Por Alejandra Dandan
Desde
Villa Gesell
Hubo una pregunta inicial:
¿Dónde están? Ese interrogante motorizó durante
varios días la búsqueda de personas, de leyendas, de esas
historias fantásticas hoy lo son de los que abrieron
hace casi cuarenta años un recorte de la Villa. Fueron creadores
de un mito, el mismo que hoy festejan extasiados como chicos y revisan
severamente. Fueron los que, como ellos dicen, se trasladaron aquí
como parte de una generación que creía no sólo en
la liberación del sexo, las drogas y el rock, sino en que
el mundo podía ser hermoso. Vinieron de lugares demasiado
distintos. Hay obreros, intelectuales y artistas que naufragaron en un
mismo tiempo y espacio, envueltos por túnicas y zuecos entre los
médanos y el mar. Página/12 estuvo con muchos de los que
siguen habitando la Villa, ubicables en lugares tan dispersos como pueden
estarlo las esquirlas después de un golpe de cañón.
Las distancias son ideológicas, en ocasiones profundas. Sin embargo,
algo de aquel principio utópico y único parece estar en
pie. El contacto con esa generación del sesenta crecida en Gesell
deja en un dato claro: todos están hoy donde han decidido hacerlo.
Esos años eran como la magia de las siestas de la infancia, dice
un hombre entrecano, crecido, sentado en el bar donde cuarenta años
atrás Moris Birabent componía los temas de Beatniks. En
esas siestas, los padres dormían y los chicos por unas horas nos
adueñábamos del barrio y la ciudad. Gesell era en los 60
una prolongación de aquello: nos sentíamos dueños
del lugar. Carlos Cottet fue parte de esa década, cuando
Gesell se construyó en mito, dice él. Una fiesta.
Fue la era del existencialismo, del movimiento beat y del hippismo.
Y Gesell fue su tierra. Un campo de médanos al que se acudía
en noviembre, en muchos casos para no despegar más. La Villa se
levantaba como el ámbito de una revolución de hábitos.
Decía la leyenda cuenta don Carlos que aquí
el amor no tenía fronteras. Si ese fenómeno se estaba dando
en general, acá se daba con mayor intensidad. Las opciones
hasta ahí eran Mar del Plata y Córdoba; el traje, los zapatos
y el reposo estanciero de las sierras.
La villa era efervescente. Febril. Agitación que, para los que
estuvieron y ahora la recorren en estas líneas, era creativa y
contracultural.
Socorro, los personajes
Carlos es hoy lo que fue. Es ese estudiante de arquitectura viajando
a dedo desde Buenos Aires y es el dueño del hotel Arco Iris aquí.
Es aquel el teatro independiente, filoexistencialista, perseguido político
después. Es empresario acá y en España. Es el papá
de Lautaro, de Ninón y de Carlos, ese arquitecto que lo deja envejecer
desde Londres. Es uno de esos anfitriones capaces de amalgamar placeres
eruditos con los más mundanos y domésticos. Ahí mismo,
en el Juan Sebastián Bar, de avenida 2 y 107, donde está
sentado ahora, los inviernos y las noches arriman todavía a los
intelectuales amigos, afincados en la Villa. Ahí mismo se tejen
historias, se discute.
Ahí mismo, en esa esquina, cuarenta años atrás y
al lado de Moris, a Gonzalo García la policía le cortaba
los pelos.
Gonzalo García está a unas cuadras del bar, en la feria.
Hace artesanías en alpaca en uno de los puestos de la 104 y avenida
3. Fue gestor del movimiento beat de la Villa y representante de Los Gatos.
Estuvo preso 48 veces. Fue habitante de La Cueva y extraño hermano
de Tanguito, aquel que no quería hacer nada por el prójimo.
Dice él: Estaba totalmente loco, todos nos escapábamos
porque estar con él era ir en cana. Fue existencialista,
sartreano. Y, sobre todo, es un obstinado desmitificador de fábulas.
Vivió en Brisas, donde se asentó la primera comunidad hippie.
Hasta allí llegó un día el Tano Rocco, desde Devoto.
Rocco fue vendedor puerta a puerta en Buenos Aires, llegó a la
Villa detrás de las alemanas que, se sabía, amaban libremente.
En el colectivo no vio turistas, sólo gente de campo y provisiones
de gallinas y de pan. Cuando llegó, no estaban las mujeres. Una
lluvia detuvo en la primera noche su regreso. Después, no se fue
más. Ahora es empresario en Wind Surf, el parador al que acuden
los más jóvenes, tiene una disco y negocios del otro lado
del mar. Anteayer dice vino un pendejo que jugaba en
esa época al rugby. Se apareció con una foto de cuando todos
teníamos las mechas por acá. Cuando lo vi, todo pelado y
gordo, no lo podía creer: igual lo saqué al toque.
Rocco tiene el pelo corto y un mozo que le pide cosas a cada rato desde
el bar.
El Tano viaja cada tanto a Mar Azul, a quince kilómetros de la
Villa, para mostrarles a sus hijos cómo era Gesell treinta años
atrás. No sabe, pero ahí, a un costado del camino, Floreal
Isla tiene el puesto de artesanías de cuero. Hace más treinta
años lleva el pelo como lo hacía un hippie barbudo en Jesucristo
Superstar. Ahora tiene un tacho de cemento fresquísimo en la mano.
Arregla la casa. Se levanta y pide con una mueca algo fuerte: el único
modo de llevar a cabo un rastreo cavernoso para tirar el tiempo hacia
atrás.
Con todos, ese recorrido hacia atrás se convirtió en un
juego, a veces extravagante. Otras, de mucho dolor. Esos trazos sobre
el pasado los hicieron a los tumbos, como quien avanza cuando hay noche
cerrada y deja que la memoria tome en sus manos la reconstrucción
del espacio que sólo la vigilia es capaz de enseñar.
Socorro, sexo
Hay zonas comunes en las historias. Nadie se olvida de los primeros ensayos
de la Negra Sosa, del Flaco Spinetta, de un Miguel Abuelo que nada sabía
de rock. Hay bares imaginados a colores, como el mundo. Por eso eran la
Tortuga Violeta o la mítica Mosca Verde, expatriados ya de un territorio
sobrevivido sólo por la Jirafa Roja. La abrió Kiki, cuentan,
cuando la avenida 3 no tenía cemento y el filón de arena
se abría en premédano ininterrumpido camino a la arena.
Era una estación de paso, el lugar del preencuentro para meterse
más tarde bajo los mandatos afiebrados de esa Mosca Verde que los
sartreanos nombraban en francés. Hay lugares de encuentro pero
sobre todo un lugar en el aire en común.
Fue una cuestión mística, inexplicable salta
Gonzalo: ¿Yo me pregunto, cómo se dio una cuestión
colectiva tan masiva en una dirección tan determinada? Porque todavía
no se cayó.
Sinónimo de esa no caída son sus diseños, los modelos
fabricados sobre un cuerpo pintado como espacio de proclama. Eramos
como los punk explica Floreal. Decíamos que si el pavo
real era el más vistoso, por qué nosotros no podíamos
ser pavos reales, o ponernos collares, o camisas con flores. Así,
bastaban dos manos para aprender dar puntadas o hacer tajos en pantalones
viejos. De golpe, alguien que era gris, salía con florcitas
y ya no podía tener cara de duro. De repente, tinnnn: se sentía
más contento.
Las chicas repartían flores, y la farmacéutica, píldoras
de la libertad. Cottet ni se acuerda si eran suficientes, lo que sabe
es que no había enfermedades venéreas y la peste rosa aún
no nacía. Y la píldora liberó a las mujeres
y nosotros usufructuamos de esa libertad. Acá, era un lugar donde
la proximidad del encuentro era fácil: era bárbaro porque
uno podía amar en las playas, en los bosques, en todas partes.
Sigue: Supongo que hoy pasa, pero yo estoy más añoso
y necesito otro tipo de confort.
Floreal llegó sin una moneda y a dedo. Acá se mezclaba
explica el que estudiaba con el que no. Conoció
a Sartre, a Simone de Beauvoir y a las mujeres con las que se metió
en el planeta de Hesse. Escuchame pide tan sorprendido como
entonces: yo, de peón de albañil de mi viejo, empecé
a leer Hesse, Lovecraft. Las chicas eran porteñas, hijas
de ministros y funcionarios, alejadas de ese hippismo aprendido acá.
¿Sentían libertad absoluta?
Libertad absoluta no. Para muchos era corrupción vernos dormir
en la playa, pero las chicas podían hacer el amor con cierta tranquilidad.
Nosotros veníamos de la época en que tenías que decirle
que te ibas a casar para que le dijera a la mamá. Ahí no
tenías que pensar qué le inventabas para que te dijeran
que sí.
Al otro lado de la Villa, el Tano no está tan de acuerdo. El amor,
dice, era más libre que en la ciudad. Acá conoció
a la hija de un embajador argentino: Nos matamos durante un mes,
haciendo el amor ocho mil millones de veces por día. En marzo fui
a Buenos Aires y salimos a tomar algo y yo, de pendejo, quise arrancar
donde había dejado. Fue para un hotel y oyó: Vos
estás loco, estamos en Buenos Aires.
Socorro, yerba
Era yerba y no dormir, todo era estado de vigilia y magia.
Gonzalo no baja la voz aunque la feria está poblada. Una mujer
le pide cambio y el responde págueme mañana, o la temporada
que viene.
No es exactamente altruismo. Gonzalo es demagogo, loco y excéntrico
a la vez. Llegó en el 64 y se deslumbró. Armó
la comunidad del Brisas con Miguel Abuelo, Moris y Javier Martínez,
de Manal. El hotel no está más. Tampoco esa cofradía
donde no concebía separarme de Javier o sigue
perderme su último pensamiento.
En la arena hizo teatro, aunque sólo pocos comprendían que
lo era, que se trataba de la vanguardia más experimental. Que era
Teatro Socorro, eso mismo que ahora entre risas intenta explicar.
Eramos cuatro gatos, poníamos palitos en la arena y armábamos
con la soga un circulito. Después nos poníamos con una pala
a cavar. Llevábamos un Geloso, un grabador Geloso: uno se encargaba
de grabar los comentarios de la gente.
La gente no entendía nada. Llegaba invitada a la función
y durante dos horas esperaba, cada vez más ansiosa, el comienzo
del show. En el frente sólo había excavadores que, escondidos,
registraban los qué harán y están
locos pronunciados por ahí. Había diez mil comentarios
absurdos sigue Gonzalo: a las dos horas sacábamos los
palitos, tapábamos el pozo y nos íbamos. Y ya está.
Había pasado un año del Mayo Francés. Jagger
perdió en diciembre del `68, dice Gonzalo, yo perdí
en febrero del `69, dice después. Estábamos
tan locos una noche que para disimular salimos vestidos con corbata, camisa,
zapatos y medias. La locura era de marihuana, y el escenario, el
mar. En un momento andábamos con el agua por las rodillas,
con los zapatos y las medias, totalmente locos. Yo encima decía:
Hay que disimular, muchachos hay que disimular. Cuando se dieron
cuenta estaban en Dolores, pero presos.
A nosotros nos importaba exactamente un huevo que nos persiguiesen:
si hasta armamos un campo nudista entre Valeria y Gesell de 80 personas
en el año `64. Eramos 80, en bolas por las playas.
Era un campamento de pérdida del Yo filosiloísta, cuyas
conclusiones preocuparon a los que conducían la experimentación.
No entendían un carajo cuenta, pensaban que habían
llegado los perversos de Gesell.
Socorro natural
Cerca de Gonzalo, Aurora vende dulces. Tiene el pelo lacio muy lacio
y una margarita grandísima colada por ahí. Yo era
de esas que se fue a El Bolsón y le gustaba lavarse el pelo con
el agua de montaña o de lluvia. El Bolsón, de acuerdo
a algunos, aparece después de Gesell. Allí Aurora se fue
mucho más tarde de mochilera y se quedó hasta que volvió
a la Villa para colonizar Mar Azul en una carpa donde nacieron sus hijos.
Hace un año se le quemó la casa y por eso, sólo por
eso, hace dulces y hoy vive en un pintoresco y friísimo motor home.
Cuando conoció Gesell, Floreal era albañil, hijo de una
familia anarquista. Acá conoció la filosofía existencial:
La naturaleza era primero que todo dice, dentro de ella
estaba el ser humano, el bichito, el pajarito, el pescadito, el granito
de arena. Y también el mosquito:
Se hablaba hasta de que, si había mosquitos, no te podías
poner ese coso venenoso. Tenías un invento para ponerte, era de
agua sola, natural.
Hace poco más de diez años, se instaló definitivamente
en la Villa, como ahora que está definitivamente convencido de
que ser consecuente con sus principios lo va alejando de este lugar. Puede
irse a las Canarias o mejor a un lugar donde la libertad, dice, sea realidad
y no un cuento maoísta.
Socorro, el final
Imagen uno: Villa Gesell 2001. Playa Afrika. Hay cinco chicos en la arena.
Uno habla. Anoche caí en cana, dice. Fue por una pelea.
Cuando lo detuvieron mostró, como salvoconducto, una de las tarjetas
que tenía en el bolsillo. Dijo que era hijo de un comisario. Mintió.
El cabo no le creyó.
Imagen dos: El mismo chico dos minutos después. Habla de la disco.
Ayer, en lugar de cigarrillos mangueé forros. Se ríe.
Juntó treinta de colores distintos y de todas las marcas, dice
y después: Las chicas me daban de a tres.
En una pizzería piden una muzza y Shakira después.
La voz de don Carlos se escucha a lo lejos: No quiero pensar que
todo tiempo pasado fue mejor. No lo fue. Gonzalo habla otra vez
de Socorro.
La casa de Mr. Gone
Hace unos meses entró de noche, todavía temprano,
Charly García. Llevó el teclado y tocó ahí
durante un rato. En la casa, en el pub, estaba Diego con dos amigos.
No había nadie más. No estaba Spinetta ni Miguel Botafogo
ni ninguno de los músicos que alguna vez tocaron con Marcelo
Vidal, su papá. Marcelo abrió Mr. Gone hace diez años
en un monte donde la Villa se hace Mar Azul. Fue bajista del primer
disco de Spinetta, fue músico y murió allá
abajo, en la Villa, hace poco más de un año. La casa
sigue abierta, Celeste Carballo y Botafogo se ocuparon. Ellos llevaron
una noche a Charly, el día después volvió solo.
Mr. Gone está en la calle Mar del Plata, ese circuito de
Mar Azul que desde hace algunos años construyó un
minúsculo centro comercial. El pub es uno de los rincones
hasta donde peregrinan músicos, viejos hippies y artesanos
de la Villa. Diego lo empuja ahora, para mantenerlo así,
porque mi viejo dice se rompió el culo:
era de él y como sea había que trabajarlo. Marcelo
había comprado el terreno con un amigo, dispuesto a construir
algo y venderlo. Lo puso en venta hasta que un día decidió
que no, que no se iba.
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Los médanos, las alemanas
Por A.D.
Existe una historia para ser contada. El Tano Rocco llegó
a la Villa en el 66. Hacía un año, un amigo
había pasado una semana del verano en el pueblo de Carlos
Gesell y enloqueció. El pibe se alucinó con
que esto estaba lleno de mujeres y todo el invierno estuvo rompiendo
las bolas. Yo en mi puta vida asegura Rocco había
escuchado la palabra Gesell.
El amigo sí. Prometió mujeres pero nunca el ingreso
al clánico espacio del beat o la cofradía de los picapiedras
donde Rocco, años después, creció. Me
decía que viniera, que había suizas, que eran todas
europeas y encima, con el rollo de esa época, que para poder
estar con una mina tardabas quince años... Acá parecía
que al toque estaba todo bien.
Cuando llegó, la Villa era desierto. Fue en noviembre, ni
siquiera enero, la época en la que ese amigo había
visto por lo menos a alguna de las dos mil personas que empezaban
a conocer los bosques. Rocco hizo el viaje en tren y después
en micro. En la ruta, notó exóticos turistas que iban
abordando el micro sin sombrillas, pero con gallinas y algo de pan.
Era gente de campo, yo decía ¿a dónde
vamos?. A Gesell, claro, pero se lo volvió preguntar
a su amigo pocos kilómetros después, cuando el micro
no frenó por una nueva combinación, sino porque terminaba
el viaje.
¿Dónde estamos? preguntó y le confirmaron
que estaba en Gesell. Y después dijo: Dejate de romper
las bolas, acá no hay nadie.
Pero había. Gesell tenía ya un gran páramo
de arena blanca, grandísimo y, lógico, vacío.
Ese día había amanecido nublado. Cuando llegó
Rocco, llovió. Buscó urgente otro micro, para Devoto.
Era un quilombo infernal por la lluvia y dije: conozco la
playa y al otro día me voy. Al otro día, caminó
las cinco cuadras del pueblo al rayo caliente del sol. Rocco recorrió
la arena y desde el mar oteó a las únicas cuatro personas
de la playa: mujeres, alemanas. Nos acercamos de caretas y
nos invitaron a tomar el té porque la madre de una había
alquilado un restaurante.
El 22 de diciembre, el hermano de Rocco llegó al pueblo.
Lo fue a buscar. Rocco volvió a Devoto a pasar las navidades.
El 26 entró a la Villa y no se fue más.
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