Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


DEBATES
EL DEBATE POR LA DECADA DEL ‘70, LA LUCHA ARMADA Y GALIMBERTI
Ataques y respuestas

Socialismos, lucha armada, �guerreros� vampirizados, modelos de construcción, masas y vanguardias, peronismos y sus alternativas: la discusión sobre los setenta y sus personajes continúa en estas columnas que discuten entre sí.

Por Mariano Ciafardini *.
Masas y teoría revolucionaria

El debate sobre los años ‘60-’70, e incluso la discusión que llega a los ‘80, puede hacerse desde tres posiciones: la de aquellos que creíamos que había que cambiar estructuralmente el sistema capitalista y aún lo seguimos creyendo; la de quienes lo creían pero ya no lo creen; y la de los que nunca lo creyeron.
Creo que la nota de José Pablo Feinmann publicada en Página/12 el último domingo se inscribe en la primera posición. Su eje pasa por la relación entre la teoría de cambio y el medio para materializar ese cambio: la acción de las masas.
También me percato de que Feinmann le atribuye al marxismo el rol fundamental de teoría para el cambio revolucionario, al menos en aquella época.
En este marco, coincido en todo lo que afirma sobre los textos marxistas hasta la cita de “contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” que dice: “La cabeza de esta emancipación es la filosofía; su corazón, el proletariado”.
Actualización histórica mediante, casi todo el espectro del pensamiento de izquierda o progresista compartiría hoy estas enunciaciones. Pero la discusión siempre se presenta cuando se pasa de los principios a su aplicación concreta.
Es trágicamente cierto que toda la acción guerrillera de la Argentina de los ‘60 y ‘70 no consultó al movimiento de masas. Flaco favor le hizo, con ello, al movimiento revolucionario. Pero la cuestión de la relación entre las masas y la teoría revolucionaria fue, en realidad, en aquellos tiempos, un problema un tanto más complejo.
Otro punto más: apoyándose en esos principios, ¿se puede colegir como al pasar que, como “las masas” eran peronistas y querían el retorno de Perón, lo que le cabía hacer a un buen marxista, entonces, era afiliarse al Partido Justicialista, empezar a gritar Perón vuelve y desde esa posición imaginar un camino abierto para el encuentro entre la teoría revolucionaria y su sujeto, “las masas”?
En primer lugar, no todas “las masas” eran peronistas. Un indicador parcial fueron los votos obtenidos por cada fuerza en las elecciones del 11 de marzo de 1973, cuando la Alianza Popular Revolucionaria y la Unión Cívica Radical constituyeron una minoría considerable de composición tan popular como el peronismo.
En segundo lugar, ¿qué significaba en ese entonces ser peronista? El peronismo era un movimiento ideológicamente heterogéneo, y no porque convivieran en él sectores que en número fueran igualmente representativos de derecha e izquierda. Lo que en realidad “convivía” en él era una cúpula político-gremial con alta composición ultraderechista, derechista y social-cristiana demócrata de derecha y casi nula composición de izquierda, y una “masa” de obreros y empleados cuyo único deseo era ser beneficiados por los “servicios sociales” (como reza la propia marcha partidaria) que estuvieron vigentes del ‘45 al ‘55. Masa que podía estar dispuesta, al menos en parte, a salir a manifestar, a pintar paredes, incluso a enfrentarse con piedras y palos con la policía por el regreso de Perón; pero que ni por asomo estaba todavía decidida a luchar (arma en mano si fuera necesario) por el socialismo en el sentido en el que Marx lo entendía.
Para nada existían en esa masa condiciones subjetivas que les permitieran dar el salto ideológico al deseo de revolución por el simple hecho de que unos muchachos recién afiliados al PJ, que en un principio le cayeron simpáticos porque gritaban contra “los gorilas” y exigían la vuelta de Perón, se lo pidieran.
Y esto (como afirma Feinmann) no lo entendieron los montoneros, pero tampoco lo entendieron aquellos que militaban en el “movimiento de masas peronista” (JP, JUP, JTP, UES), que confundieron la efervescencia social del momento con un movimiento de masas. Las masas peronistas y no peronistas de los años 60-70 no estaban en condiciones subjetivas deabrazar la revolución firmemente, como lo necesita un proceso revolucionario. No hubo ningún quiebre en la relación entre la teoría revolucionaria y las masas porque esa relación nunca existió en serio. Y esto no se podía remediar rotulándose como peronista y tratando de convencer a los peronistas de toda la vida, desde adentro del movimiento, de que peronismo era sinónimo de revolución social.
Cuando la violencia de ultraderecha proveniente, dicho sea de paso, de sectores del peronismo y tolerada por el mismo Perón, se empezó a hacer sentir, las masas no sólo le dieron la espalda a los grupos guerrilleros. También se la dieron a todos los integrantes de las organizaciones de masas peronistas de izquierda como la JP y la JTP e incluso a grupos peronistas de izquierda no relacionados con montoneros como el peronismo de base.
Por supuesto que, en estas circunstancias, a la izquierda se le complicó mucho más aún su estrategia hacia el movimiento de masas. Cuando los montoneros y el ERP se dispararon al infinito, la situación política se perdió definitivamente para cualquier estrategia de lucha de masas.
En la nota Feinmann menciona el Cordobazo de 1969 y dice correctamente que fue un hecho de masas. Sólo que, en su concepción (él no aclara lo contrario), si “las masas” eran peronistas queda como supuesto que el Cordobazo fue producto del peronismo. Por las dudas dejemos en claro que esto no es así. Tal vez la mayoría de los obreros participantes en esa gesta del ‘69 hayan sido peronistas, en ese políticamente amplio sentido que tenía el término en la época. Pero lo cierto es que el incipiente nivel de organización existente en las masas obreras y estudiantiles cordobesas (que fue lo que permitió que un hecho espontáneo se transformara en varias jornadas de lucha generalizada) no venía del peronismo, sino de los sindicatos clasistas y combativos de Luz y Fuerza (Agustín Tosco) y los mecánicos (René Salamanca) y de los centros de estudiantes no peronistas de las universidades. Y tan incipiente era que no permitió, aun años más tarde, que el movimiento de masas en Córdoba pudiera frenar el avance de la banda del fascista Raúl Lacabanne.
Por lo demás, comparto con Feinmann que la errática estrategia de los grupos armados estuvo totalmente divorciada (ella sí) de las masas. En ese contexto es dable suponer que tales grupos estaban altamente penetrados por los servicios de inteligencia: al no tener contacto con la gente difícilmente pudieran obtener información que les permitiera depurarse. No hay mejor caldo de cultivo para las acciones de cualquier espía profesional que una organización clandestina vertical cerrada, compartimentada y aislada de las masas.
Me entusiasma que Página/12 haya abierto este espacio a una discusión política sobre los años ‘70 que vaya más allá de anecdotarios personales y se adentre en el contenido de las propuestas tácticas y estratégicas que estaban en juego en ese entonces. Es la única discusión que verdaderamente importa, ya que puede y debe proporcionar ideas, conceptos e instrumentos políticos necesarios para este presente que, al fin y al cabo, no es tan distante, en tiempos históricos, de aquel pasado.

* Jurista. Secretario de Política Criminal. Las opiniones de esta columna, obviamente, son absolutamente personales.

Por Jose Pablo Feinmann.
Un monólogo de Drácula

Un tipo que se define como el “Drácula argentino” algo sabe sobre la fascinación del Mal. Difícil mensurar si Galimberti está a la altura del Conde de Transilvania, pero si hoy ponemos en una librería la novela de Bram Stoker y la biografía del Galimba que escribieron Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, gana el Galimba, un monstruo de nuestros días. Parte del mérito es el trabajo de investigación que hicieron los dos periodistas de Noticias. Y el resto lo pone esa fascinación que ejercen los personajes malditos, secretos, esos tipos de los que siempre se habla y siempre se sabe poco. Conjeturo que muchos sospechan -.con acierto– lo que sigue: Galimberti es un Che Guevara en clave negativa. Reúne las condiciones del guerrero, del revolucionario, del político y del aventurero que conjuraba el Che. Pero no las del mártir. Ha sido todo eso y -.como si fuera poco– le ha añadido un toque fashion: no es un perdedor, no se murió derrotado en una escuelita boliviana, en medio de la nada, solo, acribillado por un sargento de tez oscura y bigotes sudamericanos. No, él, hoy, es un exitoso, un fanfarrón, un desbocado, un impecable traidor sólo traicionado por su infinita jactancia.
Tiene dos grandes momentos el libro de Larraquy y Caballero: el Prólogo y el Epílogo, condición nada desdeñable, ya que no todos los libros empiezan y terminan bien. El Prólogo -.que no logra las alturas del Epílogo, lo mejor del libro– se llama “Viendo a Drácula”. Aquí es donde el Galimba se define como el Drácula argentino. Y aquí es donde dice la primera de sus frases definitivas: “Yo soy mucho mejor de lo que ustedes piensan y peor de lo que imaginan”. Es, en rigor, una frase que pudo pertenecer a Drácula. ¿Cómo habría un vampiro de defenderse, amenazando? Uno piensa que Drácula es malo. Piensa que encarna el Mal. Piensa que es una de las manifestaciones del Demonio. Uno, en suma, piensa lo peor de Drácula. Pensarlo así provoca miedo. Si ese ser es tan maligno como lo pensamos, ¿no habrá de castigarnos por pensar así de él? Esto ya no lo pensamos, lo imaginamos. Lo que el vampiro podría hacernos por pensar mal de él ya no forma parte del pensamiento, sino de las fantasías, del temor al castigo, a la represalia. Lo que el vampiro nos hará lo imaginamos. De aquí la perfección de la defensa-amenaza de Galimberti. Se defiende y dice: “Soy mejor de lo que piensan”. O sea, es injusto que piensen así de mí, que piensen tan mal de mí, que me piensen como lo peor. “Soy mejor de lo que piensan”. Pero, al saber que no dejaremos de pensar mal de él, el vampiro amenaza: “Soy peor de lo que imaginan”. O sea, voy más allá de sus terrores, no hay modo de imaginar la vastedad de mi venganza, de mi represalia, la vastedad de mi castigo, porque soy aún peor de lo que imaginan, porque mi maldad es inimaginable.
El Epílogo es un monólogo interior del Drácula galimbertiano. Un satánico fluir de la conciencia por donde desfilan los horrores de la Argentina; el monólogo afiebrado de un guerrero insomne. Un guerrero a quien los fantasmas y delirios de las guerras que cree haber protagonizado han quitado el sueño para siempre, acaso porque delirar sobre la guerra es el único y último modo de entregarle un sentido a su vida.
Parte, el guerrero-vampiro, de una certeza: quienes no hicieron la guerra jamás podrán comprenderla. “Esa guerra (dice) ustedes no la pueden entender”. No habrá de sorprendernos -.en cambio– que un guerrero-vampiro entienda a otro, lo explicite tan hondamente. De Massera, dice Galimberti: “Mandaba secuestrar a los tipos para hablar con ellos. Es una visión letal (...) Era la acumulación política sobre la base de la detención”. Hasta es posible “ver” a Massera en acción: “Quiero hablar con Fulano: secuéstrenlo, tortúrenlo y después me lo traen”. Lo de la tortura -.para Galimberti– es un dato irrelevante, menor: “La tortura es una anécdota. Cualquiera es capaz de torturar en una situación extrema. Es una objeción pelotuda. Si ellos peleaban con el Código bajo el brazo, como decía el general Corbetta, perdían la guerra”. Primer acuerdo entre Galimberti ylos generales: 1) hubo una guerra; 2) las guerras no se hacen con códigos. Las guerras son sucias.
Si a la tortura le resta importancia, lo que habrá de indignarlo es el asesinato de “prisioneros indefensos”. Dice: “No tienen perdón de Dios. Y eso los va a perseguir hasta el día en que se mueran. Fue absolutamente innecesario, producto del terror que ellos tenían. Un miedo espantoso, porque la única razón por la que asesinás a un opositor rendido es porque tenés miedo”. Segundo acuerdo entre Galimberti y los generales: 1) los detenidos por el Estado terrorista eran “prisioneros”; 2) los opositores detenidos no eran opositores políticos, eran “opositores rendidos”, es decir, soldados, guerreros que se habían rendido. Este segundo acuerdo es consecuencia del primero y fundante acuerdo: hubo una guerra.
Se desahoga contra diversos personajes que odia. Los odia -.siempre–, porque no son o no fueron guerreros. Así, con inabarcable desdén, dirá de Miguel Bonasso: “Lo único que ha derramado en su vida es tinta”. Posiblemente. Ocurre que “ésa” es la diferencia entre un escritor y un vampiro. Ocurre que por “esa” diferencia muchos comemos con Bonasso y no comeríamos ni una escuálida medialuna con Galimberti. Aun cuando .comiendo con Bonasso y hasta acaso comiendo para hablar con él de estas cosas– le digamos: “No fue una guerra, Miguel. Eso, dejá que lo crea Galimberti”. Fue, insisto, una masiva acción terrorista del Estado militar contra todos quienes podían oponerse al plan económico-político que instrumentaban. Fue, así, una masacre. Cito la Carta de Walsh a la Junta: “Estos hechos que sacuden la conciencia del mundo civilizado no son sin embargo los mayores sufrimientos que han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones a los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Es posible -.de un modo realista y acaso atroz– dibujar la historia argentina desde 1976 hasta hoy: para que se consiga lo que se ha conseguido, es decir, la miseria planificada, los militares imponen la paz social en tanto paz de los cementerios, aniquilan toda divergencia por medio del terror y de la permanencia del terror .como pesadilla siempre recurrente– en la sociedad civil, luego se busca la consolidación del marco democrático con Alfonsín, quien es derrocado por no ser apto (debido, ante todo, por su debilidad ante el poder sindical cautivo del peronismo) para liderar la parte económica del proceso (dije bien, del proceso), luego se recurre a Menem y al populismo peronista para imponer los ajustes neoliberales, sofocar a los sindicatos y manipular las posibles protestas populares y luego... ya está. Vivimos los tiempos de la miseria planificada. Y -.convengamos– pocas miserias han sido tan laboriosa y sangrientamente planificadas como la miseria argentina. Ganaron los vampiros.
Galimberti -.en medio de su insomne monólogo guerrero– sigue reprochando a sus “enemigos” el asesinato de “prisioneros”. Recuerda entonces una venerable leyenda sobre el caudillo federal Angel Vicente Peñaloza. Así, narra que un capitán de Sarmiento, “me parece que es Sander” (no, es Ambrosio Sandes), se encuentra con Peñaloza para hacer la paz. Peñaloza entrega sus prisioneros. Sandes no puede entregarlos porque los asesinó. El Drácula vernáculo se indigna: “No jodamos. Cuando vos terminás una guerra irregular y cometiste ilícitos como los que cometimos nosotros, devolvés los prisioneros, devolvés la guita y se acabó”. Sugerimos algunas diferencias que obliteran la pretensión galimbertiana de identificarse con Peñaloza. El Chacho devolvió prisioneros, pero no devolvió “la guita” porque, sencillamente, no había robado. El Chacho cabalgaba al frente de un ejército de gauchos, él era un gaucho más y su ejército era popular por su masividad y por la condición social de quienes lo componían. La contienda, para Peñaloza, el hecho de armas, formabaparte de una insurrección de las provincias mediterráneas: los fierros tenían su anclaje en las masas y eran expresión de un pueblo desesperado ante la extrema agresión del mitrismo porteño. Ningún Rodolfo Walsh le había dicho al Chacho (como Walsh le dijo a la conducción de Montoneros) que la persistencia en la lucha armada era un error (Walsh, El violento oficio de escribir, p. 413). De haber existido ese Walsh, y de haber tenido razón en ese caso particular, el gaucho Peñaloza lo hubiese escuchado.
Pero los guerreros viven para la guerra, no para la política. Viven para la muerte, no para la vida. Viven para matar y para que los maten. Para la gloria o para el martirio. Tanto desean la guerra que no pueden imaginar la vida sin ella. La vida sin guerra (piensan de una y mil formas diferentes) es una mariconada. Cosa de flojos, de blandos, de “humanistas”. De tipos, en suma, que pretenden ignorar los aspectos sombríos e insalvables de la condición humana, tendientes -.todos– a decir: el hombre es el lobo del hombre, toda paz es una tregua, lo permanente, lo fundante es la violencia, la guerra. Así, el guerrero insomne habrá de entregarse a los ardores y asperezas de su monólogo infinito: “La guerra es lo más fuerte que existe. Lo que construye los lazos más serios entre los seres humanos. No es sólo la miseria, el sufrimiento físico, la impiedad, la crueldad, la guerra. También es la solidaridad, el afecto, el amor a los que están con vos... La guerra es el acto de amor más grande que existe (...) La guerra no es un combate policial. Es el contacto con la masacre propia, con los tipos tuyos que se mueren todos los días de una manera espantosa y con los muertos del enemigo”. No es casual que la guerra tenga tan buena prensa. Hasta el Galimba, bajo su inspiración, puede semejar un poeta satánico. Salvo cuando dice: “Lo que yo digo es la destrucción física, es decir, la cabeza reventada, empezás a ver tipos como si fueran corte de vacuno, ¿viste un tipo cuando lo abrís? Es igual a una vaca”. Salvo, en fin, cuando detrás del poeta satánico, del Drácula ostentoso, aparece el último y verdadero rostro de la guerra, ya no el del soldado, sino el del carnicero.

 

PRINCIPAL