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Pensar los setenta

El domingo pasado Mario Wainfeld, Luis Bruschtein y José Pablo Feinmann protagonizaron, con la figura controvertida de Rodolfo Galimberti como disparador, una nueva polémica sobre los años �70. Aquí se suma el síndico general de la Nación, Rafael Bielsa. Y Feinmann inicia otro capítulo de la reflexión a partir de �Diario de un clandestino�, de Miguel Bonasso.

Por Rafael A. Bielsa.
Esos años sin par (a propósito de Galimberti)

Decir que es mi amigo no prologa su defensa. En cambio, plantea un análisis donde –al menos por unas carillas– los ‘70, la lucha armada y Galimberti puedan ser abordados desde una perspectiva distinta a la del encono o la fascinación.
No sé si a mí me resulta posible hablar de aquellos años extremos sin el ingrediente excluyente del ardor. Si hay una certeza en los que pasaron por el secuestro, la tortura y el exilio, es que en la mayoría de los casos ni la lógica militante ni la ideología ayudan a tolerar dichos trances con dignidad. Es la dureza anímica circunstancial, la pasión, lo que prevalece. Sin embargo, una mirada ardorosa y apasionada no tiene por qué ser una mirada obnubilada.
De todas las reflexiones que el tema propone, me interesa limitarme a tres. La primera, es el efecto “cuadro por cuadro” que se imprime a la perspectiva analítica. En otras palabras, leyendo algunos textos se diría que si hoy vivieran los que durante los ‘70 dejaron sus vidas en el calvario de sus ideales, seguirían siendo los héroes que fueron. Y, por el otro lado, para los que sobrevivieron, el único destino que sus contemporáneos parecieran estar dispuestos a reservarles es el de hacer extensiva a sus vidas particulares la derrota militar que sufrieron las organizaciones en las que actuaron.
Subrayo lo de derrota militar, porque los frutos de esta democracia (sean los que fueren), en algún sentido son una prolongación de las tortuosas raíces de los ‘70. Por entonces, los jóvenes peronistas enfrentaban una alternancia exasperante de gobiernos democráticos proscriptivos con gobiernos militares; hoy, no. Una Patricia Bullrich conjetural nunca hubiera podido ser ministro de Videla, pero tampoco de Frondizi.
Ni es aceptable “el héroe continuado”, ni lo es “el contagio de la derrota militar”. En primer lugar, porque exceptuando morir, muchos militantes que se comportaron cabalmente en dichos momentos hoy, aunque conserven su dignidad, distan de ser lo que hubieran soñado por entonces. Y en segundo lugar, en un país en estado no revolucionario, ¿cuál es el sentido de usar las categorías de victoria o de derrota? ¿Qué se espera de los jefes montoneros? ¿Quiénes son los que tienen el derecho a esperar? ¿Qué se sabe realmente de sus vidas?
Rodolfo Galimberti, como muchos de nosotros, fue un insurgente, no un insurrecto. En aquel sentido, una eficaz herramienta para dañar planificadamente al enemigo de entonces. Es necesario recordar la diferencia y la precisión, para aquellos que simpatizaron con los viejos ideales pero no participaron más allá de su simpatía.
No parecen demasiado importantes algunas fidelidades históricas, como por ejemplo que el apogeo de Galimberti coincide precisamente con la Juventud Peronista, esto es, con la política de masas, y su perigeo con el esplendor de los “fierros”. Tampoco recordar que quienes venían de la política de masas –como Lizaso y el propio Galimberti, que no pasó del grado de capitán– nunca pudieron incidir decisivamente en la línea de acción del movimiento. Acaso menos saber que fue él quien difundió “los papeles de Walsh”. O que no “acuñó perfectamente” la contraofensiva del ‘79 sino que, precisamente por no estar de acuerdo con ella, fue expulsado y condenado a muerte por Montoneros, un año antes de que rompieran Bonasso y Jauretche.
Tampoco que le balearon un pulmón en El Líbano, por lo que, más que desertar de la muerte, ésta lo entretuvo por sus aledaños una buena porción de su vida. Ni siquiera que ni uno sólo de los que militó o combatió con él haya dicho nunca que es un traidor, en el sentido de entregador. Tal vez sea redundante recordar que a los compañeros muertos los mató el antagonista, y no la organización; no por redundante el señalamiento carece de entidad. Invertir la proposición divide a la comunidad de la militancia armada en dos categorías, la de los ciudadanos de primera que sobrevivieron, y la de los de segunda que murieron por “pobrecitos”. Esto supone una falta de respeto no admisible respecto de los muertos.
Igualmente importante es razonar en que, si el único modo de que Galimberti hubiese sido digerible para su época consistía en que lo hubiesen matado, eso lleva a lamentar la poca puntería de la dictadura militar 76-83. No me parecen ni una hipótesis ni un corolario admirables.
La segunda reflexión sobre la que quiero referirme es la que asocia a Galimberti con un millonario en formación, y a ambas cosas con una vileza. Es curioso lo que sucede con parte de nuestra sociedad: si no se mancomunaran el dinero y el éxito, y si no se prohibiera a los derrotados de los ‘70 ser “exitosos” –en este exiguo sentido–, la cuestión no escandalizaría en lo más mínimo.
Si doy por bueno que Galimberti es un millonario en progreso (cosa que no doy por buena), entonces debo formular esta pregunta: los que tenemos el tiempo para pensar y expresarnos, ¿corremos la misma suerte de los más de dos millones de argentinos que viven con un peso o menos por día? Se diría que no, porque de lo contrario no escribiríamos, ocupados en conseguir comida como sea. ¿Es que entonces la cuestión de la riqueza para un revolucionario o para un ex revolucionario es un tema cuantitativo, y no cualitativo? No lo veo de ese modo, y entiendo que repudien el boato de un ex combatiente sólo los H.I.J.O.S. de quienes lo fueron. Aunque, a juzgar por lo que se ve y escucha, dichos jóvenes tienen otras inquietudes, diferentes del resentimiento.
Hay individuos que tienen ambiciones económicas, y otros que no las tienen, o que las tienen pero son de otra naturaleza. Eso no los hace ni mejores ni peores. El modo como conduzcan dichas ambiciones los hará coherentes o incoherentes pero, en todo caso, la incoherencia es una petite maladie en este país en el que vivimos. Al fin y al cabo, nadie le ha imputado falta de coherencia al ex cautivo Jorge Born, ¿privilegio de cuna? Más todavía, si un ejemplo hay de coherencia llevada al extremo, su nombre es Hebe de Bonafini, calificada por una parte de la comunidad como... “loca”.
Finalmente, hay algo que necesito expresar. Vivir los ‘70 fue lo más trascendente que me pasó en la vida. Me gustaría volver a vivir el primer tercio de los ‘70, si pudiera tener los mismos 20 años que tenía. Es el sitio donde comencé a formularme una cantidad de preguntas importantes, sin haber obtenido respuesta suficiente. ¿Habríamos podido llegar a tanto si hubiéramos tenido conciencia de nuestros límites? ¿Lo habríamos ofrecido todo, aun lo que nadie nos pedía, si no hubiésemos carecido de límites? Si no nos hubiera importado tan poco nuestra sangre, ¿nos habría interesado de un modo diferente la ajena?
Si no hubiésemos tenido tan pocas palabras a mano para explicar lo que hacíamos, ¿habríamos necesitado tantas desde entonces para justificar por qué no hicimos algo diferente? Cuando el desengaño sucede a la esperanza, ¿puede algo volver a esperanzarnos por sobre el desánimo? Cuanto más lo pienso, más me sorprenden tantas preguntas pretéritas. Curioso, porque jamás como entonces volví a tener semejante certeza.
Como en Génesis, 35, habíamos recibido la orden de enterrar bajo el árbol de Siquem los colgantes que hacen brillar las orejas de las mujeres, y las estatuas de los dioses secundarios de planicie. Había que subir a la montaña despojados, y así emprendimos el ascenso.
De este modo sería más fértil, hoy, pensar en el entonces. Debemos poder hablar de los ‘70 sin tener necesidad de estigmatizar al “fascista” Galimberti y deberíamos ser capaces de hablar de Galimberti sin transformarlo prejuiciosamente en el símbolo excluyente de los ‘70 que no fue ni es.
Ligeros de equipaje, como dedicatoria para esa generación y esos años sin par.

 


 

Por Jose Pablo Feinmann.
La política sin sujeto

Hay un texto del joven Marx que leo y releo desde muchos años atrás, no digo desde siempre pero puedo afirmar que marcó mi formación. Lo cité y lo sigo citando porque vuelvo a él, porque acaso nunca habré de dejarlo en el pasado. Es la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Conservo mi vieja edición de 1965, con notas de Rodolfo Mondolfo. Marx, ahí, establece dos instancias: 1) las armas de la crítica; 2) la crítica de las armas. Las armas de la crítica pertenecen al ámbito de la teoría. La crítica de las armas es lo que Marx llama “fuerza material”. Cito el texto: “el arma de la crítica no puede reemplazar a la crítica de las armas; la fuerza material debe ser abatida por la fuerza material; pero también la teoría se transforma en fuerza material en cuanto se apodera de las masas”. Marx pone su filosofía al servicio de una lucha de transformación. Recordemos, aquí, el imperativo que señalaba la Tesis 11 sobre Feuerbach: los filósofos sólo habían interpretado al mundo, se trata de transformarlo. Esta transformación es un imperativo: “el imperativo categórico de derribar todas las relaciones sociales en que el hombre es un ser rebajado, humillado, abandonado”. Así, la teoría va en busca de las masas porque sólo puede realizarse por su mediación: “La teoría puede realizarse en un pueblo sólo en la medida en que es la realización de sus necesidades”.
Marx no era suave en su señalamiento de los antagonismos. Escribe: “Para que una clase sea por excelencia la clase de la emancipación, se requiere, inversamente, que otra clase sea evidentemente la clase del sojuzgamiento”. La tarea de la filosofía (o si se prefiere: de la teoría) es colocarse al servicio de la emancipación de la clase sojuzgada. Pero la teoría sólo es válida en la medida en que se vehiculiza por mediación de las masas. “Así como la filosofía (sigue el joven Marx) encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales.” Y por fin (hablando del imperativo de la emancipación de los hombres) escribe: “La cabeza de esta emancipación es la filosofía; su corazón, el proletariado”.
Desde este horizonte teórico no debería resultar tan incomprensible la opción por el peronismo que encarnó la militancia de los años setenta. ¿Dónde iba a encarnarse la teoría en la Argentina? ¿En las masas del radicalismo? No existía algo así. ¿En las masas de la izquierda tradicional? Su divorcio con las masas era histórico y continuaba. Estaban las masas peronistas. Estaban ahí: silenciadas, prohibidas, expoliadas. Esas masas tenían un político al que veneraban, se llamaba Perón y estaba exiliado en Madrid. Esta situación que muchos posmodernos de hoy, lo sé, llamarán situación de cazabobos era, acaso, eso. Ocurre que todas las épocas de la historia estructuran situaciones en las que parece que sólo una opción es posible. Los únicos bobos que no son cazados son los bobos que no hacen nada. No son cazados, pero, entre otras cosas, no lo son porque están muertos. O porque apenas si han superado el nivel vegetal.
Sea como fuere, la situación era ésa: la teoría, en la Argentina, había encontrado al sujeto de la revolución, había encontrado a las masas. Y las masas eran peronistas y querían el retorno de Perón. Este era el matiz nacional de la situación. No aceptarlo era no aceptar la situación, quedarse afuera y no poder realizar la propuesta de Marx: que la teoría se vehiculizara por medio de las masas. Así las cosas, para la mayoría de los militantes que eligieron la opción del peronismo en los setenta la relación entre la teoría y las masas era insoslayable. El quiebre de esta relación explica los fracasos y hasta los delirios en que cayó esa militancia cuando se encarnó en Montoneros... y no en las masas. Cuando se encarnó en una conducción cuya metodología guerrera la escindía de la opción mayoritaria, de superficie.
La guerrilla –hasta el 11 de marzo de 1973– formaba parte de un frente de acción popular que incluía elementos disímiles pero empeñados en un mismo horizonte: luego de 18 años de proscripción el peronismo debía ser aceptado en elecciones libres y democráticas. Sus acciones, además, se desarrollaban en un marco de absoluta ilegitimidad institucional. No era difícil ver en esos jóvenes a víctimas que habían sido arrojadas al sinuoso camino de la violencia por quienes mantenían cerrado al país. Además, esos jóvenes solían formar parte de hechos populares de violencia. Se sumaban a ellos, sin hegemonizarlos. Y los hechos de violencia eran populares porque eran protagonizados por sectores masivos y explotados e ilegitimados de la sociedad. El Cordobazo no fue una acción guerrillera. Fue un hecho de masas. Marx se hubiera entusiasmado como se entusiasmó con la Comuna de París. Era el pueblo en las calles. El pueblo contra un gobierno dictatorial, represivo, ilegítimo.
Voy ahora a dar un salto que permitirá –por contraste– una intelección más profunda de lo que intento decir. En el reciente libro de Miguel Bonasso, Diario de un clandestino, se habla del asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci. Un hecho que estalla “a dos días de unas elecciones que han plebiscitado a Perón para una tercera presidencia con el 62 por ciento de los votos” (p. 139). Para Bonasso, “esta boleta –que nadie firma– tiene el tamaño de la cancha de River”. Sin embargo, la “boleta” trae firma. A las siete de la tarde del día del asesinato alguien le dice: “Fuimos nosotros”. La novedad deja a Bonasso “anonadado”. Y Bonasso era un cuadro importante de la organización. Ni hablar de cómo dejó esa noticia a los “perejiles de superficie”. Era increíble: “Fuimos nosotros”. ¿Nosotros? ¿Desde cuándo “nosotros” queríamos matar a Rucci? Ocurre que –aquí– el “nosotros” ya nada tiene que ver con un colectivo, con las masas, con el pueblo peronista, con todo aquello que le daba solidez, sentido, seriedad a la militancia. El “nosotros” no era ese corazón en el que Marx señalaba era indispensable que la teoría se realizara. En verdad, ese “nosotros” no tenía nada que ver con Marx. Porque ese “nosotros” era la Organización. Ella asume la representación de la totalidad. Decide, mata por todos y en nombre de todos. Desde muy lejos llega la voz del joven Marx: “La teoría sólo puede realizarse en un pueblo en la medida en que es expresión de sus necesidades”. ¿Qué necesidades del pueblo expresaba la muerte de Rucci?
Así, Bonasso –vuelvo a su narración– se reúne con Firmenich, quien confirma oficialmente que “Rucci fue ejecutado por la Organización” (p. 141). Bonasso ofrece una serie de argumentaciones en contra. Pero sólo una habrá de inquietar seriamente a Firmenich. Es, en verdad, una argumentación poderosa: “El Pepe recién se impacienta cuando argumento que una organización revolucionaria no puede producir un ajusticiamiento sin asumirlo públicamente, porque si no equipara sus acciones a las de un servicio de inteligencia”. Sensatamente Bonasso se dice: “La frase, me parece, conspira contra mis posibilidades de ascenso”. (p. 142).
El texto es revelador. El libro de Bonasso es un libro fáctico. Presenta, narra hechos y deja con frecuencia las conclusiones en manos del lector. Como lector, me permito algunas conclusiones. Bonasso le señala a Firmenich algo primario, elemental: una organización que no confiesa ante las masas que dice representar un hecho de armas “equipara sus acciones a las de un servicio de inteligencia”. No es casual que durante esos años la muerte de Rucci fuera, también, adjudicada a la CIA. Era lo mismo. Porque la CIA no sólo mataba al servicio del imperialismo. Mataba contra los pueblos y –sobre todo– al margen de los pueblos. La CIA es una organización que no tiene ninguna inserción popular. Mal podría tenerla, ya que es su antítesis. Montoneros –al matar a Rucci sin siquiera asumirlo– tampoco. La medida no sólo no fue consultada, tampoco fue asumida ante la consideración popular. Sólo se lanzó un trascendido siniestro, que sonó como una burla: “Fuimos nosotros”. No faltará quien denuncie –aquí– la presencia de la teoría de los dos demonios, que se instrumenta no bien se le señalan estas cosas a las organizaciones guerrilleras. Será necesario decir que esta doble posibilidad en relación a la muerte de Rucci (o la CIA o Montoneros) existió porque una organización que ejerce la violencia al margen de un proceso popular, sin formar parte de él, sin buscar su relación con las masas, incurre, sí, en la esfera demoníaca de la política. Que es, sin más, la política sin sujeto. La política de los servicios de inteligencia, de la cual la política de masas buscó y buscará diferenciarse siempre.

 

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