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VERANO | 12
Parte de la religión (1)

Ray Milland siempre te mira: The Man With X-Ray Eyes, obra maestra de Roger Corman (1963).

Por Rodrigo Fresán

Ya se sabe: al final de El hombre con los ojos de rayos X, Ray Milland entra a la tienda de un fanático predicador religioso y, siguiendo sus bíblicas instrucciones, se arranca los ojos. Todo esto para decir que las relaciones entre la ciencia-ficción y la Iglesia suelen ser tan extremas como fecundas. Como en tantos otros casos, el detonante literal es el estallido de la bomba atómica que obliga a lectores y escritores a enfrentarse a la súbita fragilidad de la especie y a lanzarse en busca de contundentes respuestas teológicas para responder al interrogante de cómo es que llegamos a esta situación. Así surgen los pequeños grandes libros sobre la cuestión. A Case of Conscience de James Blish y Behold the Man de Michael Moorcock son buenos ejemplos: el primero inaugura el personaje clásico y a repetir del sacerdote enfrentado a extraterrestres y súbitamente enloquecido por ver al Diablo en los detalles; el segundo combina el viaje temporal con un obseso por Jesucristo dispuesto a suplantarlo y cumplir los evangelios hasta la crucifixión al descubrir que el verdadero hijo de María y José no es más que un tarado. Pero tal vez uno de los textos más significativos sea A Canticle for Leibowitz, clásico de Walter M. Miller –hasta entonces un autor menor de cuentos menores– que sorprendió a todos al ser publicado en 1959. Aquí, la acción comienza en unos Estados Unidos devastados por una guerra atómica que tuvo lugar hace seiscientos años. El escaso saber científico ha vuelto a ser custodiado por religiosos preocupados porque no vuelva a repetirse el Apocalipsis y adoradores del beato I.E. Leibowitz de quien sólo se conservan algunas sagradas reliquias entre las que se cuentan, por ejemplo, una lista de compras del supermercado. La novela en tres partes -aquí se publica un iluminador fragmento de la primera– termina mil doscientos años más tarde con el hombre otra vez lanzando bombas atómicas y los monjes huyendo hacia las estrellas.
Novela profunda y divertida al mismo tiempo, fue el producto directo de la participación de Miller en el controversial asalto a la abadía de Monte Cassino durante la Segunda Guerra Mundial luego de cincuenta y cinco misiones. En 1997 apareció una tan extraña como apasionante continuación de su ópera magna –Saint Leibowitz and the Wild Horse Woman– luego de que Miller se suicidara. Lo último que hizo fue llamar al 911 para decirles que “hay un cadáver en el jardín y es el mío”. Miller, dicen, era un tipo raro. Muy.

 


 

Cántico por Leibowitz

El director Abel Gance como el Neo-Cristo en su bizarro film de 1930 Le Fin du Monde.

Por Walter M. Miller

El hermano Francis Gerard de Utah nunca hubiese encontrado el documento sagrado si el peregrino del taparrabos no se le hubiera aparecido de pronto en el desierto, donde el joven monje proseguía su ayuno de cuaresma. El hermano Francis nunca había visto un peregrino con taparrabos, pero le bastó una ojeada para descubrir que el personaje parecía realmente auténtico. Era un viejo alto y delgado con báculo, sombrero de paja y una barba revuelta, manchada de amarillo en el mentón. Caminaba cojeando y llevaba un odre pequeño a la espalda. El taparrabos -su única vestimenta, junto con el sombrero y las sandalias– era un andrajo sucio de arpillera.
El peregrino venía arrastrando los pies por la senda quebrada del norte –silbando desafinadamente– y parecía encaminarse a la Abadía de los Hermanos de Leibowitz, diez kilómetros al sur. El peregrino y el monje se vieron a través de una extensión de antiguos escombros. El peregrino dejó de silbar y miró con curiosidad. El monje, sujeto a las reglas de silencio y soledad de los días de cuaresma, apartó rápidamente los ojos y continuó con su trabajo: la construcción de un muro de piedras para proteger de los lobos su habitación provisional. Algo debilitado luego de una dieta de diez días de frutas de cactos, sintió que la cabeza le daba vueltas, y que en el paisaje tembloroso bailaban unas manchas negras. Pensó en un momento si la barbuda aparición no sería un espejismo causado por el hambre, pero al cabo de un rato el peregrino lo llamó animadamente, con una voz agradable y melodiosa:
–¡Olla allay!
La regla del silencio prohibía cualquier respuesta, y el hermano Francis se contentó con sonreír tímidamente, mirando el suelo.
–¿Este camino lleva a la abadía? –preguntó el caminante.
El novicio asintió con un movimiento de cabeza, y extendió la mano para tomar una piedra blanca que parecía un trozo de tiza. El peregrino se adelantó entre los escombros.
–¿Qué hace con esas piedras? –preguntó.
El monje se arrodilló y escribió rápidamente en una piedra grande y chata: Soledad y silencio. Así, si el peregrino sabía leer –lo que era improbable de acuerdo con las estadísticas–, podría comprender que su sola presencia era para el penitente ocasión de pecado, y le haría el favor de retirarse en paz.
–Oh, bien –dijo el peregrino. Se quedó quieto un momento, mirando alrededor hasta que al fin golpeó una piedra grande con el báculo–. Esta parece adecuada –recomendó, amablemente, y luego dijo–. Bien, buena suerte. Y que encuentre la Voz que busca.
El hermano Francis no entendió enseguida que el extraño había querido decir “Voz”, con una V mayúscula, y supuso que el viejo lo había tomado por sordomudo. Echó otra mirada al peregrino que se alejaba silbando, se apresuró a bendecirlo en silencio deseándole buen viaje, y volvió a su trabajo con las piedras. Estaba preparando un refugio del tamaño de un ataúd para poder dormir de noche sin ofrecer un buen bocado a los lobos.
Un rebaño celeste de cúmulos que iba a dejar caer sus húmedas bendiciones en la montaña, luego de haber tentado cruelmente al desierto, protegió un instante al monje de los rayos ardientes del sol. El hermano Francis se apresuró a terminar el trabajo, puntuando todos sus movimientos con oraciones susurradas que solicitaban la certidumbre de una vocación segura, pues ésta era la meta a la que esperaba llegar mientras ayunaba en el desierto.
Al fin alzó la roca que le había sugerido el peregrino.
El color encendido se le fue de la cara. Dio un paso atrás y dejó caer la piedra como si hubiera dejado al descubierto un nido de serpientes.
Una caja de metal oxidada asomaba entre los escombros... sólo una caja de metal oxidada. El monje se acercó a la caja curiosamente, y se detuvo. Había cosas que luego eran Cosas. Se persignó rápidamente, y murmuró una breve oración en latín. Fortificado de este modo, le habló directamente a la caja.
–Apage, Satanas!
Amenazó a la caja con el pesado crucifijo de su rosario.
–¡Desaparece, oh Vil Seductor!
Sacó subrepticiamente de entre las ropas un minúsculo hisopo y roció la caja con agua bendita antes que ésta reaccionase.
–Si eres una criatura del demonio, ¡vete!
La caja no mostró signos de querer desaparecer, y no estalló tampoco, ni se fundió, ni exudó líquidos blasfemos. No se movió de su sitio, y dejó que el viento del desierto evaporase las gotitas santificantes.
–Así sea –dijo el hermano, y se arrodilló para extraer la caja.
Sentado entre los escombros, pasó casi una hora tratando de abrirla, empleando una piedra como martillo. Se le ocurrió que una reliquia arqueológica semejante –pues era obviamente eso– podía ser un signo que le enviaba el cielo para confirmarle su vocación. Enseguida, sin embargo, apartó ese pensamiento, recordando que el abate le había advertido seriamente contra toda esperanza de una revelación personal de naturaleza espectacular. En verdad, había dejado la abadía para ayunar y hacer penitencia durante cuarenta días esperando ser recompensado con un llamado a tomar las Santas Ordenes; pero esperar una visión o una voz que gritase: “Francis, ¿dónde estás?”, hubiese sido una vana presunción. Demasiados novicios volvían de las vigilias del desierto con historias de premoniciones, signos y visiones celestes, y el buen abate había tenido que adoptar una firme política en relación con estos pretendidos milagros. Sólo el Vaticano estaba autorizado a decidir la autenticidad de hechos semejantes. “Una insolación no es indicación suficiente de que estéis preparados para tomar los solemnes votos de la orden”, había gruñido. Y era cierto en verdad que los llamados del cielo llegaban sólo muy raramente por otros medios que el oído interior, como la coagulación gradual de una certidumbre interior.
Sin embargo, el hermano Francis no podía impedir que sus manos tocaran la caja con todo el respeto posible, mientras la golpeaba.
La caja se abrió de pronto, desparramando parte del contenido, y el monje se quedó mirando largo rato sin atreverse a tocar, y sintiendo que un escalofrío le recorría la médula. ¡La Antigüedad misma iba a revelársele! Apasionado de la arqueología, apenas se atrevía a aceptar el testimonio de su vista fatigada. El hermano Jeris enfermaría de envidia, se dijo, pero se arrepintió enseguida de este pensamiento poco caritativo y agradeció al Cielo haber encontrado un tesoro semejante.
Al fin tocó cautelosamente los objetos, ordenándolos en grupos. Merced a sus estudios era capaz de reconocer un destornillador –instrumento usado en otro tiempo para introducir en la madera trozos fileteados de metal– y un par de pinzas, con hojas no mayores que una uña, pero bastante fuertes como para cortar metales blandos, o huesos. Había también una herramienta rara con un mango podrido de madera y una pesada cabeza de cobre a la que se habían adherido unas escamas de plomo; pero el monje no pudo reconocerla. Lo mismo le ocurrió con un panecillo toroidal de una materia gomosa y negra, demasiado deteriorada por los siglos. La caja contenía además trozos raros de metal, vidrio roto, y algunas de esas cosas minúsculas, tubulares, de bigotes metálicos, preciados amuletos para los paganos de las montañas, pero que de acuerdo con la opinión de algunos arqueólogos eran restos de la legendaria machina analytica, supuestamente anterior al Diluvio de Fuego.
El hermano Francis examinó cuidadosamente estos y otros objetos y los fue poniendo en la piedra chata. Había dejado los documentos para el final. Los documentos, como siempre, eran lo más valioso, pues muy pocos papeles habían sobrevivido a los furiosos incendios de la Edad de la Simplificación, cuando aún los textos sagrados se habían retorcido y ennegrecido, transformándose en humo y cenizas mientras las multitudes ignorantes clamaban venganza.
En la caja había dos grandes documentos plegados y tres notas manuscritas. El papel era en todos frágil y reseco, y el hermano Francis los tocó muy suavemente, protegiéndolos del viento con sus vestiduras. Apenas podían leerse, y estaban redactados en inglés antediluviano, esa lengua que ahora sólo se usaba, junto con el latín, en los monasterios y en los ritos litúrgicos. El hermano Francis los descifró lentamente, reconociendo las palabras, pero sin entender muy bien su significado. Una nota decía: 1/2 kilo de salchichón, una lata de kraut para Emma. La otra ordenaba: No olvidar el formulario 1040 para la declaración de impuestos. La nota tercera era sólo una columna de números con un total señalado con un círculo, al que se le había restado otra cantidad, luego seguía un tanto por ciento y la palabra ¡maldición! De todo, el hermano Francis no pudo deducir nada, salvo verificar la aritmética, que era correcta.
De los dos papeles más grandes, uno era un rollo muy apretado que se deshizo en pedazos cuando el monje trató de abrirlo; pudo descubrir las palabras CARRERAS DEL HIPODROMO DE, y nada más. Dejó el documento en la caja para restaurarlo más tarde.
El otro documento mayor era un papel doblado, con los pliegues tan quebradizos que el monje tuvo que contentarse con apartar cuidadosamente las hojas y espiar entre ellas.
Un diagrama... ¡una red de líneas blancas en papel oscuro!
El monje sintió otra vez el escalofrío en la médula. Era un plano, esa clase cada vez más rara de documentos antiguos tan apreciada por los estudiosos de la antigüedad, y también tan difícil de descifrar.
Y como si el hallazgo solo no fuese una bendición, entre las palabras escritas en un rectángulo, en la parte inferior del documento, estaba el nombre del fundador de su orden: ¡el bienaventurado Leibowitz en persona!
El monje estaba tan contento que movía desordenadamente las manos, y parecía que en cualquier momento fuese a desgarrar el papel. Recordó las últimas palabras del peregrino: “Que encuentre la Voz que busca”. La Voz realmente, con una V mayúscula y formada por las alas de una paloma que descendía, e iluminada con tres colores sobre un fondo de oro. V como en Vere dignum y en Vidi aquam, palabras que encabezaban una página en el misal. V, vio el hermano Francis muy claramente, como en Vocación.
Echó otra mirada para asegurarse de que era así, y murmuró:
–Beate Leibowitz, ora pro me. Sancte Leibowitz, exaudi me...
Esta última invocación era en realidad un poco atrevida, ya que el fundador de la orden aún no había sido canonizado santo.
Olvidando las advertencias del abad, el hermano Francis se puso rápidamente de pie y miró hacia el sur por encima de los resplandecientes terrenos, en la dirección que había tomado el peregrino del taparrabos. Pero el hombre había desaparecido hacía rato. Seguramente un ángel de Dios, si no el bendito Leibowitz en persona, ¿pues no había revelado la presencia del milagroso tesoro señalando la roca, indicándole que la sacase de allí, y murmurando aquella despedida profética?
El hermano Francis se quedó de pie sumido en sus meditaciones, hasta que el sol manchó de rojo las montañas y la noche amenazó con sus sombras. Al fin se movió y se acordó de los lobos. El milagro de la caja no lo amparaba probablemente contra el ataque de las bestias, y se apresuró a terminar el refugio antes que la oscuridad cayera en el desierto. Cuando aparecieron las estrellas, reanimó el fuego y recogió en los cactos vecinos las menudas bayas violáceas que eran su único alimento, excepto el puñado de granos de trigo que le traía cada sábado un sacerdote. El hermano Francis se sorprendía a menudo mirando ávidamente los lagartos que se escurrían entre las rocas, y su sueño era perturbado por pesadillas de gula.
Pero esta noche el hambre lo perturbaba menos que la impaciente necesidad de volver corriendo a la abadía y anunciar a la hermandad el maravilloso hallazgo. Esto, por supuesto, era imposible. Vocación o no, tenía que quedarse allí hasta el fin del ayuno... y continuar como si no hubiese ocurrido nada extraordinario.
Una catedral se alzará en este sitio, pensó soñadoramente mientras se sentaba junto al fuego. Ya casi la veía, sobre las ruinas de la antigua ciudad, con sus magníficos campanarios, visibles desde varios kilómetros a la redonda.
Pero las catedrales eran para multitudes humanas. En el desierto, en cambio, sólo vivían cazadores solitarios, y los monjes de la abadía. Imaginó un santuario, y atractivas columnas de peregrinos vestidos con un taparrabos... El hermano Francis cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó, el fuego era sólo unos tizones rojos. Había algo raro en la noche. ¿Estaba completamente solo? Parpadeó en la oscuridad, mirando.
Del otro lado de las brasas rojas el lobo negro le devolvió la mirada. El monje ahogó un grito y corrió a esconderse a su refugio.
El grito, decidió mientras se tendía temblando en el ataúd de piedra, no había sido realmente una infracción a la regla del silencio. Apretó la caja de metal contra el pecho y rogó que los días de ayuno pasaran rápidamente. Mientras, unas patas con garras rascaban las piedras del refugio.

De Revista Minotauro. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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