Por José
Andrés Rojo
Desde
Madrid
Me he preguntado a mí
mismo si en el fondo lo que estoy buscando es quedarme por siempre en
París, escribía el 26 de julio de 1956 Julio Cortázar
a su amigo Fredi Guthmann. El 8 de octubre del mismo año, lo que
le cuenta, entre otras cosas, es que ha vendido toda su discografía
de jazz y que sólo se lleva a París un disco: Es un
viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama Stack
OLee Blues y que me guarda toda la juventud. Cortázar
se quedó, efectivamente, para siempre en París, donde murió
en febrero de 1984.
Tras el esfuerzo de Aurora Bernárdez de ir recogiéndolas
de los sitios más diversos, se publican ahora estas Cartas de Cortázar
en tres volúmenes. La primera de ellas está fechada en 1937
en Bolívar, un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde Cortázar
daba clases de secundaria. Dice: La vida, aquí, me hace pensar
en un hombre a quien le pasean una aplanadora por el cuerpo. Hasta
el viaje a París, Cortázar escribe las cartas sobre todo
desde Buenos Aires, Chivilcoy y Mendoza, donde se instaló en 1944
para dar clases de literatura francesa y de Europa septentrional en la
Universidad de Cuyo y de donde se fue un año después en
un gesto de oposición al peronismo. Entre 1937 y su salto definitivo
a Europa, Cortázar publica un libro de poemas, hace muchas traducciones,
escribe sus primeras novelas, muchos cuentos y su obra de teatro centrada
en el minotauro. Además, se zambulle en el jazz y en la música
clásica y empieza a estudiar alemán para leer a Rilke. Es
una época en la que está metido hasta las cejas en la poesía
de John Keats.
No quiero escribir, no quiero estudiar (aunque lo siga haciendo);
quiero, simplemente, ser de verdad; aunque ello me lleve a descubrir que
no soy nada, le contó Cortázar a Fredi Guthmann en
la misma carta del 26 de julio de 1951. Para ser de verdad llegó
a París, y cumplió así un sueño. En 1953,
su unión formal con Aurora Bernárdez: Nos casamos
en la Mairie del Treizième, en plena Place dItalie, y para
mejor el día de la Liberación, con bailes nocturnos y miles
de banderas. Dos años después, reconocía estar
encarnizado con un cuento que no acabo de escribir y que me está
dando un trabajo terrible (se refiere a El perseguidor,
inspirado en Charlie Parker: Quiero presentarlo como un caso extremo
de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste
esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo).
Viaja a Italia, a Ginebra, va a España y se hace fanático
de los toros. En 1956 conoce la India, de Bombay vuela por etapas hacia
el norte. Cuenta Cortázar: La primera impresión es
alucinante: uno se instala en el avioncito, y ve en la cabina a un tipo
con un enorme turbante, sobre el cual se ha encasquetado los teléfonos
de la radio. El anacronismo es tan flagrante que uno se pregunta si va
a salir vivo de esa pesadilla histórica.
En 1959, le cuenta a Jean Bernabé: Lo que escribo es sobre
todo invención, y es invención porque no tengo nada que
recordar que valga la pena. Luego alude a escritores con aventuras
personales asombrosas Miller, Hemingway, Malraux, Céline,
y continúa, yo, en cambio, me rompo un brazo, visito el Partenón,
navego por el Ganges, pero siempre estoy como dentro de mí mismo.
Unas líneas más adelante, Cortázar cuenta que lo
que entonces está escribiendo será algo así
como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica
este género. Se refiere a Rayuela.
En torno de esta novela, que puso su nombre en la consideración
del mundo literario y lo consagró a la altura de un García
Márquez o un Vargas Llosa, se agrupan muchas de las cartas más
interesantes de los tres volúmenes, porque permiten adentrarse
a fondo en su concepción literaria de aquellos momentos y muestran
la minuciosa forma de trabajar del autor de Bestiario. En diciembre de
1962, Cortázar le pide a Francisco Porrúa,su editor en Sudamericana,
que vaya rápido, que Fidel lo invitó a Cuba: Se me
ha metido la idea de que no me gustaría que se me cayera el Boeing
(costumbre en que abundan últimamente estos marsupiales) antes
de haber dejado por lo menos revisadas las galeras de Rayuela, le
plantea, con su habitual ironía.
El tipo que leía a Rilke y a Keats, o que no sabía si lo
que estaba realmente buscando era quedarse a vivir por siempre en París,
o que se embarcó en el desafío de romper los moldes que
petrificaban la novela, viaja a ver a Fidel y vuelve convertido. El cronopio
que escribía por placer las instrucciones más delirantes
llegó a escribir, más adelante, en una carta del 10 de mayo
de 1967 a Roberto Fernández Retamar, una colección de argumentaciones
que versan sobre literatura y compromiso. Cuenta ahí, por ejemplo,
que un día desperté en Francia a la evidencia abominable
de la guerra de España, esa guerra que no aparecía
en las cartas de los años en que se estaba librando.
Ahí reside el mayor interés de estas cartas: en la posibilidad
que abren para penetrar en el singular misterio de ese viraje que dieron
tantos intelectuales del siglo XX. Sus cartas, que son una suerte de autobiografía
a trozos, resultan en ese sentido un cajón lleno de sorpresas.
La música de esa transformación no deja de sonar en muchos
de estos textos y en algunos, dirigidos a Fernández Retamar o a
Vargas Llosa, constituye la melodía entera. Aurora Bernárdez
los reunió. Ella, que estuvo tan cerca, cuánto más
le inquietarían todas estas cuestiones. Un ejercicio de valentía
que merece la mayor de las consideraciones.
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