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el Kiosco de Página/12

En la cuadra de casa
Por Mario Wainfeld

La mujer de Julio Salinas vende ropa interior en Scalabrini Ortiz entre Güemes y Santa Fe. Pone la mercadería sobre una manta, ella se sienta en la vereda. Está embarazada, con pinta de octavo o noveno mes. A Salinas mismo lo tenía menos visto, pero siempre anda por ahí. De alguna forma integran el tranquilizante paisaje de esa cuadra, la de mi casa. El jueves de la semana pasada fue diferente.
Cruzaba distraído, rumbo al almuerzo, al trabajo. Los vi, los oí. La mujer lloraba, sentadita. Salinas alegaba a los gritos de cara a tres personas, portadoras de aires de autoridad. Uno de ellos debía ser contenido porque se le iba encima para pegarle: Luis Alberto Novoa (funcionario municipal 274947). Novoa venía, con el apoyo de dos móviles del gobierno de la ciudad y dos agentes de policía, a decomisar la mercadería. Parecía demasiado imbuido de su función: más dispuesto a boxear a Salinas que a cumplir un cometido burocrático. La discusión subía de tono, pero era todo de palabra. En un momento los municipales tomaron la mercadería y la llevaron a una camioneta. Salinas se transfiguró, corrió, forcejeó tirando de la bolsa para evitar que se la llevaran. Dos policías le cerraron el paso: Hugo Suárez y Francisco Rodríguez. Gritaron; hubo algún empujón mutuo. Salinas no cejaba. De pronto, Suárez le hizo –desde mi módico saber– “una toma:” arqueó la cadera, le propinó una zancadilla, lo tiró al piso. Nada casual, mínimo esfuerzo. El tipo sabía algo de artes marciales. Entonces Suárez y Rodríguez se tiraron al piso y empezaron a darle a Salinas. A ojo de bien cubero, Suárez debe medir 1,85 y pesar 80 kilos. Rodríguez estará siete centímetros y seis kilos abajo. Salinas andará por el metro sesenta y dos y pesará sesenta y cinco. Los policías usaban lo que Mafalda llamaba “el palito para abollar ideologías”. No era una pelea pareja. Todo indicaba que no tendrían gran dificultad en reducir a Salinas, pero no era eso lo que buscaban. Lo que querían –y podían– era darle como en bolsa.
Los vecinos, a esa altura seríamos 20, reaccionamos. Hubo gritos, reclamos imperativos. Algún efecto se logró. Suárez y Fernández soltaron a Salinas. Lo retuvieron, parado, mientras llegaban refuerzos. Cinco móviles policiales identificados, más uno sin identificar. Alrededor de veinte uniformados y una buena media docena de conspicuos Sérpicos con handies. Vivo en esa cuadra hace más de cuatro años. Problemas hay. Jamás vi a la autoridad municipal y policial con un despliegue semejante.
Se desató una larguísima polémica entre las autoridades y los vecinos. Estos protestaban por la violencia policial y por el propio operativo emprendido contra gente que quería trabajar. Los municipales se amparaban en la ley. El operativo estaba hecho en regla. El decomiso había sido ordenado, se labró el acta respectiva. Novoa era el más fervoroso, junto a una compañera que no quiso identificarse y que por estilo y argumentos parecía la conserje de un campo de concentración. “Usted no sabe lo que son ellos, esos bolivianos” argüían Novoa y la frau conserje. “Ellos”, según el discurso, eran violentos, armaban conflictos, perjudicaban a los buenos comerciantes que pagan gabelas en tiempo y forma. Algo polemicé con Novoa y la conserje. Algo me quedó claro: lo suyo es hacer operativos contra comerciantes callejeros. Se sienten cruzados, una versión porteña de “la carga del hombre blanco” de la que hablaba Kipling. Ya que están, los odian.
Los policías, a su vez, acudían a dos razones: la cadena de mandos y la defensa propia, condimentada de victimización. El operativo se había hecho a pedido del gobierno de la ciudad, punto uno. Punto dos: Salinas había lastimado a Suárez, quien lucía un leve arañazo en el cuello. Según ellos, eso había ocurrido como prólogo de la pelea. Una pléyade de oficiales y suboficiales, llegados después de la pelea, daba plena fe de ese relato incorroborable con más vocación corporativa que afán investigativo. La autovictimización es todo un dato. “Ven que le pegan a un policía y se ponen a favor del que les pega” se quejaban. “Nosotros estamos para ayudar”. Había un tono defensivo en el rollo de los policías. Y algunos puntos que aluden complejamente a la acumulación democrática de los últimos 17 años. Ningún policía gritó, insultó, siquiera tuteó a los transeúntes que los retaban fiero, los comparaban con la Bonaerense (los federales se ofendían ostensiblemente), los acusaban de torturadores.
Tengo más de medio siglo, soy porteño, hace 20 que vivo en ese barrio, la circunscripción 18. Hace 20 años no hubiera habido una discusión así frente a los policías. Ni éstos hubieran absuelto posiciones como lo hicieron: tragando saliva, absorbiendo críticas con un discurso legalista. Algo cambió.
Algo pero no todo. A Salinas lo esposaron (lastimándolo un poquito, nuevos reclamos, afloje ulterior), le metieron cargos. Los de siempre: atentado, resistencia a la autoridad, lesiones leves. Lo llevaron a la 23, le abrieron una causa. Lo soltaron. Hasta ayer no le habían devuelto la mercadería. Hablé con organismos de Derechos Humanos, con el Inadi. Me explicaron que esos episodios son habituales. Y que los afectados reaccionan desesperadamente cuando les arrebatan la mercadería que es su fuente de trabajo, su capital, casi todo. También mencionaron, con abundante data, posibles redes de aprietes policiales y municipales, cobro de peajes o protecciones o “diegos”. No sé si es el caso, pero bien podría ser.
Hace mucho, más de 30 años, cuando terminaba el secundario, fui por primera vez a ver una manifestación peronista en Plaza Once. La policía les dio como para que tuvieran. Los manifestantes se la rebancaban. Yo estaba en la recova de Pueyrredón, de mirón entre muchos mirones y advertí algo que me incordió. Estaba como afuera de la pelea, como protegido por un vidrio invisible que separaba dos mundos. Me propuse entonces estar del otro lado, el de los que enfrentaban a la prepotencia de la autoridad. No voy a agobiar al lector contándole qué vino ocurriendo con esa decisión, con el peronismo, conmigo mismo, todo lo que pasó en la Argentina. Pero me interesa transmitir una conclusión dual, dura, que me queda del episodio. Los vecinos de mi barrio empiezan a parecer ciudadanos de primera. Como poco, a exigir serlo. Encaran –encaramos– a las autoridades, las regañamos, en plan de igualdad. Todos dijimos lo que teníamos que decir y volvimos indemnes.
Salinas, en cambio, pagó una falta imprecisa si no inexistente (no tener concesión o no pagar impuestos en un país de evasores) comiéndose una paliza, yendo preso, perdiendo la mercadería, con una causa penal abierta. Soy nieto de inmigrantes. Mis abuelos eran apenas alfabetos, apenas chapurreaban castellano. Mis hijos, si se esmeran algo, serán la tercera generación de nuestra familia que se gradúa en la UBA. Trabajo de lo que me gusta trabajar y vivo justo donde quiero vivir. En esa cuadra donde pasó todo, mi lugar en el mundo, donde todavía ser inmigrante, ser pobre, ser distinto –.como mis abuelos– es motivo suficiente para quedar del peor lado del vidrio.

 

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