Por Martín
Pérez
Una de las escenas más recordadas de la última Misión
imposible es aquella en la que se puede ver a Tom Cruise aferrándose
a una montaña con sólo una mano. Pese a la supuesta tensión,
la versión del alpinismo que ofrece el film es tan irreal que tal
vez ningún espectador se sorprendería si el buen Tom sostuviese
un martini en la mano que le queda libre. Y eso no sólo es porque
Cruise es más Bond que otra cosa en el film de Woo, sino también
porque esa escena claramente no se refiere a nada parecido al alpinismo.
Sin embargo, especialmente para quienes hayan confundido las prioridades,
Límite vertical reescribe aquella escena más fantástica
que alpina desde su contundente y dramático prólogo.
El film del neocelandés Martin Campbell (GoldenEye y La máscara
del Zorro) comienza casi en la misma ladera rocosa, empinada y estadounidense
de la que colgaba Cruise. Sólo que esta vez no hay guantes ni tiza,
sino una familia de alpinistas con sus tanzas, cuerdas y demás.
Incluso una cámara de fotos con la que persiguen a un águila
mientras cantan canciones de los Eagles. Semejante clima publicitario
es quebrado por un breve y fatal drama que perseguirá a los jóvenes
sobrevivientes durante el resto del film, cuyo escenario tres años
más tarde cambiará la aridez del desierto norteamericano
por la gélida cordillera Karakoram, ubicada en Pakistán.
Allí es donde se encuentra el monte GodwinAusten más
conocido como K2, la segunda montaña más alta del
mundo, pero cuya conquista es considerada dentro del mundo del alpinismo
mucho más complicada que la del Everest.
Más allá del drama de los hermanos Peter (Chris ODonnell)
y Annie (Robin Tunney) Garrett, la historia que cuenta Límite vertical
es la de una nueva conquista del K2, liderada por un multimillonario (encarnado
por Bill Paxton) que aspira a llegar a la cima como un truco publicitario
para uno de sus emprendimientos. Manejando muy bien la presentación
de ambientes y personajes, Campbell alcanza a construir en la primera
mitad de su film el escenario perfecto para una aventura llena de tensión
y dilemas morales como es cualquier deporte, y más uno de riesgo
como el alpinismo. Como muy buena compañía para el rostro
de bueno de ODonnell y la carita de chica PolKa de Tunney,
aparecen en la historia brillantes personajes secundarios como el intrigante
Montgomery Wick (Scott Glenn), el gran personaje dramático del
film. O los australianos hermanos Bench, dedicados a tomar sol desnudos,
destilar alcohol y hacer flamear la bandera rasta en Pakistán.
También hace su aparición la ex chica Bond Izabella Scorpuco,
que interpreta a Monique, una chica de carácter. No le hagas
caso, le dicen los hermanos Bench a Peter con respecto a ella. Es
francocanadiense. Los días que es canadiense es encantadora,
pero cuando se despierta francesa no hay quién la aguante.
Aprovechando la miniNaciones Unidas que es cualquier campamento
de alpinismo, Campbell no deja de ajustar pintorescas cuentas con el Commonwealth
británico en cada una de las pequeñas referencia sinternacionales
del film, y al mismo tiempo no deja de hacer un guiño cinéfilo
hacia el clásico El salario del miedo cuando llega el momento del
rescate que es el centro dramático del film. Sin embargo, a pesar
de haber tensado con propiedad cada uno de los nervios dramáticos
de la trama, es a partir de que comienza la verdadera acción cuando
queda en claro el límite del cine del Hollywood actual. Lejos de
confiar en la tensión de cada de los recovecos humanos de un guión
construido con cierto cuidado y habilidad, comienzan las explosiones,
caídas y derrumbes que sólo retrasan y sobrecargan un desenlace
que no necesitaba tanto circo, cuando podía dejar que las cosas
se deslizasen bajo su propio peso. Pero los ejecutivos no confían
ni en el cine ni en su público. Sólo en los efectos especiales.
Algo que sabe muy bien el espectacular Woo, que con su tiza y sus guantecitos
al menos puede vanagloriarse que entre otras cosas sabe recorrer
hasta el final cada uno de los caminos que va construyendo.
Para Bocca no hay
Colón
El realizador Alberto Lecchi decidió no hacer la película
que iba a protagonizar Julio Bocca ante la dificultad de filmar
en el Teatro Colón, que iba a ser el principal escenario.
El film se iba a llamar Danza bajo la piel, Oneguín e iba
ser un policial ambientado en el mundo del baile. El director de
Apariencias y Nueces para el amor tenía planeado comenzar
a filmar en febrero la historia con Bocca, Enrique Pinti, Norma
Aleandro, Valentina Bassi, Nicolás Pauls y el Ballet Argentino.
Un comunicado de la productora Zarlek indicó que el rodaje
se suspendió a pesar de ser un proyecto de interés
para el INCAA y a pesar de tener un elenco prestigioso
y de figuras con trascendencia internacional. Según
dijeron los productores, los trámites y negociaciones con
el Colón se habían iniciado en abril de 2000, pero
a ocho días de iniciar la filmación no había
certeza de contar con los días y lugares necesarios en el
teatro ni de los costos que supondrían. Esto incrementó
los riesgos y la incertidumbre de finalizar con éxito el
rodaje. Además, hay que tener en cuenta que el Colón
era un decorado fundamental en la historia y que toda la película
estaba diseñada en base a ello, dijeron en la productora.
|
DUELO
DE TITANES, OTRO FILM DE DEPORTES
La redención de los racistas
Por
Horacio Bernades
¿Puede haber, en Hollywood
y alrededores, algo más convencional que una película de
deportes? Desde que el cine es cine, ya se trate de béisbol, box,
golf, básquet o hockey, tengan o no a Kevin Costner por protagonista,
todos los deportes son buenos a la hora de buscar una metáfora
para ese camino condenado al éxito que es el american dream. Después
de que Oliver Stone viera en él un equivalente moderno de la lucha
grecorromana en Un día cualquiera, el fútbol americano simboliza
ahora la integración racial, la solidaridad a toda prueba y el
espíritu de equipo, en Duelo de titanes, producción modesta
para los estándares que suele manejar Jerry Bruckheimer, factotum
de La roca, Armaggedon y 60 minutos.
Basada en una historia real, dice el consabido cartel del
comienzo, confirmando que, en Hollywood, las historias reales son sospechosamente
iguales a las de ficción. Todo transcurre en Virginia, a comienzos
de los 70, cuando allá en el sur la mera palabra integración
podía sonar a insulto. Es de imaginar el agrado con
que la población blanca de Alexandría recibe a Herman Boone
(Denzel Washington, una vez más símbolo de corrección
política), nuevo entrenador de los Titans, el equipo del lugar.
Algunos quieren lincharlo. Los más moderados, mandarlo de vuelta
a Carolina del Sur, de donde viene precedido por un aura de éxito.
Entre estos, Bill Yoast (Will Patton), que tiene razones bien concretas
para odiar al recién llegado. Como que es el entrenador histórico
de los Titanes, desplazado por esa Gran Esperanza Negra. Como esta es
una producción Disney, no es difícil adivinar que hasta
los más recalcitrantes terminarán idolatrando a Boone y
que la comprensión y tolerancia terminarán por imponerse.
En verdad, no hay nada que no pueda adivinarse en Duelo de titanes, una
película que rehúye toda sorpresa. Ante la primera rencilla
entre jugadores blancos y negros, puede apostarse que, unas escenas más
adelante, unos y otros se reconciliarán, constituyendo todo un
modelo de convivencia democrática. Tampoco se requiere ser clarividente
para anticipar que lo mismo sucederá entre ambos coaches y sus
respectivas familias. El hijo de uno de los grandes racistas del lugar
terminará amando a su contracara, un morocho desconfiado, evitándole
a éste toda posible simpatía con los Panteras Negras. Y
que no venga ningún malpensado a sospechar alguna otra clase de
vinculación amorosa entre ambos: ésta es, se recuerda, una
producción Disney para toda la familia.
No por Disney poco aggiornada, como demuestra la presencia de una niña,
mujer moderna ya a los diez años, por ende fanática de ese
deporte lleno de brutales choques y fracturas. Y ojo, que si Boone muestra
una veta demasiado militarista en su concepción de la disciplina,
ahí está su otro Yoast, flexible y democrático, para
hacer de él un émulo de Sidney Poitier. Cuando la máxima
estrella del equipo sufre un tremendo accidente, ¿habrá
alguien que ignore el surgimiento de un hombre providencial que llevará
a los Titanes la gloria? Boaz Yakin, que con su ópera prima,Fresh,
había hecho abrigar esperanzas a más de uno hace unos años,
se ocupa de recordar cuál es el destino que la industria del cine
reserva a nueve de cada diez realizadores independientes.
Pegando
golpes a ciegas contra Margaret Thatcher
|
En el film, Bob Hoskins pone en
acción un viejo club de box.
|
Por
Luciano Monteagudo
Son las veinticuatro
horas al día, los siete días de la semana que esos muchachones,
recién salidos de la adolescencia, desperdician su vida, sin tener
la más mínima idea de qué hacer con ella. Corren
los tristes, grises años 80 en una pequeña localidad de
provincia de Inglaterra y el peso de la administración Thatcher
y su política neoconservadora se hace sentir con fuerza: desocupación,
desesperanza, abandono... Pareciera que nadie es capaz de hacer algo por
esa gente, pero allí está Alan Darcy (Bob Hoskins) que quizás
porque alguna vez, no hace tanto, fue como ellos siente que no se
puede quedar cruzado de brazos y que vale la pena hacer un esfuerzo. Es
así como se empeña en hacer renacer de sus cenizas el viejo
club de box del pueblo, allí donde él aprendió al
menos cierto sentido del compañerismo. La realidad cotidiana no
se la hace fácil, pero él al menos está dispuesto
a dar batalla.
En su primer largometraje después de dos muy elogiados cortos Wheres
the money Ronnie? y Smalltime, favoritos del circuito de festivales,
el joven director Shane Meadows (25 años cuando filmó 24/siete)
decidió internarse en un paisaje asiduamente transitado por el
cine británico de los últimos años, el de los suburbios
industriales, golpeados por la indiferencia y el cinismo de las políticas
liberales al uso, con la clase trabajadora despojada no sólo de
sus empleos sino también de su dignidad. Ese es el marco que
revisaron films tan dispares como Como caídos del cielo, Tocando
el viento o The Full Monty en el que se empeña el bueno de
Darcy por sacar adelante algo positivo de sus chicos, dándoles
al menos un lugar en el que puedan canalizar su furia contenida, en el
que tengan la posibilidad de compartir un sentido de pertenencia a algo,
aunque más no sea el ring de un club.
Casi a la manera de algún viejo film de la Warner con James Cagney,
en el que el box se convertía en un camino hacia la redención,
en 24/siete también hay personajes arquetípicos, casi estereotipados,
como un padre embrutecido por el alcohol, o un pequeño gangster
de barrio, acompañado por su sumisa muñeca de satén.
No falta tampoco un match que se convierte en una barahúnda generalizada
o algún infructuoso romance del protagonista (Hoskins, siempre
excelente). Pero esos viejos lugares comunes están matizados aquí
por nuevos lugares comunes, como una excursión del grupo a una
localidad cercana, contada a la manera del más convencional de
los videoclips de MTV.
Parece difícil encontrar, más allá de Darcy, personajes
con peso propio en la trama, algo a lo que no contribuye tampoco un uso
fragmentario de los tiempos narrativos, que a veces no hace sino interrumpir
el discurso. Por el contrario, la sutil, cuidada fotografía en
blanco y negro de Ahsley Rowe es capaz de darle al film una cierta identidad
muy particular, entroncada en la British New Wave de los años 60,
como si 24/siete se hubiera propuesto reencontrarse con el espíritu
rebelde de otros tiempos, pero se hubiera quedado apenas en la superficie.
|