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Dudoso
Noriega
Por Juan Sasturain
No
somos de piedra dijo el Lobo.
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Es que a eso voy: bañeros ya no quedan. Hay guardavidas, que no
hacen más que poner la pelotuda banderita y hacer facha mientras
miran el reloj para ver cuándo se acaba el turno. Para esta gente
es un simple laburo, y no es así. Porque si te la tomás
en serio, se te puede ir la vida en esto. Y hubo bañeros digamos
absolutos, tipos que hicieron de esto una manera de ser, o que quedaron
marcados por la profesión. Ahí está el caso de Noriega,
el Dudoso Noriega: un bañero. Lo que se dice un bañero.
El Dudoso tiene todavía el record aunque no hay Guinness
de estas cosas de haber sacado trece tipos él solo un sábado
de carnaval en el verano del 58. Así que si se trata de chapa
de guardavidas, no hay con qué darle. Noriega estuvo treinta años
en la Popular en la época de Gancia, cuando los murallones eran
cortos y todo era más abierto que ahora y sin lanchas ni helicópteros.
Y la Popular no era Playa Grande, donde no sólo hay o había
guita sino una cultura de mar... Quiero decir. A la Popular le viene más
gente que no conoce el mar, que se mete por primera vez y no sabe o tiene
experiencia de río cuanto mucho. Con esa gente y con este mar lidió
el Dudoso durante mucho tiempo. Hasta el final, cuando el orgullo o lo
que fuera lo perdió.
A lo que iba: Noriega no tenía diploma de guardavidas, se hizo.
Como todo buen bañero era hombre de la pampa húmeda pero
no de ciudad ni estrictamente de la costa. Era de un poco más allá
de Miramar, cerca de Mar del Sud, criado en un campo que llegaba a la
playa. Y bien podría haber sido domador. Los paisanos como
dicen de los indios no se meten mucho en el mar ni con el mar pero
lo miran, lo oyen, lo conocen y lo respetan. Noriega decía que
de pibe durante años sólo se metió a caballo y después
se hizo nadador a lo bruto nomás, sin estilo braceaba con
la cabeza afuera del agua pero a mar abierto, sin referencias. Era
como galopar pero en el agua.
Salió
del campo por primera vez para hacer la colimba en el Puerto, y los fines
de semana, cuando tenía franco, lo único que le resultaba
familiar era el mar. Y se quedó en la orilla. Cuando lo largaron
se hizo bañero más por timidez que por otra cosa. Al revés
de la mayoría. No tenía ninguna experiencia de la ciudad
y no la tuvo en treinta años, ni la quiso tener. Vivía en
la misma casilla de la playa. No le gustaba tomar sol y siempre tuvo la
marca de la camiseta en la piel. Pero lo primero y lo que siempre lo impresionó
fueron las banderitas. Le daban risa.
A lo que iba: a Noriega le parecía ridículo cómo
se podían resumir en cuatro banderas las infinitas posibilidades
del mar. Lo de bueno y peligroso podía admitirlo con matices. Pero
lo de dudoso... ¿Dudoso quién? ¿El mar? Ni
por puta... El mar no duda. Uno, sí. Le pusieron Dudoso por
lo que jodía, y le quedó para siempre. Pero él era
el que menos dudaba. Como todo tímido tenía su costado soberbio,
su orgullo secreto, y esas cosas de criollo escondedor, le gustaba gastar,
poner a prueba los otros. A los que se quedaban con él de noche
los invitaba a escuchar el mar. A poner la bandera a ciegas,
de oído, de olfato. Y decía que el que no sabe oír
el mar no debería tocarlo. Exageraba, Noriega. Pero algo de eso
había: alguien que podía y enseñaba cómo discriminar
media docena de tipos de mar dudoso corto, bajo, oludo, separado,
media plancha y media pica sabía de qué se trataba.
Y después de verlo semblantear el mar al atardecer y dictaminar
viene dudoso oludo pero hacia la medianoche seva poner media
pica era cosa de creer o reventar. Noriega sabía como
nadie leer el mar. Tal vez porque nunca se ocupó ni habló
de otra cosa. Pero el mar no es la medida para todo y el Dudoso se enteró
tarde. La soberbia es también una forma de la ingenuidad, una plaga
entre los tímidos. Y a Noriega lo mató. No, no se ahogó.
Qué se iba a ahogar. Fue peor, porque no se equivocó con
el mar sino con una mina: leyó mal, justo él, que sabía
discriminar tan fino. Cómo pudo ser.
A eso voy: la mina se llamaba Selva y tenía ojos grises con toquecitos
verdes. No tengo que explicarle que a Noriega, un hombre grande ya pero
inexperto en esas cosas, casi virgen le diría, esos ojos lo mataban.
Todo comenzó al atardecer de un viernes tormentoso de febrero cuando
Dudoso tuvo que emplearse más de costumbre para rescatar a una
rubia que estaba sola, lejos y acalambrada y encima no quería volver.
Luego de convencerla con la trompada reglamentaria en la hermosa boca
entre olas de un metro y a medio kilómetro de la costa, Dudoso
volvió sobre esos labios machucados para la respiración
artificial en la playa repleta y una vez salvada la emergencia,
cuando ella reveló los grises de reflejo verdoso y lo enfocó
parpadeante siguió deslumbrado sobre ellos y sobre
ella en general durante todo el fin de semana en la cama del pequeño
cuarto de hotel de La Perla que la dama torpemente embarazada había
elegido para deprimirse mientras juntaba coraje dijo para
imitar a Alfonsina.
Extrañamente, así fue. Noriega leyó sin dudar en
ese oleaje equívoco entre pestañas arqueadas, puso la banderita
de mar bueno o dudoso pero casi media plancha y se mandó. El hombre
ya jugado no sólo amó a la bella Selva Expósito durante
una semana con vigoroso y desinteresado amor de bañero sino que
pagó de su salario el costo de la secreta operación y hasta
dejó todo y la siguió a Buenos Aires donde la chica, después
de unas semanas, ya repuesta y animosa, volvió a su trabajo de
alternadora de grandes hoteles. El veterano Noriega pataleó sin
agua cercana, tiró alguna piña más fruto de la impotencia
que de otra cosa y tardó en convencerse de que aquello había
sido apenas una aventura más para ella. Hacia el fin del verano
volvió a la Popular pero era otro. Con decirle que no volvió
a meterse en el mar y hubo que jubilarlo, dejarlo ahí. Se pasaba
las horas frente al oleaje iluminado por los colores primarios de Gancia
al atardecer y decía: No lo entiendo. No entiendo nada.
Y no era un nada de nadar.
A eso iba.
REP
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