Por
Hilda Cabrera
Apasionado
por el teatro musical y las obras de Arthur Miller y Tennessee Williams,
el coreógrafo mexicano Roberto Ayala se dispone a estrenar Grease
(título que hace referencia al cabello engominado y a la grasa
de las hamburguesas) en el reacondicionado teatro Astral el próximo
jueves. Se trata de una historia de adolescentes, Sandy y Danny, que en
esta versión protagonizan Marisol Otero y Zenón Recalde,
y que en una adaptación al cine hicieron famosa Olivia Newton John
y John Travolta. La acción se ubica en los años 50,
época en la que surge otro teatro en Estados Unidos: el relacionado
con el happening y el Living Theatre, que tienen su origen en el ambiente
de los creadores plásticos neoyorquinos y el de los poetas y escritores
de la beat generation (Ginsberg y Kerouac, entre otros).
Pero
también entonces Broadway seguía siendo el centro de los
grandes musicales, como Oklahoma!, de 1943, y West Side Story, de 1957,
basados en una fórmula que debía renovarse periódicamente
y a la que hizo su aporte el llamado Off-Broadway introduciendo música
rock. Grease fue creada en 1971 y montada en un garage de Chicago por
Jim Jacobs y Warren Casey en homenaje al nacimiento del rock and roll,
la base de todo lo que tenemos ahora, según apunta
en diálogo con Página/12 el coreógrafo y director
mexicano, quien retornó a Buenos Aires para dar las puntadas finales
a un trabajo que en su ausencia coordinó el director Julio Baccaro.
Ninguna otra música produjo cambios tan grandes en la manera
de comportarse de la gente opina. Los estadounidenses habían
dejado atrás una guerra y se sentían acompañados
por el rock. Grease rescata ese momento. Por eso en el show nunca aparecen
los padres. Algunos no están, quizá murieron en la guerra.
La historia la hacen los adolescentes.
Pero esos años no se vivían de igual manera en México...
No, claro. Nosotros no habíamos estado en la guerra. Sé,
y me lo han recordado mis hermanos mayores, que fueron años de
progreso en México. Hubo un boom en la economía de mi país,
y la industria cinematográfica, por ejemplo, creció de manera
impresionante.
¿Su trabajo en Grease es semejante al de un repositor?
No, este montaje es una creación. Esto significa que el trazo
es similar al original, pero el decorado, por ejemplo, no es el mismo
que se usó en México ni en Nueva York. Tampoco la coreografía,
porque cada una de esas puestas tuvo diferentes productores y coreógrafos.
¿No se les exige fidelidad al original?
Los últimos productos que hay en Nueva York y Londres son
vendidos como paquete, porque es muy buen negocio para todo el mundo:
el diseñador del vestuario, por ejemplo, va a seguir recibiendo
regalías de todos los países en los que se monta el show.
Pero normalmente cualquier persona puede comprar los derechos de una obra
y hacer su puesta. Cuando se trata de una copia ciento por ciento
al carbón se habla de franquicia. En esos casos, el productor
extranjero se asocia al local. Los productores mexicanos de El fantasma
de la Opera (obra que Ayala acaba de montar en su país, donde realizó,
entre otras, las coreografías de Calle 42, Dulce Caridad y Aladino)
se asociaron a los ingleses. Pero eso no sucede con Grease.
¿Es su intención adaptar la obra al gusto local?
En realidad, el show se hace con los mismos requerimientos que en
los Estados Unidos: el libreto y la música son los mismos. Esta
puesta está un poquito más pegada al gusto argentino. Se
cambiaron algunos nombres de artistas famosos allá, pero no en
la Argentina. De todas formas, la obra no tiene demasiadas precisiones
de época: sigue siendo una historia de nostalgia.
¿También para un mexicano?
Sí, porque en México, además de ser vecinos
de Estados Unidos, ya entonces teníamos televisión por cable.
Cuando era niño, mis padres me enviaban cada verano de campamento
a los Estados Unidos y me llevaban mucho al teatro. En Nueva York vi El
violinista sobre el tejado, con Zero Mostel, Hello Dolly! (un espectáculo
también nostalgioso) y Funny Girl, con Barbra Streisand.
¿Y qué pasaba con la cultura de su país?
La raza siempre nos gana. Somos mexicanos, y estamos muy orgullosos
de serlo, pero siendo vecinos recibimos muchas influencias. Los programas
de televisión van, de alguna forma, afectando nuestro tipo de vida
y nos abren a otras costumbres.
Pero hoy no es necesario ser vecinos...
No, claro, ahora somos sucursales, como la Argentina. Viví
aquí hace doce años, y entonces era diferente. Ahora lo
veo como un país mucho más abierto a las cosas yanquis.
Antes, el argentino miraba más a Europa.
¿Se refiere a lo cultural?
Sí, y a la gente más joven.
¿Qué experiencia le dejó la realización
de coreografías para la televisión de su país?
En otra época, trabajé para Televisa y Televisión
Azteca (las dos, privadas), pero básicamente mi gusto pasa por
el teatro. En la televisión casi no hay programas de baile que
pidan un coreógrafo. La danza se fue reduciendo. No vende.
El interés de las televisoras pasa por las novelas y los noticieros.
El gusto del público ha cambiado y no va por el despliegue
de números musicales. Se prefiere el video, donde la que baila
es la cámara y no el intérprete. Es difícil encontrar
un video donde se pueda ver bailar a alguien durante un minuto seguido.
Bailar o hablar...
Sí, cualquier cosa, porque todo es un respiro, una reacción.
Realmente, los únicos que hoy tienen trabajo son los editores.
Uno ve el video de un cantante, por ejemplo, y guarda esa imagen en el
cerebro sin pensar que es un producto totalmente editado. Por eso, cuando
se ve a ese mismo artista en vivo, se espera de él algo parecido
y se acepta con gusto la catarata de rayos láser y explosiones.
Se educa al público para que vaya por ahí, por el camino
de los efectos especiales. Cuando Fred Astaire bailaba, las tomas iban
desde el principio hasta el fin del baile, sin interrupciones, sin ninguna
edición. Es cierto que el talento y la resistencia física
de este artista eran impresionantes, pero esa posibilidad de continuidad
no la tenemos más.
¿México tiene musicales propios?
Sí, claro. Tenemos varios autores. Uno de ellos, Guillermo
Méndez, ha hecho dos espectáculos muy exitosos. Otros hacen
shows, pero pequeños. No se puede competir con los productores
estadounidenses; para ellos es negocio la obra y el merchandising que
la acompaña. Esto no era así hace veinticinco años.
Esta tendencia a comprar cositas es igual a la de quienes
visitan Disneylandia. Parece que cada vez nos gusta más llevar
una marca encima.
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