En
la cuadra de casa
Por Mario Wainfeld
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La mujer de Julio
Salinas vende ropa interior en Scalabrini Ortiz entre Güemes y Santa
Fe. Pone la mercadería sobre una manta, ella se sienta en la vereda.
Está embarazada, con pinta de octavo o noveno mes. A Salinas mismo
lo tenía menos visto, pero siempre anda por ahí. De alguna
forma integran el tranquilizante paisaje de esa cuadra, la de mi casa.
El jueves de la semana pasada fue diferente.
Cruzaba distraído, rumbo al almuerzo, al trabajo. Los vi, los oí.
La mujer lloraba, sentadita. Salinas alegaba a los gritos de cara a tres
personas, portadoras de aires de autoridad. Uno de ellos debía
ser contenido porque se le iba encima para pegarle: Luis Alberto Novoa
(funcionario municipal 274947). Novoa venía, con el apoyo de dos
móviles del gobierno de la ciudad y dos agentes de policía,
a decomisar la mercadería. Parecía demasiado imbuido de
su función: más dispuesto a boxear a Salinas que a cumplir
un cometido burocrático. La discusión subía de tono,
pero era todo de palabra. En un momento los municipales tomaron la mercadería
y la llevaron a una camioneta. Salinas se transfiguró, corrió,
forcejeó tirando de la bolsa para evitar que se la llevaran. Dos
policías le cerraron el paso: Hugo Suárez y Francisco Rodríguez.
Gritaron; hubo algún empujón mutuo. Salinas no cejaba. De
pronto, Suárez le hizo desde mi módico saber
una toma: arqueó la cadera, le propinó una zancadilla,
lo tiró al piso. Nada casual, mínimo esfuerzo. El tipo sabía
algo de artes marciales. Entonces Suárez y Rodríguez se
tiraron al piso y empezaron a darle a Salinas. A ojo de bien cubero, Suárez
debe medir 1,85 y pesar 80 kilos. Rodríguez estará siete
centímetros y seis kilos abajo. Salinas andará por el metro
sesenta y dos y pesará sesenta y cinco. Los policías usaban
lo que Mafalda llamaba el palito para abollar ideologías.
No era una pelea pareja. Todo indicaba que no tendrían gran dificultad
en reducir a Salinas, pero no era eso lo que buscaban. Lo que querían
y podían era darle como en bolsa.
Los vecinos, a esa altura seríamos 20, reaccionamos. Hubo gritos,
reclamos imperativos. Algún efecto se logró. Suárez
y Fernández soltaron a Salinas. Lo retuvieron, parado, mientras
llegaban refuerzos. Cinco móviles policiales identificados, más
uno sin identificar. Alrededor de veinte uniformados y una buena media
docena de conspicuos Sérpicos con handies. Vivo en esa cuadra hace
más de cuatro años. Problemas hay. Jamás vi a la
autoridad municipal y policial con un despliegue semejante.
Se desató una larguísima polémica entre las autoridades
y los vecinos. Estos protestaban por la violencia policial y por el propio
operativo emprendido contra gente que quería trabajar. Los municipales
se amparaban en la ley. El operativo estaba hecho en regla. El decomiso
había sido ordenado, se labró el acta respectiva. Novoa
era el más fervoroso, junto a una compañera que no quiso
identificarse y que por estilo y argumentos parecía la conserje
de un campo de concentración. Usted no sabe lo que son ellos,
esos bolivianos argüían Novoa y la frau conserje. Ellos,
según el discurso, eran violentos, armaban conflictos, perjudicaban
a los buenos comerciantes que pagan gabelas en tiempo y forma. Algo polemicé
con Novoa y la conserje. Algo me quedó claro: lo suyo es hacer
operativos contra comerciantes callejeros. Se sienten cruzados, una versión
porteña de la carga del hombre blanco de la que hablaba
Kipling. Ya que están, los odian.
Los policías, a su vez, acudían a dos razones: la cadena
de mandos y la defensa propia, condimentada de victimización. El
operativo se había hecho a pedido del gobierno de la ciudad, punto
uno. Punto dos: Salinas había lastimado a Suárez, quien
lucía un leve arañazo en el cuello. Según ellos,
eso había ocurrido como prólogo de la pelea. Una pléyade
de oficiales y suboficiales, llegados después de la pelea, daba
plena fe de ese relato incorroborable con más vocación corporativa
que afán investigativo. La autovictimización es todo un
dato. Ven que le pegan a un policía y se ponen a favor del
que les pega se quejaban. Nosotros estamos para ayudar.
Había un tono defensivo en el rollo de los policías. Y algunos
puntos que aluden complejamente a la acumulación democrática
de los últimos 17 años. Ningún policía gritó,
insultó, siquiera tuteó a los transeúntes que los
retaban fiero, los comparaban con la Bonaerense (los federales se ofendían
ostensiblemente), los acusaban de torturadores.
Tengo más de medio siglo, soy porteño, hace 20 que vivo
en ese barrio, la circunscripción 18. Hace 20 años no hubiera
habido una discusión así frente a los policías. Ni
éstos hubieran absuelto posiciones como lo hicieron: tragando saliva,
absorbiendo críticas con un discurso legalista. Algo cambió.
Algo pero no todo. A Salinas lo esposaron (lastimándolo un poquito,
nuevos reclamos, afloje ulterior), le metieron cargos. Los de siempre:
atentado, resistencia a la autoridad, lesiones leves. Lo llevaron a la
23, le abrieron una causa. Lo soltaron. Hasta ayer no le habían
devuelto la mercadería. Hablé con organismos de Derechos
Humanos, con el Inadi. Me explicaron que esos episodios son habituales.
Y que los afectados reaccionan desesperadamente cuando les arrebatan la
mercadería que es su fuente de trabajo, su capital, casi todo.
También mencionaron, con abundante data, posibles redes de aprietes
policiales y municipales, cobro de peajes o protecciones o diegos.
No sé si es el caso, pero bien podría ser.
Hace mucho, más de 30 años, cuando terminaba el secundario,
fui por primera vez a ver una manifestación peronista en Plaza
Once. La policía les dio como para que tuvieran. Los manifestantes
se la rebancaban. Yo estaba en la recova de Pueyrredón, de mirón
entre muchos mirones y advertí algo que me incordió. Estaba
como afuera de la pelea, como protegido por un vidrio invisible que separaba
dos mundos. Me propuse entonces estar del otro lado, el de los que enfrentaban
a la prepotencia de la autoridad. No voy a agobiar al lector contándole
qué vino ocurriendo con esa decisión, con el peronismo,
conmigo mismo, todo lo que pasó en la Argentina. Pero me interesa
transmitir una conclusión dual, dura, que me queda del episodio.
Los vecinos de mi barrio empiezan a parecer ciudadanos de primera. Como
poco, a exigir serlo. Encaran encaramos a las autoridades,
las regañamos, en plan de igualdad. Todos dijimos lo que teníamos
que decir y volvimos indemnes.
Salinas, en cambio, pagó una falta imprecisa si no inexistente
(no tener concesión o no pagar impuestos en un país de evasores)
comiéndose una paliza, yendo preso, perdiendo la mercadería,
con una causa penal abierta. Soy nieto de inmigrantes. Mis abuelos eran
apenas alfabetos, apenas chapurreaban castellano. Mis hijos, si se esmeran
algo, serán la tercera generación de nuestra familia que
se gradúa en la UBA. Trabajo de lo que me gusta trabajar y vivo
justo donde quiero vivir. En esa cuadra donde pasó todo, mi lugar
en el mundo, donde todavía ser inmigrante, ser pobre, ser distinto
.como mis abuelos es motivo suficiente para quedar del peor
lado del vidrio.
REP
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