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VERANO | 12
Quemá esos libros

Leyendo en las pantallas: 1984, de Michael Anderson (1956).

Por Rodrigo Fresán

Mientras buena parte de los escritores de ciencia-ficción subsistían publicando en ghettos del género, Ray Bradbury (Illinois, 1920) ya cobraba caro en las mejores revistas del mercado gracias, seguramente, a la eficacia políticamente correcta de Fahrenheit 451. Distopía tan célebre como el 1984 de George Orwell al punto de que así como todos sabemos qué es eso del Big Brother, también estamos perfectamente informados de cuál es la temperatura en la que el papel arde por sí solo. Partiendo de una idea tan sencilla como perturbadora –en el futuro la lectura está prohibida y los bomberos queman libros en lugar de apagar incendios– Fahrenheit 451, escrita en 1953, se las ha arreglado para sobrevivir a lo largo de los años como uno de los clásicos de la ciencia-ficción siendo, en realidad, un texto más bien ingenuo y retrógrado escrito desde la nostalgia del siglo XIX más que desde un futuro más o menos próximo. En Las mejores 100 novelas de ciencia-ficción, David Pringle apunta que “es un libro muy directo, una explosión de cólera contra la manipulación de los medios de comunicación masiva del siglo XX. Televisión, música pop, historietas, compendios, el deporte como mero espectáculo: Bradbury está en contra de todo eso, y si hubiera escrito treinta años más tarde, habría incluido, sin ninguna duda, los juegos de video y los ordenadores personales. Es la letanía de un moralista puritano y anticuado: no puede extrañar que el mensaje de esta novela haya atraído a los maestros de escuela y otros autoproclamados Guardianes de la Cultura... El libro de Bradbury se ha convertido en texto de antología, y de esa manera ha dado su batalla contra la constante expansión de la Aldea Global de McLuhan y la creciente red de entretenimiento vacío”. Tiene bastante razón. Aún así, resulta imposible resistirse al encanto terrible del libro, en especial en sus primeras páginas donde se describen con un tono seco y funcional las acciones del bombero Montag y lejos está todavía uno de esos finales un tanto melosos a los que Bradbury suele sucumbir bastante seguido y que, bueno, forman parte indivisible del estilo que lo hizo y lo sigue haciendo famoso en todo el universo. Otra cosa hubiera sido esta misma idea en manos de Dick o de Ballard como muy diferente será la próxima adaptación al celuloide –luego de la gélida versión de Truffaut en 1966– que planea Mel Gibson para cualquier día de estos.
En otro orden de cosas, el libro evoluciona hacia otras formas y la gente lee cada vez más libros cada vez peores. Final infeliz.

 


 

Fahrenheit 451

Más rápidos que unos bomberos: Fahrenheit 451, de François Truffaut (1966).

Por Ray Bradbury

Era un placer quemar.
Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un kerosene venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia. Con el simbólico casco numerado –451– sobre la estólida cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo del atardecer y lo enrojeció, y doró, y ennegreció. Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado, sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno con la ayuda de una vara una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón.
Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas.
Sabía que cuando volviese al cuartel de bomberos se guiñaría un ojo (un artista de variedades tiznado por un corcho) delante del espejo. Más tarde, en la oscuridad, a punto de dormirse, sentiría la feroz sonrisa retenida aún por los músculos faciales. Nunca se le borraba esa sonrisa, nunca –creía recordar– se le había borrado.

Colgó el casco, negro y brillante como un escarabajo, y lo lustró; colgó cuidadosamente la chaqueta incombustible; se dio una buena ducha, y luego, silbando, con las manos en los bolsillos, cruzó el primer piso y se dejó caer por el agujero. En el último instante, cuando el desastre parecía seguro, se sacó las manos de los bolsillos e interrumpió su caída aferrándose a la barra dorada. Resbaló hasta detenerse, chirriando, con los talones a un centímetro del piso de cemento.
Salió del cuartel y caminó hasta la estación subterránea. El tren neumático y silencioso se deslizó por el tubo aceitado, y con una gran bocanada de aire tibio lo abandonó en la escalera de claros azulejos, que subía hacia el suburbio.
Dejó, silbando, que la escalera lo llevara al aire tranquilo de la noche. Se dirigió hacia la esquina casi sin pensar en nada. Sin embargo, poco antes de llegar, caminó más lentamente, como si un viento se hubiese levantado en alguna parte, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.
En esas últimas noches, mientras iba bajo la luz de los astros hacia su casa, en esta acera, aquí, del otro lado de la esquina, había sentido algo indefinible, como si un momento antes alguien hubiese estado allí. Había en el aire una calma especial como si alguien hubiese esperado allí, en silencio, y un momento antes se hubiese transformado en una sombra, dejándolo pasar. Quizá había respirado un débil perfume; quizá el dorso de sus manos, su cara, habían sentido que la temperatura era más alta en este mismo sitio donde una persona, de pie, hubiese podido elevar en unos diez grados y durante un instante el calor de la atmósfera. Era imposible saberlo. Cada vez que llegaba a la esquina veía sólo esa acera curva, blanca, nueva. Una noche, quizá, algo había desaparecido rápidamente en uno de los jardines antes que pudiese hablar o mirar.
Pero ahora, esta noche, aminoró el paso, casi hasta detenerse. Su mente, que se había adelantado a doblar la esquina, había oído un murmullo casi imperceptible. ¿Alguien que respiraba? ¿O era la atmósfera comprimida simplemente por alguien que estaba allí, de pie, inmóvil, esperando?
Dobló la esquina.
Las hojas de otoño volaban de tal modo sobre la acera iluminada por la luna que la muchacha parecía venir en una alfombra rodante, arrastrada por el movimiento del aire y las hojas. Con la cabeza un poco inclinada se miraba los zapatos, rodeados de hojas estremecidas. Tenía un rostro delgado y blanco como la leche, y había en él una tierna avidez que todo lo tocaba con una curiosidad insaciable. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan clavados en el mundo que no perdían ningún movimiento. Su vestido era blanco, y susurraba. Montag creyó oír cómo se le movían las manos al caminar, y luego, ahora, un sonido ínfimo, el temblor inocente de aquel rostro al volverse hacia él, al descubrir que se acercaba a un hombre que estaba allí, de pie, en medio de la acera, esperando.
Se oyó, allá, arriba, el ruido de los árboles que dejaban caer una lluvia seca. La muchacha se detuvo como si fuese a retroceder, sorprendida, pero se quedó allí mirando a Montag con ojos tan oscuros y brillantes y vivos que el hombre creyó haber dicho unas palabras maravillosas. Pero sabía que había abierto los labios sólo para decir hola, y entonces, como ella parecía hipnotizada por la salamandra del brazo y el disco con el fénix del pecho, habló otra vez.
–Claro... tú eres la nueva vecina, ¿no es cierto?
–Y usted tiene que ser... –La muchacha dejó de mirar aquellos símbolos profesionales–... el bombero –añadió con una voz arrastrada.
–De qué modo raro lo has dicho.
–Lo... lo hubiese adivinado sin mirar –dijo la muchacha lentamente.
–¿Por qué? ¿El olor del kerosene? Mi mujer siempre se queja –dijo Montag riéndose–. Nunca se lo borra del todo.
–No, nunca se lo borra –dijo ella, asustada.
Montag sintió que la niña, sin haberse movido ni una sola vez, estaba caminando alrededor, lo obligaba a girar, lo sacudía en silencio, y le vaciaba los bolsillos.
–El kerosene –dijo, pues el silencio se había prolongado demasiado– es perfume para mí.
–¿Es así, realmente?
–Claro, ¿por qué no?
La muchacha reflexionó un momento.
–No sé –dijo, y se volvió y miró las casas a lo largo de la acera–. ¿No le importa si lo acompaño? Soy Clarisse McClellan.
–Clarisse. Guy Montag. Vamos. ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Cuántos años tienes?
Caminaron en la noche ventosa, tibia y fresca a la vez, por la acera de plata, y el débil aroma de los melocotones maduros y las fresas flotó en el aire, y Montag miró alrededor y pensó que no era posible, pues el año estaba muy avanzado.
Sólo ella lo acompañaba, con el rostro brillante como la nieve a la luz de la luna, pensando, comprendió Montag, en aquellas preguntas, buscando las respuestas mejores.
–Bueno –dijo la muchacha–, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tía dice que es casi lo mismo. Cuando la gente te pregunte la edad, me dice, contéstales que tienes diecisiete y estás loca. ¿No es hermoso caminar de noche? Me gusta oler y mirar, y algunas veces quedarme levantada y ver la salida del sol.
Caminaron otra vez en silencio y al final la muchacha dijo, con aire pensativo:
–Sabe usted, no le tengo miedo.
Montag se sorprendió.
–¿Por qué habrías de tenerme miedo?
–Tanta gente tiene miedo. De los bomberos quiero decir. Pero usted es sólo un hombre...
Montag se vio en los ojos de la muchacha, suspendido en dos gotas brillantes de agua clara, oscuro y pequeñito, con todos los detalles, las arrugas alrededor de la boca, completo, como si estuviese encerrado en el interior de dos milagrosas bolitas de ámbar, de color violeta. El rostro de la muchacha, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal, blanco como la leche, con una luz constante y suave. No era la luz histérica de la electricidad, sino... ¿qué? Sino la luz extrañamente amable y rara y suave de una vela. Una vez, cuando era niño, y faltó la electricidad, su madre encontró y encendió una última vela, y habían pasado una hora muy corta redescubriendo que con esa luz el espacio perdía sus vastas dimensiones y se cerraba alrededor, y en esa hora ellos, madre e hijo, solos, transformados, habían deseado que la electricidad no volviese demasiado pronto...
Y entonces Clarisse McClellan dijo:
–¿Le importa si le hago una pregunta? ¿Desde cuándo es usted bombero?
–Desde que tenía veinte años, hace diez.
–¿Leyó alguna vez alguno de los libros que quema?
Montag se rió.
–Lo prohíbe la ley.
–Oh, claro.
–Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ese es nuestro lema oficial.
Caminaron un poco más y la niña dijo:
–¿Es verdad que hace muchos años los bomberos apagaban el fuego en vez de encenderlo?
–No, las casas siempre han sido incombustibles.
–Qué raro. Oí decir que hace muchos años las casas se quemaban a veces por accidente y llamaban a los bomberos para parar las llamas.
El hombre se echó a reír. La muchacha lo miró brevemente.
–¿Por qué se ríe?
–No sé –dijo Montag, comenzó a reírse otra vez y se interrumpió–. ¿Por qué?
–Se ríe aunque yo no haya dicho nada gracioso y me contesta enseguida. Nunca se para a pensar lo que le he preguntado.
Montag se detuvo.
–Eres muy rara –dijo mirando a la niña–. Bastante irrespetuosa.
–No quise insultarlo. Ocurre que observo demasiado a la gente.
–Bueno, ¿esto no significa nada para ti?
Montag se golpeó con la punta de los dedos el número 451 bordado en la manga de color de carbón.
–Sí –murmuró la muchacha, y apresuró el paso–. ¿Ha visto alguna vez los coches de turbinas que pasan por esa avenida?
–¡Estás cambiando de tema!
–A veces pienso que los automovilistas no saben qué es la hierba o las flores, pues nunca las ven lentamente –dijo la muchacha–. Si usted les señala una mancha verde, ¡oh, sí!, dicen, ¡eso es hierba! ¿Una mancha rosada? ¡Un jardín de rosales! Las manchas blancas son edificios. Las manchas oscuras son vacas. Una vez mi tío pasó lentamente en coche por una carretera. Iba a sesenta kilómetros por hora y lo tuvieron dos días en la cárcel. ¿No es gracioso, y triste también?
–Piensas demasiado –dijo Montag, incómodo.
–Casi nunca miro la televisión mural, ni voy a las carreras, ni a los parques de diversiones. Me sobra tiempo para pensar cosas raras. ¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada de la ciudad? ¿Sabe que antes eran sólo de quince metros? Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto.
Montag rió nerviosamente.
–¡No lo sabía!
–Apuesto a que sé algo más que usted no sabe. Hay rocío en la hierba a la mañana.
Montag no pudo recordar si lo sabía y se puso de muy mal humor.
–Y si usted mira bien –la muchacha señaló el cielo con la cabeza–, hay un hombre en la luna. Montag no miraba la luna desde hacía años.
Recorrieron el resto del camino en silencio; el de Clarisse era un silencio pensativo; el de Montag algo así como un silencio de puños apretados, e incómodo, desde el que lanzaba a la muchacha unas miradas acusadoras. Cuando llegaron a la casa de Clarisse, todas las luces estaban encendidas.
–¿Qué ocurre?
Montag había visto muy pocas veces una casa tan iluminada.
–Oh, son mis padres que hablan con mi tío. Es como pasearse a pie, sólo que mucho más raro. Mi tío fue arrestado el otro día por pasearse a pie, ¿no se lo dije? Oh, somos muy raros.
–¿Pero de qué hablan?
Clarisse se rió.
–¡Buenas noches! –dijo, y echó a caminar. Luego, como si recordara algo, se volvió hacia Montag y lo miró con curiosidad y asombro–. ¿Es usted feliz? –le preguntó.
–¿Soy qué? –exclamó Montag.
Pero la muchacha había desaparecido, corriendo a la luz de la luna. La puerta de la casa se cerró suavemente.

–¡Feliz! ¡Qué tontería!
Montag dejó de reír.
Metió la mano en el guante-cerradura de la puerta y esperó a que le reconociera los dedos. La puerta se abrió de par en par.
Claro que soy feliz. Por supuesto. ¿No lo soy acaso? preguntó a las habitaciones silenciosas. Se quedó mirando la rejilla del ventilador, en el vestíbulo y recordó, de pronto, que había algo oculto en la rejilla, algo que ahora parecía mirarlo. Apartó rápidamente los ojos.
Qué encuentro extraño en una noche extraña. No recordaba nada parecido, salvo aquella tarde, hacía un año, cuando se había encontrado con un viejo en el parque, y tuvieron aquella conversación...
Montag sacudió la cabeza. Miró la pared desnuda. El rostro de Clarisse estaba allí, realmente hermoso en el recuerdo, asombroso de veras. Era un rostro muy tenue, como la esfera de un relojito vislumbrado débilmente en una habitación oscura en medio de la noche, cuando uno se despierta para ver la hora y ve el reloj que le dice a uno la hora y el minuto y el segundo, con un silencio blanco, y una luz, con entera certeza, y sabiendo qué debe decir de la noche que se desliza rápidamente hacia una próxima oscuridad, pero también hacia un nuevo sol.
–¿Qué pasa? –preguntó Montag como si estuviese hablándole a ese otro yo, a ese idiota subconsciente que balbucea a veces separado de la voluntad, la costumbre y la conciencia.
Miró otra vez la pared. Qué parecido a un espejo, también, ese rostro. Imposible, ¿pues a cuántos conoces que reflejen tu propia luz? La gente es más a menudo –buscó un símil y lo encontró en su trabajo– una antorcha que arde hasta apagarse. ¿Cuántas veces la gente toma y te devuelve tu propia expresión, tus más escondidos y temblorosos pensamientos?
Qué increíble poder de identificación tenía la muchacha. Era como esa silenciosa espectadora de un teatro de títeres que anticipa, antes de que aparezcan en escena, el temblor de las pestañas, la agitación de las manos, el estremecimiento de los dedos. ¿Cuánto tiempo habían caminado? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Qué largo sin embargo parecía ese tiempo ahora. Qué inmensa la figura de la muchacha en la escena, ante él. Y el cuerpo delgado, ¡qué sombra arrojaba sobre el muro! Montag sintió que si a él le picaba un ojo, la muchacha comenzaría a parpadear. Y que si se le movían ligeramente las mandíbulas, la muchacha bostezaría antes que él.
Pero cómo, se dijo, ahora que lo pienso casi parecía que me estaba esperando en la esquina, tan condenadamente tarde...

Abrió la puerta del dormitorio. Era como entrar en la cámara fría y marmórea de un mausoleo, cuando ya se ha puesto la luna. Oscuridad completa; ni un solo rayo del plateado mundo exterior; las ventanas herméticamente cerradas; un universo sepulcral donde no penetraban los ruidos de la ciudad.
El cuarto no estaba vacío.
Escuchó.
El baile delicado de un mosquito zumbaba en el aire; el eléctrico murmullo de una avispa animaba el nido tibio, de un raro color rosado. La música se oía casi claramente.
Montag podía seguir la melodía.
Sintió de pronto que la sonrisa se le borraba, se fundía, se doblaba sobre sí misma como una cáscara blanda, como la cera de un cirio fantástico que ha ardido demasiado tiempo, y ahora se apaga, y ahora se derrumba. Oscuridad. No era feliz. No era feliz. Se lo dijo a sí mismo. Lo reconoció. Había llevado su felicidad como una máscara y la muchacha había huido con la máscara y él no podía ir a golpearle la puerta y pedírsela.
Sin encender la luz imaginó el aspecto del cuarto. Su mujer estirada en la cama, descubierta y fría, como un cuerpo extendido sobre la tapa de un ataúd, con los ojos inmóviles, fijos en el cielo raso por invisibles hilos de acero. Y en las orejas, muy adentro, los caracolitos, las radios de dedal, y un océano electrónico de sonido, música y charla y música y música y charla, que golpeaba y golpeaba la costa de aquella mente en vela. El cuarto estaba en realidad vacío. Todas las noches entraban las olas, y sus grandes mareas de sonido llevaban a Mildred flotando y con los ojos abiertos hacia la mañana. No había pasado una sola noche en estos dos últimos años sin que Mildred no se hubiese bañado en ese océano, no se hubiese sumergido en él, alegremente, hasta tres veces.
Hacía frío en el cuarto, pero sin embargo Montag sentía que no podía respirar. No quería abrir las cortinas ni la ventana balcón, pues no deseaba que la luna entrara en el cuarto. De modo que sintiéndose como un hombre que va a morir en la próxima hora por falta de aire, se encaminó hacia su cama abierta, vacía, y por lo tanto helada.
Un instante antes de golpear con el pie el objeto caído en el piso, Montag ya sabía que iba a golpearlo. Fue algo similar a lo que había sentido antes de doblar la esquina y derribar casi a la muchacha. El pie envió hacia adelante ciertas vibraciones y, mientras se balanceaba en el aire, recibió los ecos de una menuda barrera. El pie tropezó. El objeto emitió un sonido apagado y resbaló en la oscuridad.
Montag se quedó inmóvil y tieso, y escuchó a la mujer acostada en la cama oscura, envuelta por aquella noche totalmente uniforme. El aire que salía de la nariz era tan débil que movía solamente los flecos más lejanos de la existencia, una hojita, una pluma oscura, un solo cabello.
Montag no deseaba, ni aún ahora, la luz de afuera. Sacó su encendedor, tocó la salamandra grabada en el disco de plata, la apretó...
A la luz de la llamita, dos piedras lunares miraron a Montag, dos pálidas piedras lunares en el fondo de un arroyo de agua clara sobre el que corría la vida del mundo, sin tocar las piedras...
–¡Mildred!
El rostro de Mildred era como una isla cubierta de nieve donde podía caer la lluvia, pero que no sentía la lluvia; donde las nubes podían pasear sus móviles sombras, pero que no sentía la sombra. Era sólo esa música de avispas diminutas en los oídos herméticamente cerrados, y unos ojos de vidrio, y el débil aliento que le salía y entraba por la nariz. Y a ella no le importaba si el aliento venía o se iba, se iba o venía.
El objeto que Montag había empujado con el pie, brillaba ahora bajo el borde de su propia cama. Era el frasco de tabletas de dormir que hoy temprano había contenido una treintena de cápsulas y que yacía destapado y vacío a la luz de la llama diminuta.
Mientras Montag estaba allí, de pie, el cielo chilló sobre la casa. Fue un tremendo rasguido, como si las manos de un gigante hubiesen desgarrado diez kilómetros de lienzo. Montag sintió como si lo hubiesen partido en dos, de arriba a abajo. Los bombarderos de reacción pasaban allá arriba, pasaban, pasaban, uno dos, uno dos, seis aparatos, nueve aparatos, doce aparatos, uno y uno y uno y otro y otro y otro, y le gritaban a él, a Montag. Abrió la boca y dejó que el chillido de las turbinas le entrara y saliera por entre los dientes. La casa se sacudió. La llama se le apagó en la mano. Las piedras lunares se desvanecieron. Montag sintió que su mano se acercaba al teléfono.
Los aviones se habían ido. Montag sintió que movía los labios rozando la embocadura del teléfono.
–Hospital de emergencia.
Un terrible suspiro.
Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por las negras turbinas y que a la mañana siguiente la tierra estaría cubierta por el polvo de esos astros, como una nieve extraña. Eso pensó, tontamente, mientras estaba allí, de pie, estremeciéndose en la sombra, y movía y movía los labios.

Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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