Con el agua hasta
el cuello
El diluvio universal fue pensado por Dios para lavar los pecados
de la humanidad. El agua es uno de los cuatro elementos primordiales
y los humanos la han incorporado desde los orígenes de su
historia, emparejada con la idea de la pureza y la limpieza. Hasta
una catástrofe como el diluvio, donde desapareció
toda la humanidad, menos Noé y su familia, está relacionada
con el tema de la purificación.
Aunque el jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, Aníbal Ibarra, tuvo en cuenta estos antecedentes místicos
al asegurar que la responsabilidad por la inundación era
de Dios, los vecinos de Belgrano afectados por el meteoro tuvieron
reflexiones menos religiosas que la autoridad.
Desde un extremo y otro, finalmente vecinos y autoridades confluyeron
al igual que las aguas en el cauce del río, en la esquina
de Blanco Encalada y Cabildo, a una cuadra de donde la ciudad estuvo
sumergida durante un día. El Gobierno de la ciudad se instaló
en esa esquina y afrontó la indignación de los comerciantes
inundados.
La inundación fue como una bendición para los medios
en la búsqueda desesperada de información fuerte en
un verano donde la actividad política cayó sensiblemente
y donde se han producido hechos escasos que convocaran el interés.
La lluvia cayó cuando las pantallas y las primeras planas
estaban hambrientas y necesitadas. La cobertura fue aplastante.
El primer día las autoridades no estaban disponibles y ese
vacío fue reemplazado por las expresiones de los vecinos
sobre ellas.
Al mismo tiempo que Belgrano se inundaba, la Alianza estaba haciendo
agua. La imagen de Graciela Fernández Meijide aparecía
desdibujada desde el Ministerio de Acción Social y Chacho
Alvarez soportaba una fuerte andanada por su renuncia a la vicepresidencia
y su pelea por el Senado. Así, la administración de
Ibarra en Buenos Aires aparecía como uno de los pocos soportes
del Frepaso para demostrar su capacidad de gestión.
La cobertura de la inundación que hicieron los medios en
ese contexto fue visualizada desde dos ángulos distintos.
Para algunos hubo una intención conspirativa contra el Frepaso
o contra la unidad de la Alianza. Desde otro ángulo, muchos
confirmaron ese lugar asimétrico que se asigna a los medios
como justicieros en reemplazo de los gobernantes, los políticos
y los jueces.
Los dos enfoques constituyen un lugar común en la Argentina
de las dos últimas décadas. Y en este caso sería
lo mismo decir un error común. Y un error peligroso, donde
los políticos pueden achacar sus propios errores a conspiraciones
mediáticas, por un lado, o que los jueces se tienten a aceptar
como propio el juicio de los medios, por el otro, como ha sucedido
en causas que se han dirimido más en los medios que en los
tribunales, sobre todo cuando intervienen personajes famosos.
Pero la actividad de los medios está más relacionada
con pantallas hambrientas y primeras planas necesitadas que con
la conspiración o la justicia. Y en realidad la cobertura
mediática de la inundación no fue conspirativa ni
justiciera. Podría decirse, por el contrario, que fue amarillista,
efectista, confusa, poco informada y hasta demagógica en
los primeros días. Porque muchas veces la dinámica
de los medios obedece a una ley parecida a la del ascenso
a los extremos que enuncia Klausewitz con relación
a la guerra. La exigencia del mercado es que la información
tiene que ser efectista, vibrante, llamativa, convocante, gritona
o sensiblera, con lo cual difícilmente pueda ser equilibrada
o reflexiva. Si hay carencias en la política y en la Justicia,
también las hay en la actividad mediática, aunque
a veces aparezcan disfrazadas con ese halo justiciero, que también
exige el mercado.
A pesar de todo, esa información tuvo un mérito importante
que corresponde más a la función específica
de los medios que a las presiones del mercado o a los atributos
equívocos que se les asignan. Ese mérito fue el de
haber amplificado los reclamos de los vecinos. Y en este punto no
importa estar a favor o en contra de esos reclamos sino recogerlos
y difundirlos, es decir, comunicar. Los vecinos y las autoridades
establecerán por dónde pasa el fiel de la balanza.
La ciudad de Buenos Aires fue fundada sobre un gran lodazal, un
pantano barroso y extendido junto al Río de la Plata. Las
crónicas de la colonia hablan de calles embarradas y malolientes,
donde los habitantes quedaban a veces sitiados días enteros
en sus casas a causa de las lluvias. La ciudad fue creciendo, pero
mantuvo esa característica al abarcar las zonas de desborde
de muchos de los afluentes al Río de la Plata. El tema del
agua siempre fue problemático para la ciudad, no es un tema
nuevo y lo lógico hubiera sido que se realizara una acción
permanente en ese sentido. Sin embargo, desde 1942 hasta 1998 no
se hizo nada en infraestructura sobre este problema.
En esos años, la única respuesta fue la resignación
de la gente y la solidaridad entre los mismos vecinos con los inundados.
La Boca se inundaba dos o tres veces por año con cualquier
sudestada. La gente tenía botes en sus casas, levantaba defensas
y se resignaba, formaba parte de sus vidas.
Pero esta vez no hubo resignación, los vecinos reclamaron
enérgicamente la intervención del gobierno. Esta es
la diferencia importante de la que se hicieron eco los medios. Los
flujos y reflujos de una gimnasia democrática sostenida,
aun con las limitaciones de todos estos años, y el desgaste
de una actitud delegativa hacia los políticos,
han ido creando una conciencia ciudadana distinta. No se trata solamente
de castigar con el voto que es lo que prefieren los políticos
sino de comprometerse con sus reclamos.
La idea de castigar con el voto ya es relativa porque los partidos
pueden usar grandes campañas mediáticas, listas sábana,
falsas opciones, terrorismo ideológico o alianzas de oportunidad.
Pero cuando la gente se compromete con los reclamos y participa
en su resolución, democratiza la democracia y abandona esa
actitud delegativa por otra participativa. Y así, a los políticos
más formados en este mecanismo que los autonomiza de quienes
los votaron, las manos no les quedan tan libres.
Es difícil saber si al Gobierno de la ciudad le quedaba otra
opción o si el hecho de haber quedado inerte durante las
primeras 24 horas de la inundación lo llevó a tomar
medidas drásticas. Lo cierto es que el reclamo fue lo suficientemente
fuerte como para que el secretario de Obras Públicas, Abel
Fatala, se instalara en la zona de los hechos, para atender a los
vecinos y soportar la bronca lógica de la gente.
Sería demagógico asegurar que todo lo que reclaman
los vecinos es legítimo. Los reclamos pueden ser exagerados,
interesados, parciales y hasta injustos para otros vecinos. Pero
nadie puede negarles el derecho a reclamar. Y el Gobierno de la
ciudad puede dar la explicación que quiera, pero tiene la
obligación de escuchar, proponer y concretar soluciones.
Es cierto que el gobierno no tiene responsabilidad por una lluvia
cuya intensidad no tiene antecedentes en más de 100 años.
Pero el gobierno sí tiene responsabilidad por la calidad
de vida comunitaria.
La discusión, en el móvil estacionado en Cabildo y
Blanco Encalada, entre los vecinos con Ibarra y Fatala fue más
rica que si se hubiera realizado en los salones del Palacio Municipal.
Los vecinos, que tenían diferencias entre los comerciantes
de la calle Monroe y los de Blanco Encalada, tuvieron que limar
asperezas para llevar un planteo conjunto ante las autoridades.
De esas reuniones, algunas bastante agitadas, salieron proyectos
que el Gobierno de la ciudad deberá llevar adelante y cuyo
cumplimiento por parte de la empresa constructora estará
fiscalizado por los mismos vecinos. Se dio un salto en la calidad
democrática que redundará en la calidad de vida.
Como en los relatos bíblicos, la inundación termina
siendo un cataclismo con significados esclarecedores, aunque sería
un poco más llevadero llegar a las mismas conclusiones sin
tanta catástrofe. O sea: que la idea departicipar y hacer
participar no tiene por qué esperar el próximo meteoro.
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