Por Silvina Szperling
Tres hombres de bombín
bailan envueltos en el humo de sus cigarrillos, mientras una mujer sospechosa
de asesinato le canta a su abogado. Una artista de varieté encarcelada
y su protectora en la prisión cantan su queja a dúo compartiendo
una silla, mientras se prestan mutuo apoyo con sus espaldas. Un juicio
en el que la acusada gesticula como una marioneta manejada por su abogado,
es presenciado por un alud de periodistas y el jurado, integrado únicamente
por un hombre ciego, todos amparados por una gran bandera de los Estados
Unidos. Son sólo algunas de las logradas imágenes de Chicago,
el musical, versión 1997 de Anne Reinking en la coreografía
y Walter Bobbie en la dirección, del espectáculo que Bob
Fosse estrenara en 1975 en Broadway. Primera oleada de la fiebre Fosse
de fines del siglo XX, a la que se suma el show que lleva por nombre el
apellido del versátil bailarín, coreógrafo, director
de teatro y cine (y que desembarcará en estas costas en octubre,
con Julio Bocca a la cabeza), Chicago ha recorrido el mundo entero de
la mano de un equipo encargado de adaptarla a ciudades como Amsterdam,
Estocolmo o Sydney.
Es evidente que la maquinaria repositora funciona a la perfección,
comandada por el propio Bobbie, con Steven Freeman en la supervisión
musical y Gary Chryst como supervisor coreográfico, responsable
de cuidar al detalle el estilo de movimiento del maestro Bob, que tan
bien combina su herencia vodevilesca con la estilización académica.
Golpes de cadera, palmas abiertas al público, piernas que se alzan
culminando en un gran tacón, muy bien interpretados por un cuerpo
de baile sin fisuras, cuyos miembros se convierten en convictas, amantes,
miembros del jurado o reporteros, bailando, cantando y actuando con solvencia.
Y la energía que sabiamente se va sumando, contenida o explosiva,
con esa sensualidad tan particular, para luego declinar en remansos íntimos,
antes de tomar carrera nuevamente.
El libro para el que Fosse convocó a la sólida dupla Kander-Ebb,
también autores de las canciones (algo así como Gardel-Lepera
de Broadway), hace pie en una historia de Maureen Dallas Watkins, una
periodista del Chicago Tribune que decidió convertir en obra de
teatro un par de artículos que había publicado en 1924 sobre
dos asesinas. Las chicas, quienes habían matado a su turno a marido
y amante (porque me quiso dejar), devienen en la escena en
Roxie Hart y Velma Kelly: en la versión porteña, Alejandra
Radano y Sandra Guida. Experimentadas ambas y con amplia formación
en las artes del musical, cada una dota a su personaje de la garra necesaria
para traspasar la candileja. Guida hace gala de su afiatada voz y pulida
técnica dancística, llevando a su Velma por los carriles
del odio que siente cuando Roxie llega a la prisión y le arrebata
protagonismo en los medios, mediante diversos ardides ideados por el abogado
Billy Flynt (Rodolfo Valss, de notable presencia escénica y muy
buen manejo vocal).
El fuerte de Hart-Radano es la actuación, la que hace valer para
convencer a su marido Amos (Salo Pasik, quien traza un gracioso devenir
de su Mr. Celofán) y a la prensa representada por Miss Mary Sunshine
(Marcelo de Paula, en un personaje que gorjea mezclando las películas
de Los treschiflados con las performances de Caviar). Radano
despliega un registro energético de muchos matices, conquistando
al público con desparpajo y sensualidad. Párrafo aparte
para María Rosa Fugazot como Mama Morton, quien se come la escena
con su sentido del ritmo en los diálogos y un estilo que va de
lo canyengue a lo lírico en las canciones. Otro acierto de la adaptación
local es la traducción a cargo de Gonzalo Demaría, quien
no ahorra palabrotas ni expresiones lunfardas y proporciona así
la rara sensación de estar en Chicago y Buenos Aires al mismo tiempo.
En el comienzo y al final, All that jazz. Nada de efectos especiales:
no son necesarios en esta historia. En un escenario dispuesto con la orquesta
conducida por Carlos Gardelín al centro, toda la acción
se sitúa en un angosto corredor delante del particular podio. Los
actores utilizan también una entrada-salida al centro de la orquesta,
convirtiendo al escenario en una cárcel-teatro. No otro es el mensaje
de los autores de Chicago. ¿Juicios que sólo significan
brillo y plumas, manejados por la prensa? ¿Personajes
que captan la atención popular merced a dimes y diretes? ¿Alguien
podrá evitar el relacionar eso con la Argentina de hoy?
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