Por Maximiliano
Montenegro
Hoy el Indec anunciará
oficialmente los datos de pobreza de la encuesta de octubre de 2000. Los
resultados, a los que accedió Página/12, indican que la
pobreza alcanzó en octubre último, en Capital y Gran Buenos
Aires, al 29,4 por ciento de la población, frente al 26,7 por ciento
observado en octubre de 1999. Esto significa que, durante el primer año
de gobierno de la Alianza, 360.000 personas cayeron bajo la línea
de pobreza sólo en el área metropolitana, donde el número
de pobres supera hoy los 3,5 millones. También aumentó fuertemente
la cantidad de indigentes, es decir, aquellos que ni siquiera consumen
diariamente una dieta mínima en calorías.
Cuando se den a conocer oficialmente los números, probablemente
el Ministerio de Economía ceda a la tentación de comparar
los índices de octubre con los de la encuesta de mayo pasado, salteando
así las recomendaciones de los técnicos que aconsejan realizar
las comparaciones con igual mes del año anterior para evitar los
efectos estacionales que existen entre una y otra encuesta.
Respecto de mayo, el nivel de la pobreza muestra una disminución
de algunas décimas, mientras que el de indigencia se eleva en esa
misma proporción (ver cuadro). Sin embargo, variaciones tan leves
caben dentro del error estadístico propio de la medición.
Y por lo tanto, según los expertos, la conclusión que más
se acerca a la realidad es que tanto pobreza como indigencia se mantuvieron
en octubre en los mismos niveles que en mayo. Este hecho confirma, además,
que sólo con bajar la desocupación no se soluciona el drama
de la pobreza. Entre mayo y octubre el desempleo disminuyó en el
Gran Buenos Aires (Capital más partidos) 1,3 puntos porcentuales
y, sin embargo, pobreza e indigencia se mantuvo prácticamente en
los mismos niveles.
Sea como fuere, la comparación relevante, entre octubre de 2000
y octubre del 99, arroja un balance sombrío para el primer
año de gestión del presidente Fernando de la Rúa.
Las cifras son las siguientes:
La pobreza en el área
metropolitana el único lugar donde el Indec viene realizando
este tipo de medición trepó del 26,7 al 29,4 por ciento
de la población, un nivel record para la medición de octubre
desde octubre de 1990.
El año pasado, 360 mil
personas se sumaron al ejército de pobres en la región.
Más aún, el aumento en el número de carenciados más
que duplicó el crecimiento poblacional.
Así, ya hay más
de 3,5 millones de personas que no pueden comprar una canasta básica
de bienes y servicios (alimentación, vestimenta, salud, transporte).
La indigencia también
subió: del 6,7 al 7,8 por ciento de la población, un nivel
record desde mayo del 90.
En un año hay 140 mil
personas más que no logran adquirir una canasta alimentaria para
cubrir las necesidades calóricas más elementales.
En octubre, 935 mil personas
en el área metropolitana sobrevivían en la indigencia.
Causas
De acuerdo con los expertos, el espectacular salto de la pobreza y la
indigencia durante el año pasado se relaciona no sólo con
la marcha de la desocupación sino fundamentalmente con la caída
de los ingresos de los hogares, forzada por la sustitución de puestos
de trabajo formales o en blanco por otros de menor remuneración
y/o en negro, precarios y de jornada parcial. La creación
de puestos de trabajo parece ser una condición necesaria pero no
suficiente para que la pobreza baje, argumentan. Los motivos son
los siguientes:
Hay una amplia franja de la
población de clase media baja que vive con ingresos
familiares que rondan en promedio los 600 pesos mensuales. Están
apenas por encima de la línea de pobreza y cualquier recorte en
los ingresos los transforma en pobres para la estadística oficial.
En el último año,
antes que la pérdida neta de puestos de trabajo, este segmento
de la población sufrió una caída de ingresos, según
el Indec, del 4 por ciento. El ajuste de las remuneraciones estuvo impulsado
por la precarización laboral, en un contexto de alta desocupación
y recesión. Pero también por la falta de expectativas de
mejoras a futuro, que acentuó el impuestazo primero y la poda salarial
en el sector público después.
En tanto, para el segmento
de menor nivel socio-económico aquéllos con ingresos
familiares promedio de 300 pesos mensuales que ya estaba sumergido
bajo la línea de pobreza, el derrumbe de los ingresos en los hogares
fue todavía mayor. Según el Indec, fue del 6,3 por ciento,
lo cual explica la gran cantidad de personas que pasaron de pobres a indigentes.
Este sector, además, se vio afectado por el recorte de subsidios
de los planes Trabajar ocurridos el año pasado.
Así las cosas, si la concentración de ingresos sigue avanzando
de manera tan marcada como en los últimos años y dadas las
actuales condiciones de flexibilidad del mercado laboral,
los expertos consideran que aún con la economía creciendo
al 4 por ciento en los próximos años, los niveles de pobreza
en el Gran Buenos Aires no bajarían del 22 al 24 por ciento. Es
el doble de los registros de la década del ochenta y todavía
muy por encima de los primeros años de la Convertibilidad.
Claves
El Indec anunciará
oficialmente los datos de pobreza de la encuesta de octubre de 2000.
Los resultados indican que la pobreza alcanzó en octubre
último, en Capital y Gran Buenos Aires, al 29,4 por ciento
de la población, frente al 26,7 por ciento observado en octubre
de 1999.
Durante el primer año
de gobierno de la Alianza, 360.000 personas cayeron bajo la línea
de pobreza.
En el área metropolitana,
el número de pobres supera hoy los 3,5 millones, un record
desde octubre del 90.
La indigencia también
subió: del 6,7 al 7,8 por ciento de la población,
un nivel record desde mayo del 90.
En un año, hay
140 mil personas más que no logran adquirir una canasta alimentaria
que cubre una dieta mínima en calorías.
En la región,
ya son 935 mil personas las que viven en la indigencia.
La caída de las
remuneraciones y la precarización laboral explican la impresionante
caída de la clase media baja en la pobreza.
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Cómo es la
medición del Indec
La pobreza que mide el Indec a través de la encuesta de
hogares de mayo y octubre se define a partir de los ingresos. Así,
el organismo establece dos líneas:
Línea de pobreza:
Se define a partir de una canasta de bienes y servicios valuada
en 155 pesos mensuales por adulto del hogar. Las familias que no
alcanzan a comprar esa canasta y que por lo tanto están abajo
de la línea son consideradas pobres en la estadística
oficial. Aunque el Indec no revela la cifra exacta para una familia
tipo (dos adultos y dos menores), la canasta estaría costaría
unos 460 pesos mensuales.
Línea de indigencia:
Está definida por una canasta únicamente de alimentos,
que constituyen una dieta mínima en calorías para
una persona adulta que realiza una actividad física
moderada. Tal canasta está valuada en unos 70 pesos
mensuales. Y aquellos que no tienen ingresos suficientes para adquirirla
son considerados indigentes.
La medición del Indec sólo se realizó hasta
ahora en Capital y Gran Buenos Aires. Pero en el organismo tienen
planificado empezar con una medición de alcance nacional
en los próximos años. Una medición del Banco
Mundial realizada para todo el país reveló que en
la Argentina hay más de 13 millones de pobres, el 36 por
ciento de la población.
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OPINION
Por Martín Granovsky
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Datos que son cascotazos
Debe ser difícil hallar algún país que tenga
una visión tan fragmentada de sí mismo como éste.
Algunos alcanzan a ver que en la Argentina hay casos conmovedores
de lo que Gino Germani hubiera incluido, con emoción de sociólogo,
como movilidad vertical en su libro clásico Estructura
social de la Argentina. El senador salteño Emilio Cantarero
era hijo de un humilde anarquista. El senador jujeño Alberto
Tell, de un dirigente sindical telefónico. Y prosperaron.
En términos familiares, los Cantarero y los Tell cambiaron
de un sector social a otro en solo una generación, y solo
un malicioso puede sospechar que un ejemplo tan notable de movilidad
tenga como levadura el enriquecimiento ilícito.
Otros vislumbran la tremenda parábola de las autopistas.
Es así: un pobre tipo que viaja en el piso superior de un
micro de larga distancia muere de dos cascotazos en el pecho al
volver de Santa Teresita. El que tiró las piedras quizás
intentó robar, pero tal vez ni eso, y simplemente buscaba
descargarse. Es obvio que el que mató, para el Estado, no
tiene disculpas: mató. Mientras el Estado busca al criminal,
imagina soluciones de cierto sentido común, como alambrar
los puentes sobre cada autopista, pero es evidente que ni el alambrado
ni la creación de un cuerpo especial de vigilancia impedirá
que las autopistas dejen de ser el peligroso lugar de tránsito
entre un albergue seguro y otro, entre una casa y otra, entre el
centro de la ciudad y el centro de veraneo.
Tercer fragmento: la estadística oficial que publica hoy
Página/12 revela que la cantidad de pobres creció.
Que hay alrededor de 300 mil personas más que no llegan a
cubrir sus necesidades básicas.
En el plano de las abstracciones se puede convivir con los tres
fragmentos de la Argentina. Algunos políticos continuarán
enriqueciéndose mientras otros con sensatez los
cuestionan, y viajar por autopista se convertirá en una psicosis
insoportable que pondrá contentos a los vendedores de parabrisas
y hasta generará cursos para dominar el miedo, como sucede
hoy con el pánico a volar. En cuanto a los pobres, allá
ellos: son un dato de la estructura argentina que nadie considera
posible remover.
La convivencia real, en cambio, es menos tolerable que la abstracta.
Si la política no se hace creíble y no articula acciones
concretas para reducir la pobreza, perderá doblemente su
razón de ser. Y si, neuróticamente, la clase media
que utiliza las autopistas opta por mimetizarse dentro de la sociedad
fracturada sin reaccionar, sin unir una pieza con otra, los piedrazos
se harán más frecuentes o podrían dejar paso
a proyectiles más modernos.
Unir los fragmentos es algo que se puede hacer por solidaridad,
egoísmo o lucidez. Lo tonto sería dejarlos así,
sueltos: hay datos que son como cascotazos.
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�Con
cuatro pesos comemos ocho�
Por Horacio Cecchi
En la villa se aprende
de todo, especialmente a sobrevivir cada vez peor. Carlos Núñez
tiene 44 años, y hace 18 que vive en la Villa 1-11-14, más
conocida como del Bajo Flores. Vive con su pareja, Elena, de 37, y con
seis hijos, de 16 el mayor, de uno y medio la menor. La puchereás,
dice. Pero no es lo mismo que antes. Ahora no te alcanza para nada
y además es muy difícil conseguir trabajo. Se consigue aclara
Carlos, pero a los dos o tres meses te echan. Los ocho viven
hacinados en una casa de material, levantada por el mismo Carlos con ladrillos
que fue cirujeando por ahí. Las inundaciones son un
tema cotidiano. En una de ellas, cuatro años atrás, su segundo
hijo, Lucas, contrajo meningitis. Por suerte no le quedaron secuelas,
explica el padre, mientras acaricia al Cristo tatuado en su brazo izquierdo.
De alguna manera, siempre aguantando, sintetiza Elena. Yo
le digo a Carlos, cuando podamos nos tenemos que ir y no volver más.
No es por la gente, no. Acá todos somos más solidarios
que allá afuera. Pero éste es otro mundo, aseguran
los dos, mientras señalan el agua con olor fétido que se
cuela a través del piso de la que debería ser la cocina.
Carlos es pintor. Trabajaba en un taller de chapa y pintura. Es
muy duro vivir en una villa. Ahora, hace quince días conseguí
trabajo en una empresa para limpiar vidrios. Todas las mañanas,
y durante ocho horas, Carlos deja la villa para colgarse de un columpio,
a 40 a 50 metros, con un balde con jabón y un secador. Me
pagan el básico, 300 pesos, depende de los trabajos que haga. A
veces llego a los 400. Elena lo mira y dice: Cuando hay, comemos
bien, compramos una gaseosa para festejar, él hace su asadito.
Pero eso cuando hay. Y casi nunca hay. Casi todos los días tengo
que arreglarme para preparar comida para los seis chicos y nosotros dos.
Ya en el desayuno solo, en leche, pan y manteca se te va un montón
de movida.
¿Sabés con cuánto prepara la comida?,
pregunta alucinado Carlos, pese a que es la misma historia desde hace
18 años: Con cuatro pesos comemos todos, una sola vez al
día. Esto cambió mucho. Tiempo atrás estábamos
mejor que ahora. No es que nos sobrara. Yo, cuando vivía en la
villa 31, trabajaba en un taller de chapa y pintura y me alcanzaba la
plata hasta para salir a bailar.
Durante un tiempo, la pareja vivió en una pensión sobre
la calle Combate de los Pozos. En el 83 decidieron instalarse en
la Villa del Bajo Flores. La perspectiva inmediata era alentadora: un
período de ahorro y sufrimiento, y después la mudanza hacia
un barrio común. Pero el barrio común pasó
a ser la villa, de la cual todavía no se han podido despegar. Todos,
acá, quieren irse. Nadie quiere vivir en una villa. Pero, ¿cómo
hacés?, pregunta el jefe de familia.
Se hace mucho más difícil ahora que cinco o seis años
atrás, asegura Elena. Antes yo no trabajaba, pero hace
dos años más o menos Carlos se quedó sin trabajo,
y a mí me costó mucho conseguir de empleada de limpieza
en el Banco Francés, en el centro. Trabajaba de noche, me pagaban
el básico, 200 pesos, y con eso vivíamos. También
trabajé en una fábrica de chocolates. Carlos también
trabajó en limpieza, pero de camiones de basura, para la
empresa Solurban. Allí tenía que manguerear camiones para
limpiarlos, durante 14, 15 horas. Te llenabas de gusanos que saltaban
de la basura, y se te metían entre la ropa. Volvía a mi
casa y estaba con un olor asqueroso.
¿Cuánto duraste?, pregunta Elena. ¿No
fueron quince días y ya no aguantaste más? Era insoportable.
La primera semana en que vivieron en la villa, Carlos y Elena no tenían
techo, solamente un pequeño espacio, ganado a pulmón entre
los vecinos, donde Carlos sin saber nada de albañilería
levantó paredes. Acá aprendés de todo asegura
con una sonrisa. A ser mecánico, a cambiar rulemanes, de
albañil o médico. Esto es como Expedición Robinson,
pero a nosotros no nos pagan.
Ahora, la perspectiva de la familia está concentrada en la mudanza.
El trazado de la prolongación de Riestra pasa exactamente sobre
la casilla que levantó Carlos. Confían en la adjudicación
de una vivienda. Son 700 viviendas y acá viven 6.500 familias.
Lo que es difícil de aprender, acá, es cómo irse.
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