En Davos
se congregaron los cardenales de la iglesia oficial de nuestro tiempo
cuya lengua litúrgica está conformada principalmente
por números; en Porto Alegre, se reunieron herejes de ciertas
confesiones arcaicas que rinden culto a la palabra. Aquéllos
hablaban con melancolía fingida de realidades acaso desafortunadas
pero no por eso modificables; éstos, con mayor vehemencia,
de sueños que saben no se concretarán nunca pero que
se niegan a abandonar. Si los suizos dejaron penetrar en su reducto
alpino a algunos literatos y filósofos, fue a fin de mostrar
que no son tan fríamente fanáticos como todos sospechan,
mientras que los brasileños, por motivos similares, se aseguraron
la presencia de economistas y sociólogos debidamente entrenados
en el arte moderno de manipular cifras que, creyeron, lograrían
refutar a los davosianos.
Hace un siglo, los planteos de los convencidos del poder de la palabra
hubieran resultado incomparablemente más influyentes que
las lucubraciones de quienes prefieren expresarse a través
de guarismos. Pero los tiempos han cambiado. Hoy en día,
una pequeña variación estadística la
reducción o aumento del índice de desempleo, de productividad
o de riesgo país pesa más en el mundo
real que bibliotecas enteras de discursos apasionados.
Incluso a los disidentes las cifras parecen serles más confiables,
más científicas que las palabras, de ahí
su proliferación. ¿Lo son? Cuando de asuntos sencillos
como la medición de distancias entre ciudades se trata es
evidente que sí, pero por lo común la realidad les
queda grande. Hasta las estadísticas económicas son
tan falibles, es decir engañosas, como las peores diatribas
demagógicas. La magnitud supuestamente gigantesca de la economía
de la Unión Soviética antes de la caída figuraba
en miles de documentos respetados que fueron difundidos antes de
1990, pero se debió más a la imaginación de
los estudiosos que a cualquier dato averiguable. Sin embargo, ni
aquel pequeño error de cálculo ni los desaciertos
a menudo desopilantes de los gurúes más renombrados
perjudicarán en absoluto a la iglesia dominante. Tampoco
la afectarán la indignación de los izquierdistas y
nacionalistas en lugares como Porto Alegre, los sermones de obispos
católicos y clérigos musulmanes ni el repudio de estetas
conservadores horrorizados por el avance del populismo comercial.
Puede que un día la fe en el poder de los números
comparta el destino de otras ilusiones, pero aún no nos hemos
acercado a esta fecha y, de todos modos, no hay garantía
alguna de que la próxima ilusión sea mejor.
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