Por
Rodrigo Fresán
Resulta
paradójico pero no tanto que toda la ciencia-ficción
y su a dónde vamos no sea nada más que el espejo en el que
se refleja una pulsión mucho más primitiva y eternamente
pretérita: ¿de dónde venimos? La idea, claro, es
buscar a Dios el Gran Extraterrestre Original, el Alien Definitivo
que todo lo define y, de ser posible, encontrarlo. Por el camino
aparecen entonces todos esos científicos locos que parten de Frankenstein,
se continúan en Jeckyll y van a dar a Moreau que no son más
que variaciones humanas y por lo tanto erróneas, imperfectas
de aquel padre que alguna vez nos consideró su proyecto más
entretenido y prometedor para, enseguida, pasar a otro tema muy lejano
y lejos de aquí.
De ahí que hijos de un padre científico y cada vez
más aparentemente ficticio el género no deje de invocarlo
una y otra vez desde sus catedrales. Así, sagas de varios tomos
sobre la construcción de mesías alternativos (el Dune de
Frank Hebert, los Libros del Sol Nuevo de Gene Wolfe, o los viajes a Hyperion
de Dan Simmons tal vez sean los ejemplos más célebres) se
funden sin problemas con las paranoicas especulaciones cosmo-ácido-teológicas
del último Philip K. Dick quien creía en Valis, un Dios
doble y amnésico que, por lo tanto, se había olvidado de
ser Dios y vivía esclavizado por su propio Artefacto
encarnado en Richard Nixon. La Tierra, por supuesto, es el Infierno y
Cristo fue una micro-forma de perfección enviada a
nuestro universo imperfecto para curarlo. Algo salió mal. Pasen
al fondo, hay lugar para todos.
El señor de la luz de Roger Zelazny publicada en el psicodélico
y oriental año de 1967 es una curiosa combinación
de ambas vertientes: en un planeta lejano, los dioses caminan con la gracia
de hombres sin por eso renunciar a poderes divinos. Sus nombres incluyen
a los de Brahma, Kali, Krishna y un tal Buda que prefiere que le digan,
simplemente, Sam. ¿Quiénes son? ¿Son
humanos que, valiéndose de alta tecnología, decidieron representar
a dioses exóticos? Mientras tanto y hasta entonces los especialistas
en la antimateria predicen para los próximos años un cada
vez más creciente interés en el estudio de la Cábala
y el Taoísmo, un considerable avance del Islam (mayores índices
de natalidad por esos lados y una más profunda disciplina a la
hora de adorar) y una inevitable crisis de catolicismo ante los cada vez
más divinos avances científicos. Se impondrá la costumbre
de viajes espirituales a diferentes santuarios olvidando la cita dominguera
y abundarán las religiones de diseño estilo New Age y a
medida: cada cual, cada cual, atiende a su dios. Y no es chiste
por teléfono.
El
señor de la luz
William
Hurt, científico mesiánico, en Altered States (1980).
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Por Roger
Zelazny
Los prosélitos
lo llamaban Mahasamatman y decían que era un dios. Sin embargo,
optó por dejar de lado el Maha- y el -atman y llamarse Sam. Nunca
dijo ser un dios. Pero nunca negó ser un dios. Dadas las circunstancias,
admitir cualquiera de las dos cosas no hubiera traído ningún
beneficio. Sí, en cambio, lo traía el silencio.
Lo envolvía, pues, un aura de misterio.
Fue en la estación de las lluvias...
Fue en la época en que arrecian las aguas...
Fue en la temporada de las lluvias cuando las oraciones de los monjes
se elevaron, no mediante la pulsación de nudosas cuerdas o la rotación
de las ruedas, sino mediante la gran máquina de orar del monasterio
de Ratri, diosa de la Noche.
Las plegarias de alta frecuencia penetraron y sobrepasaron la atmósfera
hasta internarse en esa nube dorada llamada el Puente de los Dioses, que
ciñe el mundo entero, y sólo se ve por las noches como un
arco iris de bronce: el sitio donde el sol cambia de rojo a naranja al
mediodía.
Algunos monjes no creían que esta técnica oratoria fuera
muy ortodoxa, pero el constructor y operador de la máquina era
Yama-Dharma, caído de la Ciudad Celestial, quien, según
se decía, hacía siglos había construido el carro
de trueno del Señor Shiva, ese artefacto que volaba por el cielo
vomitando estelas de llamas.
Aunque estaba en desgracia, Yama aún era juzgado el más
poderoso de los artífices, si bien era indudable que los Dioses
de la Ciudad lo condenarían a la muerte verdadera si se enteraban
de la existencia de la máquina de orar. Por otra parte, era indudable
que los Dioses de la Ciudad lo condenarían igualmente a la muerte
verdadera sin la excusa de la máquina de orar, en el caso de que
llegaran a apoderarse de él. A Yama, en última instancia,
le incumbía arreglar ese asunto con los Señores del Karma,
pero nadie dudaba de que llegada la hora encontraría una salida.
Tenía la mitad de años que la Ciudad Celestial, y no pasaban
de diez los dioses que recordaban la fundación de esa morada. Se
sabía que Yama conocía las modalidades del Fuego Universal
aún mejor que el Señor Kubera. Pero estos eran Atributos
menores.
Se lo conocía sobre todo por otra cosa, aunque pocos hombres la
mencionaban. Alto pero no en exceso, corpulento pero no pesado, se movía
con lentitud y fluidez. Vestía de rojo y hablaba poco.
Atendía la máquina de orar, mientras el gigantesco loto
metálico que había erigido en la cima del techo del monasterio
daba vueltas y vueltas.
Un leve aguacero bañaba el edificio, el loto y la jungla al pie
de las montañas. Hacía seis días que emitía
kilovatios de plegarias, pero la estática impedía que lo
escucharan en Las Alturas. Ya sin aliento, llamó a las deidades
más notables de la fertilidad eléctrica, invocándolas
por sus Atributos más prominentes.
El rumor del trueno fue la única respuesta, y el pequeño
mono que lo ayudaba ahogó una carcajada.
Tanto tus plegarias como tus maldiciones, oh Señor Yama,
alcanzan el mismo resultado comentó el mono. Es decir,
ninguno.
¿Y te llevó diecisiete encarnaciones llegar a esa
verdad? dijo Yama-. Ahora entiendo por qué eres todavía
un mono.
De ningún modo dijo el mono, que se llamaba Tak.
En mi caída, menos espectacular que la tuya, hubo cierta malicia
personal de parte...
¡Basta! dijo Yama, volviéndole la espalda.
Tak advirtió que quizás había puesto el dedo en la
llaga. En busca de otro tema de conversación, fue a la ventana,
se encaramó sobre el vasto antepecho y observó el cielo.
Hay una hendidura en las nubes, hacia el oeste.
Yama se acercó, miró adonde le indicaban, frunció
las cejas y asintió.
Sí dijo. Quédate donde estás y
avísame.
Se acercó a una consola de controles.
El loto metálico dejó de girar y enfrentó el retazo
de cielo desnudo. Muy bien dijo Yama. Tenemos algún
contacto.
Recorrió con la mano otro panel, movió una serie de interruptores,
ajustó un par de perillas.
Abajo, en los cavernosos sótanos del monasterio, recibieron la
señal y prepararon a la anfitriona.
¡Las nubes vuelven a cerrarse! gritó Tak.
Ahora no importa dijo el otro. Ya lo pescamos. Ahí
viene, del Nirvana al loto.
Restallaron más truenos, y la lluvia azotó el loto como
granizo. Unos siseantes relámpagos azules serpearon sobre la cima
de los montes.
Yama cerró un circuito.
¿Cómo le caerá tener que usar otra vez un cuerpo?
preguntó Tak.
¿Por qué no te vas a pelar plátanos con los
pies?
Tak entendió que lo despedían y abandonó la cámara,
mientras Yama tapaba la máquina. Enfiló por un corredor
y descendió por una amplia escalera. Cuando llegó al rellano,
oyó un rumor de voces y un susurro de sandalias que se acercaban
desde una sala lateral.
Sin vacilar se trepó a la pared, aferrándose a una serie
de panteras talladas y a una fila de elefantes. Se montó a una
viga y aguardó, inmóvil, oculto en un cono de sombra.
Dos monjes con túnica oscura entraron por la galería.
¿Por qué ella no puede despejarles el cielo? dijo
el primero.
El otro, un hombre de más edad y más corpulento, se encogió
de hombros.
No soy un sabio que pueda responder a esas preguntas. Es obvio que
ella se siente inquieta, si no nunca les habría cedido este santuario,
ni habría admitido la intervención de Yama. ¿Pero
quién conoce los límites de la noche?
O los caprichos de una mujer dijo el primero. Oí
que ni los sacerdotes sabían que venía.
Es posible. En cualquier caso, parece un buen augurio.
Así parece.
Se internaron en otra galería y Tak prestó atención
al ruido de los pasos, que se perdieron a lo lejos.
Tak no se movió.
Era indudable que los monjes no podían aludir sino a la mismísima
diosa Ratri, adorada por la orden que había ofrecido refugio a
los fieles de Sam, el del Alma Grande, el Iluminado. Ahora había
que incluirla a Ratri también entre los caídos de la Ciudad
Celestial que llevaban un cuerpo mortal. La diosa tenía buenas
razones para lamentar esta situación, y Tak cobró conciencia
del riesgo que corría dando refugio a los fieles y sobre todo presentándose
físicamente durante la operación. La diosa jamás
recobraría el sitial perdido si esto se difundía y ciertas
personas se enteraban. Tak recordó la belleza morena de ojos de
plata que en otro tiempo cruzaba la Avenida del Cielo en un carro lunar
de cromo y marfil, tirado por corceles negros y blancos y conducido por
un auriga también negro y blanco, rivalizando en esplendor con
la misma Saravasti. El mono sintió que el corazón le daba
un brinco dentro del pecho velludo. Tenía que volver a verla. Una
noche, hacía mucho tiempo, en una época más feliz
y con una forma más aceptable, había bailado con la diosa
en un balcón bajo las estrellas. Sólo había sido
un momento. Pero Tak lo recordaba, y no es fácil ser un mono y
tener un recuerdo semejante.
Bajó de la viga.
Había una torre, una torre alta que se elevaba en la esquina nordeste
del monasterio. Dentro de la torre había una cámara, y se
decía que allí moraba la diosa. Todos los días limpiaban
la cámara, cambiaban las sábanas, quemaban incienso y depositaban
dentro una ofrenda votiva al lado de la puerta. Esa puerta estaba habitualmente
cerrada con llave.
La cámara, por supuesto, tenía ventanas. ¿Podría
entrar un hombre por alguna de ellas? Era una pregunta académica.
Un mono podía, según lo demostró Tak. Trepándose
al techo del monasterio, se puso a escalar la torre, saltando entre resbaladizos
ladrillos, entre salientes e irregularidades, mientras arriba el cielo
gruñía como un perro, hasta que al fin se aferró
a la pared bajo el antepecho de una ventana. La lluvia continuaba. Oyó
el canto de un pájaro dentro del cuarto. Vio el extremo de una
bufanda azul y mojada que colgaba del antepecho.
Tomándose del alféizar, se alzó hasta que pudo mirar
adentro.
La diosa estaba de espaldas a la ventana. Vestía un sari azul oscuro
y se había sentado en un banco pequeño, en el extremo opuesto
de la habitación.
Tak se trepó al antepecho y carraspeó.
La diosa se volvió rápidamente. Un velo le ocultaba el rostro,
desdibujándole las facciones. Miró a Tak a través
del velo, y luego se incorporó y atravesó la cámara.
Tak estaba azorado. La silueta de la diosa, antes espigada, era ahora
ancha de cintura; el andar, antes una rama en la brisa, era ahora un anadeo;
la tez parecía demasiado oscura; los perfiles de la nariz y el
mentón eran demasiado prominentes, aun a través del velo.
Tak meneó la cabeza.
Y así te has acercado a nosotros, y con tu venida hemos vuelto
al hogar cantó Tak como las aves vuelven al nido en
el árbol.
Ella esperó de pie, erguida como su propia estatua en la sala principal
de abajo.
Guárdanos de la loba y el lobo, y guárdanos del ladrón,
oh Noche, y que así nuestro tránsito no conozca dificultades.
Ella extendió el brazo lentamente y apoyó la mano en la
cabeza del mono.
Cuenta con mi bendición, pequeño dijo al cabo
de un instante. Lo lamento, pero no puedo darte más. No puedo
ofrecer protección ni conceder belleza, pues yo misma carezco de
esos lujos. ¿Cómo te llamas?
Tak dijo el mono.
La diosa se llevó la mano a la frente.
Una vez conocí a alguien llamado Tak, en otro tiempo, en
otro sitio...
Yo soy ese Tak, señora.
La diosa se sentó en el antepecho. Al rato, Tak advirtió
que estaba llorando, debajo del velo.
No llores, diosa. Aquí lo tienes a Tak. ¿Te acuerdas
de Tak, el de los Archivos? ¿El de la Lanza Brillante? Aquí
está, todavía dispuesto a hacer lo que tú desees.
Tak... dijo ella. ¡Oh, Tak! ¿También
tú? ¡No lo sabía! No me enteré...
Una nueva vuelta de la fortuna, señora, y quién sabe.
Acaso las cosas sean un día aun mejores que antes.
La diosa se encogió de hombros. El tendió la mano y la retiró.
La diosa se volvió y tomó la mano de Tak.
Pasó mucho tiempo, y ella dijo:
El curso normal de los acontecimientos no nos devolverá nuestra
posición ni resolverá el problema, oh Tak de la Lanza Brillante.
Tendremos que abrirnos paso por nuestros propios medios.
¿A qué te refieres? preguntó él.
¿A Sam?
La diosa asintió.
El es el indicado. Es nuestra única esperanza contra el Cielo,
querido Tak. Si responde a nuestro llamado, quizá volvamos a vivir.
¿Por eso te arriesgas, por eso te metes en la mandíbula
del tigre?
¿Por qué otra razón? Cuando no hay esperanzas
verdaderas, tenemos que acuñar esperanzas falsas. La moneda falsa
a veces circula bien.
¿Falsa? ¿Tú no crees que él fue el Buddha?
La diosa se rió, apenas.
Sam fue el mayor charlatán de toda la historia, entre los
dioses y entre los hombres. Es cierto también que Trimurti no conoció
enemigo más digno. ¡No te asombres tanto de lo que digo,
Archivista! Sabes que la tela de la doctrina, el sendero y el fin del
sendero, toda la vestidura, fue robada de fuentes prehistóricas
vedadas. Era un arma, nada más. Parecía fuerte sobre todo
porque no era sincero. Si pudiéramos hacerlo volver...
Señora, santo o charlatán, ha vuelto.
No bromees conmigo, Tak.
Diosa y Señora, acabo de dejar al Señor Yama, quien
cerró la máquina de orar con el ceño fruncido, como
cada vez que triunfa.
Nos enfrentábamos a azares tan poderosos... El Señor
Agni dijo una vez que eso no era posible.
Tak se irguió.
Diosa Ratri declaró, ¿quién, hombre
o dios, o criatura intermedia, sabe más al respecto que Yama?
No tengo ninguna respuesta, Tak, pues no hay respuesta. ¿Pero
cómo puedes estar tan seguro de que atrapó en su red a nuestro
pez?
Porque es Yama.
Entonces dame el brazo, Tak. Vuelve a escoltarme como aquella otra
vez. Contemplemos al Boddhisattva mientras duerme.
Conducida por Tak, la diosa salió del cuarto, bajó las escaleras
y entró en las cámaras subterráneas.
La luz, no
la luz de las antorchas sino la luz de los generadores de Yama, inundaba
la caverna. Tres biombos protegían tres lados del lecho, erguido
sobre una tarima. Casi toda la maquinaria estaba enmascarada por biombos
y cortinados. Los monjes de túnica azafrán caminaban en
silencio por la vasta habitación. Yama, artífice maestro,
estaba junto al lecho.
Cuando ella y Tak se acercaron, algunos de los monjes, tan disciplinados,
tan imperturbables, sofocaron unas breves exclamaciones. Tak se volvió
a la mujer que lo acompañaba, sintió que le faltaba el aire,
y retrocedió un paso.
La mujer ya no era la matrona pequeña y rechoncha con quien había
hablado. Tak volvió a encontrarse junto a la Noche inmortal, de
quien estaba escrito: La diosa ha colmado las vastas profundidades del
espacio. El esplendor de la diosa aparta las tinieblas.
La miró un momento y se cubrió los ojos, pues la diosa mostraba
aún una huella de aquel Aspecto distante.
Diosa... comenzó Tak.
Acerquémonos ordenó ella. Está
por despertar.
Avanzaron hacia el lecho.
Y en ese instante se produjo el despertar (que más tarde sería
retratado en los murales de innumerables pasadizos, tallado en los muros
de los Templos y pintado en los cielos rasos de múltiples palacios)
de quien es conocido por los nombres de Mahasamatman, Kalkin, Manjusri,
Siddharta, Tathagatha, Sujetador de Demonios, Maitreya el Iluminado, Buddha
y Sam. A la izquierda estaba la diosa de la Noche; a la derecha se erguía
la Muerte; Tak, el mono, se encorvaba al pie del lecho, eterno comentario
sobre la coexistencia de lo animal y lo divino.
El Señor de la Luz era de cuerpo regular, tez olivácea y
altura y edad medianas; tenía rasgos proporcionados y comunes;
abrió los párpados, y los ojos eran oscuros.
¡Salve, Señor de la Luz!
Fue Ratri quien pronunció estas palabras.
Los ojos oscuros parpadearon sin fijarse en un punto. Nada se movía
en la cámara.
¡Salve, Mahasamatman... Buddha! dijo Yama.
Los ojos oscuros se fijaron sin ver.
Qué tal, Sam dijo Tak.
La frente se contrajo, los ojos se movieron, miraron a Tak, se volvieron
a los otros.
¿Dónde...? preguntó en un susurro.
En mi monasterio respondió Ratri. El Señor de
la Luz contempló inexpresivamente la belleza de la diosa.
Luego cerró los ojos y apretó los párpados. Se le
arrugó la cara. Una mueca de dolor le convirtió la boca
en un arco tendido, apuntando con las flechas de los dientes.
¿Eres en verdad aquel que hemos nombrado? preguntó
Yama.
No hubo respuesta.
¿Eres aquel que detuvo al ejército del Cielo en las
márgenes del Vedra?
La boca se aflojó.
¿Eres aquel que amó a la diosa de la Muerte?
Los ojos centellaron. Los labios ensayaron una débil sonrisa.
Es él dijo Yama. Y luego: ¿Quién
eres, hombre?
¿Yo? Yo no soy nada respondió el otro.
Una hoja apresada por un torbellino, quizás. Una pluma en el viento...
Qué lástima dijo Yama, pues ya hay bastantes
hojas y plumas en el mundo como para que yo me haya afanado tanto sólo
para acrecentar su número. Yo necesitaba a un hombre, uno que pudiese
continuar la guerra que interrumpió su ausencia... un hombre poderoso,
tan poderoso como para oponerse a la voluntad de los dioses. Pensé
que eras ese hombre.
Yo soy... El Señor de la Luz volvió a mirar
alrededor. Sam. Yo soy Sam. Una vez... hace mucho tiempo... quizá
luché. Muchas veces...
Eras Sam, el del Alma Grande, el Bu ddha. ¿Lo recuerdas?
Puede que sí... Sus ojos se encendieron con un débil
resplandor. Sí dijo Sam. Sí, claro que
sí. El más humilde de los soberbios, el más soberbio
de los humildes. Luché. Durante un tiempo, prediqué el Camino.
Volví a luchar, volví a predicar, fui político, mago,
envenenador... Libré una gran batalla, tan atroz que hasta el sol
se ocultó para no contemplar esa carnicería... con hombres
y dioses, con animales y demonios, con espíritus de la tierra y
del aire, del fuego y del agua, con sagartos y caballos, carros y espadas...
Y perdiste dijo Yama.
Es cierto, perdimos. Pero logramos impresionarlos, ¿no es
así? Tú, dios de la muerte, fuiste mi auriga. Ahora lo recuerdo
todo. Nos tomaron prisioneros y los Señores del Karma iban a juzgarnos.
Tú escapaste mediante la muerte voluntaria y el Camino de la Rueda
Negra. Yo no pude.
Correcto. Tu pasado fue expuesto ante los Señores del Karma.
Fuiste juzgado. Yama observó a los monjes, que ahora estaban
sentados en el suelo, con la cabeza inclinada, y bajó la voz.
Someterte a la muerte verdadera te habría convertido en mártir.
Permitirte estar en el mundo, bajo una forma cualquiera, hubiera abierto
las puertas a tu regreso. De modo que, así como tú te apoderaste
de las enseñanzas del Gautama de otro tiempo y lugar, ellos se
apoderaron de la historia de los últimos días de ese Gautama
entre los hombres. Te juzgaron digno del Nirvana. No te proyectaron a
otro cuerpo, sino a la gran nube magnética que circunda este mundo.
Eso sucedió hace cosa de medio siglo. Oficialmente hoy eres un
avatar de Vishnu, cuyas prédicas fueron mal interpretadas por algunos
prosélitos demasiado fervorosos. Personalmente, continuaste existiendo
como longitudes de onda que se perpetuaban a sí mismas y que yo
logré capturar.
Sam cerró los ojos.
¿Y te atreviste a traerme de vuelta?
Correcto.
Siempre conocí mi situación.
Lo sospechaba.
Sam le echó una mirada fulminante.
¿Y pese a todo te atreviste a sacarme de allí?
Sí.
Sam meneó la cabeza.
En verdad mereces que te llamen el dios de la muerte, Yama-Dharma.
Me has arrancado a la experiencia última. Quebraste sobre la piedra
negra de tu voluntad aquello que está más allá de
toda comprensión y todo mortal esplendor. ¿No pudiste dejarme
como estaba, en el océano del ser?
Hay un mundo que requiere tu humildad, tu piedad, tu sublime enseñanza,
y tu astucia.
Estoy viejo, Yama dijo Sam. En este mundo, soy tan viejo
como el hombre. Fui uno de los Primeros, lo sabes. Uno de los primeros
que vinieron a fundar y construir. Los demás, están todos
muertos, o son dioses... dei ex machinis... También tuve la oportunidad,
pero no quise aprovecharla. Muchas veces. Nunca quise ser un dios, Yama.
De veras. Sólo después, sólo cuando vi lo que estaban
haciendo, traté de desarrollar otros poderes. Pero ya era tarde.
Eran demasiado fuertes. Ahora lo único que quiero es dormir el
sueño de los siglos, volver al Gran Reposo, la beatitud perpetua,
escuchar el cántico de las estrellas a orillas del océano
inconmensurable.
Ratri se inclinó hacia él y lo miró a los ojos.
Te necesitamos, Sam le dijo.
Ya sé, ya sé dijo él. Es el eterno
retorno de la misma anécdota. El caballo es voluntarioso, así
que azúzalo un poco más.
Pero sonreía al decirlo, y ella le besó la frente.
Tak dio un brinco en el aire y rebotó en la cama.
El regocijo de la humanidad observó el Buddha.
Yama le alcanzó un manto y Ratri le trajo unas pantuflas.
Se reproduce
aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.
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