Por Rodrigo
Fresán
Mientras buena parte de los escritores de ciencia-ficción subsistían
publicando en ghettos del género, Ray Bradbury (Illinois, 1920)
ya cobraba caro en las mejores revistas del mercado gracias, seguramente,
a la eficacia políticamente correcta de Fahrenheit 451. Distopía
tan célebre como el 1984 de George Orwell al punto de que así
como todos sabemos qué es eso del Big Brother, también estamos
perfectamente informados de cuál es la temperatura en la que el
papel arde por sí solo. Partiendo de una idea tan sencilla como
perturbadora en el futuro la lectura está prohibida y los
bomberos queman libros en lugar de apagar incendios Fahrenheit 451,
escrita en 1953, se las ha arreglado para sobrevivir a lo largo de los
años como uno de los clásicos de la ciencia-ficción
siendo, en realidad, un texto más bien ingenuo y retrógrado
escrito desde la nostalgia del siglo XIX más que desde un futuro
más o menos próximo. En Las mejores 100 novelas de ciencia-ficción,
David Pringle apunta que es un libro muy directo, una explosión
de cólera contra la manipulación de los medios de comunicación
masiva del siglo XX. Televisión, música pop, historietas,
compendios, el deporte como mero espectáculo: Bradbury está
en contra de todo eso, y si hubiera escrito treinta años más
tarde, habría incluido, sin ninguna duda, los juegos de video y
los ordenadores personales. Es la letanía de un moralista puritano
y anticuado: no puede extrañar que el mensaje de esta novela haya
atraído a los maestros de escuela y otros autoproclamados Guardianes
de la Cultura... El libro de Bradbury se ha convertido en texto de antología,
y de esa manera ha dado su batalla contra la constante expansión
de la Aldea Global de McLuhan y la creciente red de entretenimiento vacío.
Tiene bastante razón. Aún así, resulta imposible
resistirse al encanto terrible del libro, en especial en sus primeras
páginas donde se describen con un tono seco y funcional las acciones
del bombero Montag y lejos está todavía uno de esos finales
un tanto melosos a los que Bradbury suele sucumbir bastante seguido y
que, bueno, forman parte indivisible del estilo que lo hizo y lo sigue
haciendo famoso en todo el universo. Otra cosa hubiera sido esta misma
idea en manos de Dick o de Ballard como muy diferente será la próxima
adaptación al celuloide luego de la gélida versión
de Truffaut en 1966 que planea Mel Gibson para cualquier día
de estos.
En otro orden de cosas, el libro evoluciona hacia otras formas y la gente
lee cada vez más libros cada vez peores. Final infeliz.
Fahrenheit
451
Más
rápidos que unos bomberos: Fahrenheit 451, de François Truffaut
(1966).
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Por
Ray Bradbury
Era un placer
quemar.
Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas.
Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón
que escupía un kerosene venenoso sobre el mundo, sintió
que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un
sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los
incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia.
Con el simbólico casco numerado 451 sobre la estólida
cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento
de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa
dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo
del atardecer y lo enrojeció, y doró, y ennegreció.
Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado,
sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno con la ayuda de una
vara una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como
palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras
los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en
un viento oscurecido por la quemazón.
Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados
y desafiados por las llamas.
Sabía que cuando volviese al cuartel de bomberos se guiñaría
un ojo (un artista de variedades tiznado por un corcho) delante del espejo.
Más tarde, en la oscuridad, a punto de dormirse, sentiría
la feroz sonrisa retenida aún por los músculos faciales.
Nunca se le borraba esa sonrisa, nunca creía recordar
se le había borrado.
Colgó
el casco, negro y brillante como un escarabajo, y lo lustró; colgó
cuidadosamente la chaqueta incombustible; se dio una buena ducha, y luego,
silbando, con las manos en los bolsillos, cruzó el primer piso
y se dejó caer por el agujero. En el último instante, cuando
el desastre parecía seguro, se sacó las manos de los bolsillos
e interrumpió su caída aferrándose a la barra dorada.
Resbaló hasta detenerse, chirriando, con los talones a un centímetro
del piso de cemento.
Salió del cuartel y caminó hasta la estación subterránea.
El tren neumático y silencioso se deslizó por el tubo aceitado,
y con una gran bocanada de aire tibio lo abandonó en la escalera
de claros azulejos, que subía hacia el suburbio.
Dejó, silbando, que la escalera lo llevara al aire tranquilo de
la noche. Se dirigió hacia la esquina casi sin pensar en nada.
Sin embargo, poco antes de llegar, caminó más lentamente,
como si un viento se hubiese levantado en alguna parte, como si alguien
hubiese pronunciado su nombre.
En esas últimas noches, mientras iba bajo la luz de los astros
hacia su casa, en esta acera, aquí, del otro lado de la esquina,
había sentido algo indefinible, como si un momento antes alguien
hubiese estado allí. Había en el aire una calma especial
como si alguien hubiese esperado allí, en silencio, y un momento
antes se hubiese transformado en una sombra, dejándolo pasar. Quizá
había respirado un débil perfume; quizá el dorso
de sus manos, su cara, habían sentido que la temperatura era más
alta en este mismo sitio donde una persona, de pie, hubiese podido elevar
en unos diez grados y durante un instante el calor de la atmósfera.
Era imposible saberlo. Cada vez que llegaba a la esquina veía sólo
esa acera curva, blanca, nueva. Una noche, quizá, algo había
desaparecido rápidamente en uno de los jardines antes que pudiese
hablar o mirar.
Pero ahora, esta noche, aminoró el paso, casi hasta detenerse.
Su mente, que se había adelantado a doblar la esquina, había
oído un murmullo casi imperceptible. ¿Alguien que respiraba?
¿O era la atmósfera comprimida simplemente por alguien que
estaba allí, de pie, inmóvil, esperando?
Dobló la esquina.
Las hojas de otoño volaban de tal modo sobre la acera iluminada
por la luna que la muchacha parecía venir en una alfombra rodante,
arrastrada por el movimiento del aire y las hojas. Con la cabeza un poco
inclinada se miraba los zapatos, rodeados de hojas estremecidas. Tenía
un rostro delgado y blanco como la leche, y había en él
una tierna avidez que todo lo tocaba con una curiosidad insaciable. Era
una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban
tan clavados en el mundo que no perdían ningún movimiento.
Su vestido era blanco, y susurraba. Montag creyó oír cómo
se le movían las manos al caminar, y luego, ahora, un sonido ínfimo,
el temblor inocente de aquel rostro al volverse hacia él, al descubrir
que se acercaba a un hombre que estaba allí, de pie, en medio de
la acera, esperando.
Se oyó, allá, arriba, el ruido de los árboles que
dejaban caer una lluvia seca. La muchacha se detuvo como si fuese a retroceder,
sorprendida, pero se quedó allí mirando a Montag con ojos
tan oscuros y brillantes y vivos que el hombre creyó haber dicho
unas palabras maravillosas. Pero sabía que había abierto
los labios sólo para decir hola, y entonces, como ella parecía
hipnotizada por la salamandra del brazo y el disco con el fénix
del pecho, habló otra vez.
Claro... tú eres la nueva vecina, ¿no es cierto?
Y usted tiene que ser... La muchacha dejó de mirar
aquellos símbolos profesionales... el bombero añadió
con una voz arrastrada.
De qué modo raro lo has dicho.
Lo... lo hubiese adivinado sin mirar dijo la muchacha lentamente.
¿Por qué? ¿El olor del kerosene? Mi mujer siempre
se queja dijo Montag riéndose. Nunca se lo borra del
todo.
No, nunca se lo borra dijo ella, asustada.
Montag sintió que la niña, sin haberse movido ni una sola
vez, estaba caminando alrededor, lo obligaba a girar, lo sacudía
en silencio, y le vaciaba los bolsillos.
El kerosene dijo, pues el silencio se había prolongado
demasiado es perfume para mí.
¿Es así, realmente?
Claro, ¿por qué no?
La muchacha reflexionó un momento.
No sé dijo, y se volvió y miró las casas
a lo largo de la acera. ¿No le importa si lo acompaño?
Soy Clarisse McClellan.
Clarisse. Guy Montag. Vamos. ¿Qué haces aquí
tan tarde? ¿Cuántos años tienes?
Caminaron en la noche ventosa, tibia y fresca a la vez, por la acera de
plata, y el débil aroma de los melocotones maduros y las fresas
flotó en el aire, y Montag miró alrededor y pensó
que no era posible, pues el año estaba muy avanzado.
Sólo ella lo acompañaba, con el rostro brillante como la
nieve a la luz de la luna, pensando, comprendió Montag, en aquellas
preguntas, buscando las respuestas mejores.
Bueno dijo la muchacha, tengo diecisiete años
y estoy loca. Mi tía dice que es casi lo mismo. Cuando la gente
te pregunte la edad, me dice, contéstales que tienes diecisiete
y estás loca. ¿No es hermoso caminar de noche? Me gusta
oler y mirar, y algunas veces quedarme levantada y ver la salida del sol.
Caminaron otra vez en silencio y al final la muchacha dijo, con aire pensativo:
Sabe usted, no le tengo miedo.
Montag se sorprendió.
¿Por qué habrías de tenerme miedo?
Tanta gente tiene miedo. De los bomberos quiero decir. Pero usted
es sólo un hombre...
Montag se vio en los ojos de la muchacha, suspendido en dos gotas brillantes
de agua clara, oscuro y pequeñito, con todos los detalles, las
arrugas alrededor de la boca, completo, como si estuviese encerrado en
el interior de dos milagrosas bolitas de ámbar, de color violeta.
El rostro de la muchacha, vuelto ahora hacia él, era un frágil
cristal, blanco como la leche, con una luz constante y suave. No era la
luz histérica de la electricidad, sino... ¿qué? Sino
la luz extrañamente amable y rara y suave de una vela. Una vez,
cuando era niño, y faltó la electricidad, su madre encontró
y encendió una última vela, y habían pasado una hora
muy corta redescubriendo que con esa luz el espacio perdía sus
vastas dimensiones y se cerraba alrededor, y en esa hora ellos, madre
e hijo, solos, transformados, habían deseado que la electricidad
no volviese demasiado pronto...
Y entonces Clarisse McClellan dijo:
¿Le importa si le hago una pregunta? ¿Desde cuándo
es usted bombero?
Desde que tenía veinte años, hace diez.
¿Leyó alguna vez alguno de los libros que quema?
Montag se rió.
Lo prohíbe la ley.
Oh, claro.
Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay, el miércoles
a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas,
luego quemar las cenizas. Ese es nuestro lema oficial.
Caminaron un poco más y la niña dijo:
¿Es verdad que hace muchos años los bomberos apagaban
el fuego en vez de encenderlo?
No, las casas siempre han sido incombustibles.
Qué raro. Oí decir que hace muchos años las
casas se quemaban a veces por accidente y llamaban a los bomberos para
parar las llamas.
El hombre se echó a reír. La muchacha lo miró brevemente.
¿Por qué se ríe?
No sé dijo Montag, comenzó a reírse otra
vez y se interrumpió. ¿Por qué?
Se ríe aunque yo no haya dicho nada gracioso y me contesta
enseguida. Nunca se para a pensar lo que le he preguntado.
Montag se detuvo.
Eres muy rara dijo mirando a la niña. Bastante
irrespetuosa.
No quise insultarlo. Ocurre que observo demasiado a la gente.
Bueno, ¿esto no significa nada para ti?
Montag se golpeó con la punta de los dedos el número 451
bordado en la manga de color de carbón.
Sí murmuró la muchacha, y apresuró el
paso. ¿Ha visto alguna vez los coches de turbinas que pasan
por esa avenida?
¡Estás cambiando de tema!
A veces pienso que los automovilistas no saben qué es la
hierba o las flores, pues nunca las ven lentamente dijo la muchacha.
Si usted les señala una mancha verde, ¡oh, sí!, dicen,
¡eso es hierba! ¿Una mancha rosada? ¡Un jardín
de rosales! Las manchas blancas son edificios. Las manchas oscuras son
vacas. Una vez mi tío pasó lentamente en coche por una carretera.
Iba a sesenta kilómetros por hora y lo tuvieron dos días
en la cárcel. ¿No es gracioso, y triste también?
Piensas demasiado dijo Montag, incómodo.
Casi nunca miro la televisión mural, ni voy a las carreras,
ni a los parques de diversiones. Me sobra tiempo para pensar cosas raras.
¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada
de la ciudad? ¿Sabe que antes eran sólo de quince metros?
Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron
que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto.
Montag rió nerviosamente.
¡No lo sabía!
Apuesto a que sé algo más que usted no sabe. Hay rocío
en la hierba a la mañana.
Montag no pudo recordar si lo sabía y se puso de muy mal humor.
Y si usted mira bien la muchacha señaló el cielo
con la cabeza, hay un hombre en la luna. Montag no miraba la luna
desde hacía años.
Recorrieron el resto del camino en silencio; el de Clarisse era un silencio
pensativo; el de Montag algo así como un silencio de puños
apretados, e incómodo, desde el que lanzaba a la muchacha unas
miradas acusadoras. Cuando llegaron a la casa de Clarisse, todas las luces
estaban encendidas.
¿Qué ocurre?
Montag había visto muy pocas veces una casa tan iluminada.
Oh, son mis padres que hablan con mi tío. Es como pasearse
a pie, sólo que mucho más raro. Mi tío fue arrestado
el otro día por pasearse a pie, ¿no se lo dije? Oh, somos
muy raros.
¿Pero de qué hablan?
Clarisse se rió.
¡Buenas noches! dijo, y echó a caminar. Luego,
como si recordara algo, se volvió hacia Montag y lo miró
con curiosidad y asombro. ¿Es usted feliz? le preguntó.
¿Soy qué? exclamó Montag.
Pero la muchacha había desaparecido, corriendo a la luz de la luna.
La puerta de la casa se cerró suavemente.
¡Feliz!
¡Qué tontería!
Montag dejó de reír.
Metió la mano en el guante-cerradura de la puerta y esperó
a que le reconociera los dedos. La puerta se abrió de par en par.
Claro que soy feliz. Por supuesto. ¿No lo soy acaso? preguntó
a las habitaciones silenciosas. Se quedó mirando la rejilla del
ventilador, en el vestíbulo y recordó, de pronto, que había
algo oculto en la rejilla, algo que ahora parecía mirarlo. Apartó
rápidamente los ojos.
Qué encuentro extraño en una noche extraña. No recordaba
nada parecido, salvo aquella tarde, hacía un año, cuando
se había encontrado con un viejo en el parque, y tuvieron aquella
conversación...
Montag sacudió la cabeza. Miró la pared desnuda. El rostro
de Clarisse estaba allí, realmente hermoso en el recuerdo, asombroso
de veras. Era un rostro muy tenue, como la esfera de un relojito vislumbrado
débilmente en una habitación oscura en medio de la noche,
cuando uno se despierta para ver la hora y ve el reloj que le dice a uno
la hora y el minuto y el segundo, con un silencio blanco, y una luz, con
entera certeza, y sabiendo qué debe decir de la noche que se desliza
rápidamente hacia una próxima oscuridad, pero también
hacia un nuevo sol.
¿Qué pasa? preguntó Montag como si estuviese
hablándole a ese otro yo, a ese idiota subconsciente que balbucea
a veces separado de la voluntad, la costumbre y la conciencia.
Miró otra vez la pared. Qué parecido a un espejo, también,
ese rostro. Imposible, ¿pues a cuántos conoces que reflejen
tu propia luz? La gente es más a menudo buscó un símil
y lo encontró en su trabajo una antorcha que arde hasta apagarse.
¿Cuántas veces la gente toma y te devuelve tu propia expresión,
tus más escondidos y temblorosos pensamientos?
Qué increíble poder de identificación tenía
la muchacha. Era como esa silenciosa espectadora de un teatro de títeres
que anticipa, antes de que aparezcan en escena, el temblor de las pestañas,
la agitación de las manos, el estremecimiento de los dedos. ¿Cuánto
tiempo habían caminado? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Qué
largo sin embargo parecía ese tiempo ahora. Qué inmensa
la figura de la muchacha en la escena, ante él. Y el cuerpo delgado,
¡qué sombra arrojaba sobre el muro! Montag sintió
que si a él le picaba un ojo, la muchacha comenzaría a parpadear.
Y que si se le movían ligeramente las mandíbulas, la muchacha
bostezaría antes que él.
Pero cómo, se dijo, ahora que lo pienso casi parecía que
me estaba esperando en la esquina, tan condenadamente tarde...
Abrió
la puerta del dormitorio. Era como entrar en la cámara fría
y marmórea de un mausoleo, cuando ya se ha puesto la luna. Oscuridad
completa; ni un solo rayo del plateado mundo exterior; las ventanas herméticamente
cerradas; un universo sepulcral donde no penetraban los ruidos de la ciudad.
El cuarto no estaba vacío.
Escuchó.
El baile delicado de un mosquito zumbaba en el aire; el eléctrico
murmullo de una avispa animaba el nido tibio, de un raro color rosado.
La música se oía casi claramente.
Montag podía seguir la melodía.
Sintió de pronto que la sonrisa se le borraba, se fundía,
se doblaba sobre sí misma como una cáscara blanda, como
la cera de un cirio fantástico que ha ardido demasiado tiempo,
y ahora se apaga, y ahora se derrumba. Oscuridad. No era feliz. No era
feliz. Se lo dijo a sí mismo. Lo reconoció. Había
llevado su felicidad como una máscara y la muchacha había
huido con la máscara y él no podía ir a golpearle
la puerta y pedírsela.
Sin encender la luz imaginó el aspecto del cuarto. Su mujer estirada
en la cama, descubierta y fría, como un cuerpo extendido sobre
la tapa de un ataúd, con los ojos inmóviles, fijos en el
cielo raso por invisibles hilos de acero. Y en las orejas, muy adentro,
los caracolitos, las radios de dedal, y un océano electrónico
de sonido, música y charla y música y música y charla,
que golpeaba y golpeaba la costa de aquella mente en vela. El cuarto estaba
en realidad vacío. Todas las noches entraban las olas, y sus grandes
mareas de sonido llevaban a Mildred flotando y con los ojos abiertos hacia
la mañana. No había pasado una sola noche en estos dos últimos
años sin que Mildred no se hubiese bañado en ese océano,
no se hubiese sumergido en él, alegremente, hasta tres veces.
Hacía frío en el cuarto, pero sin embargo Montag sentía
que no podía respirar. No quería abrir las cortinas ni la
ventana balcón, pues no deseaba que la luna entrara en el cuarto.
De modo que sintiéndose como un hombre que va a morir en la próxima
hora por falta de aire, se encaminó hacia su cama abierta, vacía,
y por lo tanto helada.
Un instante antes de golpear con el pie el objeto caído en el piso,
Montag ya sabía que iba a golpearlo. Fue algo similar a lo que
había sentido antes de doblar la esquina y derribar casi a la muchacha.
El pie envió hacia adelante ciertas vibraciones y, mientras se
balanceaba en el aire, recibió los ecos de una menuda barrera.
El pie tropezó. El objeto emitió un sonido apagado y resbaló
en la oscuridad.
Montag se quedó inmóvil y tieso, y escuchó a la mujer
acostada en la cama oscura, envuelta por aquella noche totalmente uniforme.
El aire que salía de la nariz era tan débil que movía
solamente los flecos más lejanos de la existencia, una hojita,
una pluma oscura, un solo cabello.
Montag no deseaba, ni aún ahora, la luz de afuera. Sacó
su encendedor, tocó la salamandra grabada en el disco de plata,
la apretó...
A la luz de la llamita, dos piedras lunares miraron a Montag, dos pálidas
piedras lunares en el fondo de un arroyo de agua clara sobre el que corría
la vida del mundo, sin tocar las piedras...
¡Mildred!
El rostro de Mildred era como una isla cubierta de nieve donde podía
caer la lluvia, pero que no sentía la lluvia; donde las nubes podían
pasear sus móviles sombras, pero que no sentía la sombra.
Era sólo esa música de avispas diminutas en los oídos
herméticamente cerrados, y unos ojos de vidrio, y el débil
aliento que le salía y entraba por la nariz. Y a ella no le importaba
si el aliento venía o se iba, se iba o venía.
El objeto que Montag había empujado con el pie, brillaba ahora
bajo el borde de su propia cama. Era el frasco de tabletas de dormir que
hoy temprano había contenido una treintena de cápsulas y
que yacía destapado y vacío a la luz de la llama diminuta.
Mientras Montag estaba allí, de pie, el cielo chilló sobre
la casa. Fue un tremendo rasguido, como si las manos de un gigante hubiesen
desgarrado diez kilómetros de lienzo. Montag sintió como
si lo hubiesen partido en dos, de arriba a abajo. Los bombarderos de reacción
pasaban allá arriba, pasaban, pasaban, uno dos, uno dos, seis aparatos,
nueve aparatos, doce aparatos, uno y uno y uno y otro y otro y otro, y
le gritaban a él, a Montag. Abrió la boca y dejó
que el chillido de las turbinas le entrara y saliera por entre los dientes.
La casa se sacudió. La llama se le apagó en la mano. Las
piedras lunares se desvanecieron. Montag sintió que su mano se
acercaba al teléfono.
Los aviones se habían ido. Montag sintió que movía
los labios rozando la embocadura del teléfono.
Hospital de emergencia.
Un terrible suspiro.
Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas
por las negras turbinas y que a la mañana siguiente la tierra estaría
cubierta por el polvo de esos astros, como una nieve extraña. Eso
pensó, tontamente, mientras estaba allí, de pie, estremeciéndose
en la sombra, y movía y movía los labios.
Se
reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.
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