Calentamiento
Por Sandra Russo
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La gente del Caribe no es sólo caribeña. O mejor dicho:
si a cualquiera, aunque se trate de alguien que nunca haya disfrutado
de un paquete de siete días en Punta Cana o Varadero, se le pregunta
cómo son los caribeños, responderá, por ejemplo,
que son calientes, que las mujeres tienen caderas amplias
y los hombres tienen glúteos redondos. En tierras de climas cálidos
la gente es cálida. En tierras de climas destemplados, ¿cómo
es la gente?
Circulan desde siempre paralelismos entre geografías y cuerpos,
entre climas y estados de ánimo. Cualquier no londinense residente
en Londres o cualquier no milanés residente en Milán está
en condiciones de amenizar una tertulia relatando el pesar inextinguible
al que su alma es sometida por los inviernos largos, los días cortos,
los cielos perennemente nublados. Hablará, por ejemplo, del síndrome
de la falta de sol: un cuadro psiquiátrico caracterizado
por desinterés y hastío que se combate con reflectores de
luces muy potentes. Y dirá que los londinenses o los milaneses
también lo padecen, pero atenuado hasta la invisibilidad, porque
son quienes vienen de otras tierras, más generosas en luz solar,
los que hacen shock o crash ante la resolana que jamás despunta,
ante el paisaje desoladamente gris.
Así, con esos datos que surgen de la vulgata de barrio pero que,
como el té de yuyos que la abuela nos daba cuando estábamos
acatarrados, suele tener algún sustrato racional, científico,
biológica, antropológica y clínicamente comprobable,
tenemos en mente una tipología humana que traza coordenadas entre
el calor y la simpatía, entre el sudor y la sensualidad, entre
la garúa y la melancolía, entre las cumbres borrascosas
y los amores contrariados. Katy y Heathcliffe no hubiesen podido vivir
el atormentado desencuentro de sus vidas en la isla Saint Barth ni en
Tahití. Tuvieron que sufrir como bestias en esos acantilados ventosos
y escarpados como sus corazones. Y Teresa Batista, por caso, no hubiese
podido sobrevivir a su propia historia en Suiza ni en Islandia: para ser
ella misma, necesitaba 36 grados a la sombra.
Con el cambio climático que los científicos reportan en
estos días, es probable que esté cambiando también,
sin que nos demos cuenta, toda esa caracterología que incluye modos
de ser, de tomarse las cosas con soda o con cicuta, modos de moverse al
ritmo de la música, tipos de música, modos de amar, de desamar.
Es probable que ya esté en marcha una gran revolución de
los sentidos, indescifrable todavía, que predisponga al tacto a
poblaciones enteras que hasta ahora han privilegiado el olfato, o viceversa.
Que aligere en materias sutiles o concentre en masas densas sensaciones
casi imperceptibles para quienes nacieron y vivieron en lugares con climas
que están mutando, como ellos.
El calentamiento global supone calores aplastantes, sequías irredentas,
lluvias torrenciales, situaciones extremas. Mientras en el Caribe arrasarán
los ciclones y su gente tal vez se vuelva iracunda y quisquillosa, los
porteños, habituados a la letanía tanguera de la garúa
constante, sudamos como cerdos en esta incomprensible sensación
térmica agobiante o compramos pichinchas húmedas provenientes
de sótanos anegados. Los climatólogos se explayan sobre
las perspectivas de la producción frutihortícola, la de
energía hidráulica o sobre la disponibilidad de agua potable.
Los comerciantes venden equipos de aire acondicionado como si fueran chicles
o aspirinas. Los policías cambian de uniforme. Pero esto recién
empieza: antes del cambio climático, ya éramos bananeros.
Tal vez ahora seamos además un país chévere. Tal
vez a las mujeres nos crezcan las caderas, y seamos todas Catherines Fulop
diciendo a cada paso mi amor, mi vida, rico, rico. Tal vez iremos a trabajar
en pareo o desayunemos mango o aguacate. Hasta ahora sólo hemos
padecido los vaivenes de nuestro tropicalismo político. Quién
sabe si el recalentamiento global no nos reserva una alegría.
REP
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