino que sus contemporáneos parecieran estar
dispuestos a reservarles es el de hacer extensiva a sus vidas particulares
la derrota militar que sufrieron las organizaciones en las que actuaron.
Subrayo lo de derrota militar, porque los frutos de esta democracia (sean
los que fueren), en algún sentido son una prolongación de
las tortuosas raíces de los 70. Por entonces, los jóvenes
peronistas enfrentaban una alternancia exasperante de gobiernos democráticos
proscriptivos con gobiernos militares; hoy, no. Una Patricia Bullrich
conjetural nunca hubiera podido ser ministro de Videla, pero tampoco de
Frondizi.
Ni es aceptable el héroe continuado, ni lo es el
contagio de la derrota militar. En primer lugar, porque exceptuando
morir, muchos militantes que se comportaron cabalmente en dichos momentos
hoy, aunque conserven su dignidad, distan de ser lo que hubieran soñado
por entonces. Y en segundo lugar, en un país en estado no revolucionario,
¿cuál es el sentido de usar las categorías de victoria
o de derrota? ¿Qué se espera de los jefes montoneros? ¿Quiénes
son los que tienen el derecho a esperar? ¿Qué se sabe realmente
de sus vidas?
Rodolfo Galimberti, como muchos de nosotros, fue un insurgente, no un
insurrecto. En aquel sentido, una eficaz herramienta para dañar
planificadamente al enemigo de entonces. Es necesario recordar la diferencia
y la precisión, para aquellos que simpatizaron con los viejos ideales
pero no participaron más allá de su simpatía.
No parecen demasiado importantes algunas fidelidades históricas,
como por ejemplo que el apogeo de Galimberti coincide precisamente con
la Juventud Peronista, esto es, con la política de masas, y su
perigeo con el esplendor de los fierros. Tampoco recordar
que quienes venían de la política de masas como Lizaso
y el propio Galimberti, que no pasó del grado de capitán
nunca pudieron incidir decisivamente en la línea de acción
del movimiento. Acaso menos saber que fue él quien difundió
los papeles de Walsh. O que no acuñó perfectamente
la contraofensiva del 79 sino que, precisamente por no estar de
acuerdo con ella, fue expulsado y condenado a muerte por Montoneros, un
año antes de que rompieran Bonasso y Jauretche.
Tampoco que le balearon un pulmón en El Líbano, por lo que,
más que desertar de la muerte, ésta lo entretuvo por sus
aledaños una buena porción de su vida. Ni siquiera que ni
uno sólo de los que militó o combatió con él
haya dicho nunca que es un traidor, en el sentido de entregador. Tal vez
sea redundante recordar que a los compañeros muertos los mató
el antagonista, y no la organización; no por redundante el señalamiento
carece de entidad. Invertir la proposición divide a la comunidad
de la militancia armada en dos categorías, la de los ciudadanos
de primera que sobrevivieron, y la de los de segunda que murieron por
pobrecitos. Esto supone una falta de respeto no admisible
respecto de los muertos.
Igualmente importante es razonar en que, si el único modo de que
Galimberti hubiese sido digerible para su época consistía
en que lo hubiesen matado, eso lleva a lamentar la poca puntería
de la dictadura militar 76-83. No me parecen ni una hipótesis ni
un corolario admirables.
La segunda reflexión sobre la que quiero referirme es la que asocia
a Galimberti con un millonario en formación, y a ambas cosas con
una vileza. Es curioso lo que sucede con parte de nuestra sociedad: si
no se mancomunaran el dinero y el éxito, y si no se prohibiera
a los derrotados de los 70 ser exitosos en este
exiguo sentido, la cuestión no escandalizaría en lo
más mínimo.
Si doy por bueno que Galimberti es un millonario en progreso (cosa que
no doy por buena), entonces debo formular esta pregunta: los que tenemos
el tiempo para pensar y expresarnos, ¿corremos la misma suerte
de los más de dos millones de argentinos que viven con un peso
o menos por día? Se diría que no, porque de lo contrario
no escribiríamos, ocupados en conseguir comida como sea. ¿Es
que entonces la cuestión de la riqueza para un revolucionario o
para un ex revolucionario es un tema cuantitativo, y no cualitativo? No
lo veo de ese modo, y entiendo que repudien el boato de un ex combatiente
sólo los H.I.J.O.S. de quienes lo fueron. Aunque, a juzgar por
lo que se ve y escucha, dichos jóvenes tienen otras inquietudes,
diferentes del resentimiento.
Hay individuos que tienen ambiciones económicas, y otros que no
las tienen, o que las tienen pero son de otra naturaleza. Eso no los hace
ni mejores ni peores. El modo como conduzcan dichas ambiciones los hará
coherentes o incoherentes pero, en todo caso, la incoherencia es una petite
maladie en este país en el que vivimos. Al fin y al cabo, nadie
le ha imputado falta de coherencia al ex cautivo Jorge Born, ¿privilegio
de cuna? Más todavía, si un ejemplo hay de coherencia llevada
al extremo, su nombre es Hebe de Bonafini, calificada por una parte de
la comunidad como... loca.
Finalmente, hay algo que necesito expresar. Vivir los 70 fue lo
más trascendente que me pasó en la vida. Me gustaría
volver a vivir el primer tercio de los 70, si pudiera tener los
mismos 20 años que tenía. Es el sitio donde comencé
a formularme una cantidad de preguntas importantes, sin haber obtenido
respuesta suficiente. ¿Habríamos podido llegar a tanto si
hubiéramos tenido conciencia de nuestros límites? ¿Lo
habríamos ofrecido todo, aun lo que nadie nos pedía, si
no hubiésemos carecido de límites? Si no nos hubiera importado
tan poco nuestra sangre, ¿nos habría interesado de un modo
diferente la ajena?
Si no hubiésemos tenido tan pocas palabras a mano para explicar
lo que hacíamos, ¿habríamos necesitado tantas desde
entonces para justificar por qué no hicimos algo diferente? Cuando
el desengaño sucede a la esperanza, ¿puede algo volver a
esperanzarnos por sobre el desánimo? Cuanto más lo pienso,
más me sorprenden tantas preguntas pretéritas. Curioso,
porque jamás como entonces volví a tener semejante certeza.
Como en Génesis, 35, habíamos recibido la orden de enterrar
bajo el árbol de Siquem los colgantes que hacen brillar las orejas
de las mujeres, y las estatuas de los dioses secundarios de planicie.
Había que subir a la montaña despojados, y así emprendimos
el ascenso.
De este modo sería más fértil, hoy, pensar en el
entonces. Debemos poder hablar de los 70 sin tener necesidad de
estigmatizar al fascista Galimberti y deberíamos ser
capaces de hablar de Galimberti sin transformarlo prejuiciosamente en
el símbolo excluyente de los 70 que no fue ni es.
Ligeros de equipaje, como dedicatoria para esa generación y esos
años sin par.
Por Jose Pablo Feinmann.
La política
sin sujeto
Hay un texto del joven Marx
que leo y releo desde muchos años atrás, no digo desde siempre
pero puedo afirmar que marcó mi formación. Lo cité
y lo sigo citando porque vuelvo a él, porque acaso nunca habré
de dejarlo en el pasado. Es la Contribución a la crítica
de la filosofía del derecho de Hegel. Conservo mi vieja edición
de 1965, con notas de Rodolfo Mondolfo. Marx, ahí, establece dos
instancias: 1) las armas de la crítica; 2) la crítica de
las armas. Las armas de la crítica pertenecen al ámbito
de la teoría. La crítica de las armas es lo que Marx llama
fuerza material. Cito el texto: el arma de la crítica
no puede reemplazar a la crítica de las armas; la fuerza material
debe ser abatida por la fuerza material; pero también la teoría
se transforma en fuerza material en cuanto se apodera de las masas.
Marx pone su filosofía al servicio de una lucha de transformación.
Recordemos, aquí, el imperativo que señalaba la Tesis 11
sobre Feuerbach: los filósofos sólo habían interpretado
al mundo, se trata de transformarlo. Esta transformación es un
imperativo: el imperativo categórico de derribar todas las
relaciones sociales en que el hombre es un ser rebajado, humillado, abandonado.
Así, la teoría va en busca de las masas porque sólo
puede realizarse por su mediación: La teoría puede
realizarse en un pueblo sólo en la medida en que es la realización
de sus necesidades.
Marx no era suave en su señalamiento de los antagonismos. Escribe:
Para que una clase sea por excelencia la clase de la emancipación,
se requiere, inversamente, que otra clase sea evidentemente la clase del
sojuzgamiento. La tarea de la filosofía (o si se prefiere:
de la teoría) es colocarse al servicio de la emancipación
de la clase sojuzgada. Pero la teoría sólo es válida
en la medida en que se vehiculiza por mediación de las masas. Así
como la filosofía (sigue el joven Marx) encuentra en el proletariado
sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía
sus armas espirituales. Y por fin (hablando del imperativo de la
emancipación de los hombres) escribe: La cabeza de esta emancipación
es la filosofía; su corazón, el proletariado.
Desde este horizonte teórico no debería resultar tan incomprensible
la opción por el peronismo que encarnó la militancia de
los años setenta. ¿Dónde iba a encarnarse la teoría
en la Argentina? ¿En las masas del radicalismo? No existía
algo así. ¿En las masas de la izquierda tradicional? Su
divorcio con las masas era histórico y continuaba. Estaban las
masas peronistas. Estaban ahí: silenciadas, prohibidas, expoliadas.
Esas masas tenían un político al que veneraban, se llamaba
Perón y estaba exiliado en Madrid. Esta situación que muchos
posmodernos de hoy, lo sé, llamarán situación de
cazabobos era, acaso, eso. Ocurre que todas las épocas de la historia
estructuran situaciones en las que parece que sólo una opción
es posible. Los únicos bobos que no son cazados son los bobos que
no hacen nada. No son cazados, pero, entre otras cosas, no lo son porque
están muertos. O porque apenas si han superado el nivel vegetal.
Sea como fuere, la situación era ésa: la teoría,
en la Argentina, había encontrado al sujeto de la revolución,
había encontrado a las masas. Y las masas eran peronistas y querían
el retorno de Perón. Este era el matiz nacional de la situación.
No aceptarlo era no aceptar la situación, quedarse afuera y no
poder realizar la propuesta de Marx: que la teoría se vehiculizara
por medio de las masas. Así las cosas, para la mayoría de
los militantes que eligieron la opción del peronismo en los setenta
la relación entre la teoría y las masas era insoslayable.
El quiebre de esta relación explica los fracasos y hasta los delirios
en que cayó esa militancia cuando se encarnó en Montoneros...
y no en las masas. Cuando se encarnó en una conducción cuya
metodología guerrera la escindía de la opción mayoritaria,
de superficie.
La guerrilla hasta el 11 de marzo de 1973 formaba parte de
un frente de acción popular que incluía elementos disímiles
pero empeñados en un mismo horizonte: luego de 18 años de
proscripción el peronismo debía ser aceptado en elecciones
libres y democráticas. Sus acciones, además, se desarrollaban
en un marco de absoluta ilegitimidad institucional. No era difícil
ver en esos jóvenes a víctimas que habían sido arrojadas
al sinuoso camino de la violencia por quienes mantenían cerrado
al país. Además, esos jóvenes solían formar
parte de hechos populares de violencia. Se sumaban a ellos, sin hegemonizarlos.
Y los hechos de violencia eran populares porque eran protagonizados por
sectores masivos y explotados e ilegitimados de la sociedad. El Cordobazo
no fue una acción guerrillera. Fue un hecho de masas. Marx se hubiera
entusiasmado como se entusiasmó con la Comuna de París.
Era el pueblo en las calles. El pueblo contra un gobierno dictatorial,
represivo, ilegítimo.
Voy ahora a dar un salto que permitirá por contraste
una intelección más profunda de lo que intento decir. En
el reciente libro de Miguel Bonasso, Diario de un clandestino, se habla
del asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci. Un hecho que
estalla a dos días de unas elecciones que han plebiscitado
a Perón para una tercera presidencia con el 62 por ciento de los
votos (p. 139). Para Bonasso, esta boleta que nadie
firma tiene el tamaño de la cancha de River. Sin embargo,
la boleta trae firma. A las siete de la tarde del día
del asesinato alguien le dice: Fuimos nosotros. La novedad
deja a Bonasso anonadado. Y Bonasso era un cuadro importante
de la organización. Ni hablar de cómo dejó esa noticia
a los perejiles de superficie. Era increíble: Fuimos
nosotros. ¿Nosotros? ¿Desde cuándo nosotros
queríamos matar a Rucci? Ocurre que aquí el
nosotros ya nada tiene que ver con un colectivo, con las masas,
con el pueblo peronista, con todo aquello que le daba solidez, sentido,
seriedad a la militancia. El nosotros no era ese corazón
en el que Marx señalaba era indispensable que la teoría
se realizara. En verdad, ese nosotros no tenía nada
que ver con Marx. Porque ese nosotros era la Organización.
Ella asume la representación de la totalidad. Decide, mata por
todos y en nombre de todos. Desde muy lejos llega la voz del joven Marx:
La teoría sólo puede realizarse en un pueblo en la
medida en que es expresión de sus necesidades. ¿Qué
necesidades del pueblo expresaba la muerte de Rucci?
Así, Bonasso vuelvo a su narración se reúne
con Firmenich, quien confirma oficialmente que Rucci fue ejecutado
por la Organización (p. 141). Bonasso ofrece una serie de
argumentaciones en contra. Pero sólo una habrá de inquietar
seriamente a Firmenich. Es, en verdad, una argumentación poderosa:
El Pepe recién se impacienta cuando argumento que una organización
revolucionaria no puede producir un ajusticiamiento sin asumirlo públicamente,
porque si no equipara sus acciones a las de un servicio de inteligencia.
Sensatamente Bonasso se dice: La frase, me parece, conspira contra
mis posibilidades de ascenso. (p. 142).
El texto es revelador. El libro de Bonasso es un libro fáctico.
Presenta, narra hechos y deja con frecuencia las conclusiones en manos
del lector. Como lector, me permito algunas conclusiones. Bonasso le señala
a Firmenich algo primario, elemental: una organización que no confiesa
ante las masas que dice representar un hecho de armas equipara sus
acciones a las de un servicio de inteligencia. No es casual que
durante esos años la muerte de Rucci fuera, también, adjudicada
a la CIA. Era lo mismo. Porque la CIA no sólo mataba al servicio
del imperialismo. Mataba contra los pueblos y sobre todo al
margen de los pueblos. La CIA es una organización que no tiene
ninguna inserción popular. Mal podría tenerla, ya que es
su antítesis. Montoneros al matar a Rucci sin siquiera asumirlo
tampoco. La medida no sólo no fue consultada, tampoco fue asumida
ante la consideración popular. Sólo se lanzó un trascendido
siniestro, que sonó como una burla: Fuimos nosotros.
No faltará quien denuncie aquí la presencia
de la teoría de los dos demonios, que se instrumenta no bien se
le señalan estas cosas a las organizaciones guerrilleras. Será
necesario decir que esta doble posibilidad en relación a la muerte
de Rucci (o la CIA o Montoneros) existió porque una organización
que ejerce la violencia al margen de un proceso popular, sin formar parte
de él, sin buscar su relación con las masas, incurre, sí,
en la esfera demoníaca de la política. Que es, sin más,
la política sin sujeto. La política de los servicios de
inteligencia, de la cual la política de masas buscó y buscará
diferenciarse siempre.
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