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A CUATRO AÑOS DE LA MUERTE DE OSVALDO SORIANO
Espuelas de caballero

Soriano y Bayer fueron íntimos amigos y compartieron el exilio europeo. Esta semana fue otro aniversario de la muerte del narrador y el autor recuerda charlas e ironías.

Juego: Miraba por la ventana y detenía la vista en todo alemán entrado en años. Entonces, se apresuraba a adivinar sus probables antecedentes nazis.

Por Osvaldo Bayer
Desde Bonn

(Para Osvaldo) El lunes pasado, el 29, me ocurrió una de esas cosas que a uno lo dejan confundido. Una casualidad de esas que parecen armadas desde el más allá. La noche anterior había juntado los libros de Osvaldo Soriano de la biblioteca y los puse en una mesita que tengo al lado de mi escritorio. Quería escribir un artículo bibliográfico sobre su obra para una revista alemana al cumplirse cuatro años de su muerte.
A la mañana siguiente vi que los libros seguían allí y que Marlies, mi mujer, como hace siempre, una vez a la semana había puesto flores en el florero de la tal mesita.
–¡Espuelas de caballero! –exclamé entusiasmado ante esas flores tan enhiestas y tan azules. Y recordé: espuelas de caballero eran las flores preferidas de Soriano. Una vez en Essen se quedó con la boca abierta ante un campo sembrado con esa flor tan orgullosa, tan viril.
–¿Cómo esta vez espuelas de caballero? –le pregunté intrigado a mi mujer.
–Porque estoy cansada de tulipanes o rosas, no hay otra flor en invierno.
–¿Y ahora, cómo?
–El holandés florista tenía las espuelas de caballero en la vidriera y estaban baratas –me respondió ella.
–¡Pero cómo –insistí–, ¿espuelas de caballero en invierno?
Estaba intrigado viendo la casualidad como mensaje.
Ya no hubo respuesta. Estaba todo dicho: sus libros y las flores de la vivencia, del recuerdo. Un guiño de aquel rostro pícaro. Lo había preparado él.
En esa mesita almorzábamos con Osvaldo cuando él venía a visitarme a Berlín desde París durante el exilio. Más, en la misma mesita cenamos juntos con el director de cine Héctor Olivera, con Federico Luppi, Soriano y la periodista alemana Silke Beyer, la noche siguiente a la presentación del film No habrá más penas ni olvido –con libro del Gordo– que se presentó en el Festival de Berlín y obtuvo el Oso de Plata. Y ahí brindamos por el premio y el pronto regreso a las pampas. La reunión se puso nostálgica de pura euforia y Soriano insinuó: “Aquí el único que falta es Carlos”. Yo no soy muy rápido y pregunté: “¿Qué Carlos?”, a lo que me respondió Luppi en voz baja: “Carlitos”. Entonces entendí, pero dije a los presentes que el único disco que poseía no era de Gardel sino de Ignacio Corsini cantando “La pulpera de Santa Lucía”. Soriano me miró de reojo mientras me espetaba decepcionado: “Lo que ahora falta es que terminemos comiendo arroz con leche”. Pero no me dejé amilanar y comenzó la voz que hacía estremecer el corazón de las fabriqueras y sirvientitas de la década del treinta. Todos quedamos en silencio. La melancolía y la emoción de la música y la letra entraron en el cuarto. Mirábamos el vacío. Hasta que nos despertó el acento berlinés de la periodista Silke Beyer: “¿Qué os passa a fossotros?”. Nos superamos, aplaudimos para disimular, pero creo que todos hubiéramos vuelto a escuchar la pulpera una decena de veces más.
La mesita susodicha es prusiana, del tiempo de Bismarck, elegante, con una sola pata en forma de tronco en el centro y luego ocho patitas de león que la afirman en el piso. Después de cenar, Soriano siempre iniciaba su acostumbrada vigilia donde su cabeza se poblaba de fantasmas, de payasos trágicos, de comisarios, de espías, de peronistas del ‘45 y de argentinos locos perdidos por el mundo. En los “almuerzos desayunos” –al levantarse a las doce–, Soriano acostumbraba a comenzar con una provocación, en general suave, irónica, que fuera el inicio de alguna discusión que le pusiera color al día y tal vez inspirara algún capítulo de su próxima novela. Recuerdo que cuando él pelaba papas –ya lo dije más de una vez, era un maestro en rapidez y en dejarlas en la cacerola como redondas bolas de billar– miraba por la ventana y detenía la vista en todo alemán entrado en años, que pasaba por la vereda de enfrente. El, entonces, se apresuraba a adivinar los probables antecedentes nazis del observado. Me llamaba cuando la figura del paseante adquiría para él rasgos sospechosos: “Mirá, ése seguro habrá sido ayudante SS en el ministerio de esclavitud forzada”, me decía a media voz. Ni corto ni perezoso, yo lo decepcionaba de un solo tajo: “No, ojo, ése es el cura de la parroquia La castidad de San José, que hoy salió de civil”. Pero él se recuperaba y señalando al próximo paseante decía, seguro: “Ese fue coronel a órdenes de la Gestapo”. No –le respondía yo apenas arrojando una mirada–, justamente es Herr Schickendanz, presidente honorario de la Cruz Roja que salvó a doscientos mil gitanos. Después de algunos intentos, Soriano seguía sus observaciones, pero ya en silencio. A veces se oía, solitaria, una risa contenida.
A la tarde, de pronto se asomó para preguntarme con una exagerada seriedad: “Che, ¿cómo se deletrea Schickendanz?”. Yo pensaba que ahora, en la próxima novela le iba a poner ese nombre al peor de los verdugos.
Cuando se sentaba a la mesa, las provocaciones eran temibles. Una vez sentí que me observada detenidamente. Y dijo, como al pasar, en tono intimista:
–Si te dejaras un bigote cuadrado, vos podrías pasar por nazi, tené cuidado.
–No, ahí te equivocas. Hitler provenía de Braunau y mis ancestros paternos, del Tirol del Norte. Y para tu conocimiento: los tiroleses por varias generaciones siguen siendo los más antihitleristas de la historia porque ese monstruo fue quien le entregó definitivamente el Tirol del Sur a Mussolini y eso jamás se lo van a perdonar. Además soy santafesino, nacido en el Boulevard Pellegrini, cerca del Paraná...
Hubo un largo silencio. Yo fui a buscar los huevos fritos y las papas hervidas y al pasar por el espejo del pasillo me miré y por las dudas me acomodé el pelo para atrás y traté de llevar la forma de mi bigote al tipo anchoa.
Pero él me recibió murmurando: –Así que sos de Santa Fe... a mí, la verdad que me gusta más Cipolletti...
A cuatro años de su despedida me siento a la mesita prusiana y leo su imaginación. Me lleva de la mano, me envuelve en sus fantasías. Me sube a su auto y recorremos apresuradamente las pampas, la Patagonia, y escribe, escribe, ya sin tiempo. El era cada uno de sus personajes. Sueño con que pronto en la Facultad de Filosofía y Letras, en su aula magna, se haga una exposición con sus personajes interpretados por nuestros artistas plásticos. Y que los actores de sus películas vuelvan con aquellas ropas y nos reciten sus diálogos. Allí estaríamos todos.
Las espuelas de caballero están más azules que nunca. Una se ha inclinado y besa el Triste, solitario y final. Otras dos parecen querer leer No habrá más penas ni olvido, que está casualmente abierto.
Hace ya cuatro años. Todos estuvimos allí, sin pronunciar una palabra. Con los ojos desesperados.

 

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