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el Kiosco de Página/12

 

Dudoso Noriega
Por Juan Sasturain

 

“No somos de piedra” dijo el Lobo.

Es que a eso voy: bañeros ya no quedan. Hay guardavidas, que no hacen más que poner la pelotuda banderita y hacer facha mientras miran el reloj para ver cuándo se acaba el turno. Para esta gente es un simple laburo, y no es así. Porque si te la tomás en serio, se te puede ir la vida en esto. Y hubo bañeros digamos absolutos, tipos que hicieron de esto una manera de ser, o que quedaron marcados por la profesión. Ahí está el caso de Noriega, el Dudoso Noriega: un bañero. Lo que se dice un bañero.
El Dudoso tiene todavía el record –aunque no hay Guinness de estas cosas– de haber sacado trece tipos él solo un sábado de carnaval en el verano del ‘58. Así que si se trata de chapa de guardavidas, no hay con qué darle. Noriega estuvo treinta años en la Popular en la época de Gancia, cuando los murallones eran cortos y todo era más abierto que ahora y sin lanchas ni helicópteros. Y la Popular no era Playa Grande, donde no sólo hay o había guita sino una cultura de mar... Quiero decir. A la Popular le viene más gente que no conoce el mar, que se mete por primera vez y no sabe o tiene experiencia de río cuanto mucho. Con esa gente y con este mar lidió el Dudoso durante mucho tiempo. Hasta el final, cuando el orgullo o lo que fuera lo perdió.
A lo que iba: Noriega no tenía diploma de guardavidas, se hizo. Como todo buen bañero era hombre de la pampa húmeda pero no de ciudad ni estrictamente de la costa. Era de un poco más allá de Miramar, cerca de Mar del Sud, criado en un campo que llegaba a la playa. Y bien podría haber sido domador. Los paisanos –como dicen de los indios– no se meten mucho en el mar ni con el mar pero lo miran, lo oyen, lo conocen y lo respetan. Noriega decía que de pibe durante años sólo se metió a caballo y después se hizo nadador a lo bruto nomás, sin estilo –braceaba con la cabeza afuera del agua– pero a mar abierto, sin referencias. Era como galopar pero en el agua.
Salió del campo por primera vez para hacer la colimba en el Puerto, y los fines de semana, cuando tenía franco, lo único que le resultaba familiar era el mar. Y se quedó en la orilla. Cuando lo largaron se hizo bañero más por timidez que por otra cosa. Al revés de la mayoría. No tenía ninguna experiencia de la ciudad y no la tuvo en treinta años, ni la quiso tener. Vivía en la misma casilla de la playa. No le gustaba tomar sol y siempre tuvo la marca de la camiseta en la piel. Pero lo primero y lo que siempre lo impresionó fueron las banderitas. Le daban risa.
A lo que iba: a Noriega le parecía ridículo cómo se podían resumir en cuatro banderas las infinitas posibilidades del mar. Lo de bueno y peligroso podía admitirlo con matices. Pero lo de dudoso... “¿Dudoso quién? ¿El mar? Ni por puta... El mar no duda. Uno, sí.” Le pusieron Dudoso por lo que jodía, y le quedó para siempre. Pero él era el que menos dudaba. Como todo tímido tenía su costado soberbio, su orgullo secreto, y esas cosas de criollo escondedor, le gustaba gastar, poner a prueba los otros. A los que se quedaban con él de noche los invitaba “a escuchar el mar”. A poner la bandera a ciegas, de oído, de olfato. Y decía que el que no sabe oír el mar no debería tocarlo. Exageraba, Noriega. Pero algo de eso había: alguien que podía y enseñaba cómo discriminar media docena de tipos de mar dudoso –corto, bajo, oludo, separado, media plancha y media pica– sabía de qué se trataba. Y después de verlo semblantear el mar al atardecer y dictaminar –“viene dudoso oludo pero hacia la medianoche seva poner media pica”– era cosa de creer o reventar. Noriega sabía como nadie leer el mar. Tal vez porque nunca se ocupó ni habló de otra cosa. Pero el mar no es la medida para todo y el Dudoso se enteró tarde. La soberbia es también una forma de la ingenuidad, una plaga entre los tímidos. Y a Noriega lo mató. No, no se ahogó. Qué se iba a ahogar. Fue peor, porque no se equivocó con el mar sino con una mina: leyó mal, justo él, que sabía discriminar tan fino. Cómo pudo ser.
A eso voy: la mina se llamaba Selva y tenía ojos grises con toquecitos verdes. No tengo que explicarle que a Noriega, un hombre grande ya pero inexperto en esas cosas, casi virgen le diría, esos ojos lo mataban. Todo comenzó al atardecer de un viernes tormentoso de febrero cuando Dudoso tuvo que emplearse más de costumbre para rescatar a una rubia que estaba sola, lejos y acalambrada y encima no quería volver. Luego de convencerla con la trompada reglamentaria en la hermosa boca entre olas de un metro y a medio kilómetro de la costa, Dudoso volvió sobre esos labios machucados para la respiración artificial en la playa repleta y –una vez salvada la emergencia, cuando ella reveló los grises de reflejo verdoso y lo enfocó parpadeante– siguió deslumbrado sobre ellos –y sobre ella en general– durante todo el fin de semana en la cama del pequeño cuarto de hotel de La Perla que la dama torpemente embarazada había elegido para deprimirse mientras juntaba coraje –dijo– para imitar a Alfonsina.
Extrañamente, así fue. Noriega leyó sin dudar en ese oleaje equívoco entre pestañas arqueadas, puso la banderita de mar bueno o dudoso pero casi media plancha y se mandó. El hombre ya jugado no sólo amó a la bella Selva Expósito durante una semana con vigoroso y desinteresado amor de bañero sino que pagó de su salario el costo de la secreta operación y hasta dejó todo y la siguió a Buenos Aires donde la chica, después de unas semanas, ya repuesta y animosa, volvió a su trabajo de alternadora de grandes hoteles. El veterano Noriega pataleó sin agua cercana, tiró alguna piña más fruto de la impotencia que de otra cosa y tardó en convencerse de que aquello había sido apenas una aventura más para ella. Hacia el fin del verano volvió a la Popular pero era otro. Con decirle que no volvió a meterse en el mar y hubo que jubilarlo, dejarlo ahí. Se pasaba las horas frente al oleaje iluminado por los colores primarios de Gancia al atardecer y decía: “No lo entiendo. No entiendo nada”. Y no era un nada de nadar.
A eso iba.

REP

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