Por A.D.
Desde
Villa Gesell
Está seguro: los de
la camioneta apuntan directamente a la bandada. Pablo los vigila como
puede hacerlo un lobo. Viaja subido a otro vehículo en la misma
dirección. Su hipótesis no demora en confirmarse: la camioneta
aumenta velozmente el paso mientras se acerca a las gaviotas. Pablo detiene
su vehículo, quiere alcanzar ahora a los hombres que guían
esa enfurecida cuatro por cuatro entre los médanos: Ustedes
están locos reprochará enseguida, no saben que
esto es una reserva natural. No lo sabían, como muchos de
los modernos conductores de los autos doble tracción que buscan
adrenalina entre las dunas del sur de Gesell, convertidas en uno de los
reservorios de arena y agua más importantes del continente. Pablo
Domínguez es guardaparque de esa extensión de 22 kilómetros
de arena blanca prolongada en torno del Faro Querandí, el complejo
que en estos días fue designado Parque Nacional de Villa Gesell.
Este territorio al sur de Gesell, convertido en pista de entrenamiento
de jóvenes 4x4, fue hace mucho tiempo el faro, una estrella
rota que nombra la vigilia de algún puerto. Así al
menos lo nombraba, por los sesenta, Carlos Baroncella cuando Tu
nombre en la arena tronaba por estos lares.
Aquellas gaviotas entre las que ahora corre desesperado el guardaparque
son una de las cien especies de aves coladas entre las 5754 hectáreas
de estos médanos originados por antiguas glaciaciones que han sedimentado
roca marina. La franja de dunas de la Villa, la más ancha de la
costa atlántica, fue formada hace 500 años y ahora se preserva
como reserva de agua potable para las ciudades construidas a lo largo
del mar.
Hace unos años, en noviembre del 96, el sector fue reconocido
por la Municipalidad como Reserva. Esa fue la primera conquista conseguida
por los hombres que, como Pablo, hacía años repetían
que los suelos de arena eran producto de erosiones marinas indispensables
para preservar tanto los lagos subterráneos de agua dulce como
las playas: Si se sucediesen continuas extracciones de arena, la
costa se quedaría sin playa porque no existiría el modo
de detener al mar, explica el guardaparque. Hubo sondeos científicos
que advirtieron las características de esta muralla de dunas y
originaron, hace unos meses, el nombramiento para estas tierras de Parque
Nacional.
Por aquí, Gesell se hace, durante el verano, territorio de libre
tránsito para las cuatro por cuatro, presas apetecibles para los
guardaparques con ganas de enseñar. Las gaviotas, señores
les dice Pablo cordialmente a los de la camioneta, están
reposando, guardando energías para volar en el invierno.
Desde adentro, los tres tucumanos reprendidos no dudan en disminuir la
marcha. Pablo los observa y vuelve hacia su vehículo, uno de los
viejos camiones del Ejército convertido ahora en transporte de
excursión.
Edy Ferrari viaja al volante; detrás, una tropa de turistas va
aprendiendo a descubrir, por ejemplo, que esos tres caballos salvajes
son extraños en el lugar: No es muy frecuente verlos advierte
el guía: han de haber salido por los mosquitos a la zona
del mar. Los caballos extasiaron a Edy, que ahora se las ingenia
para desviarse y retomar el camino en una U que estrecha demasiado a los
animales.
Acá no hay stress se complace una turista de abordo.
Peor todavía responde Pablo: acá hay stress
de soledad.
El guardaparque lleva los pies descalzos. Mientras la camioneta sigue
andando hacia la zona del Faro para detener la marcha, él va explicando
cómo sus compañeros aguardan ansiosos el desembarco previsto
para estos días del hombre que acaba de ser nombrado desde Nación
como guardaparque oficial. Ahora los cuidadores del parque dependen de
la Municipalidad y
aún no tienen poder de policía para actuar con autoridad
dentro de la zona, sobre la que ahora deberá diseñarse,
por ejemplo, el Plan de Manejo necesario para formalizar límites
y modos de uso de la Reserva.
A lo lejos, mientras la marcha continúa, el cielo comienza a recostarse
por los cincuenta y cuatro metros del Faro Querandí. Edy, entonces,
decide detener el camión. Esta vez no hay caballos cerca y ni siquiera
turistas en doble tracción a los que llamar la atención.
Un anfiteatro entre
pinos
Hace poco más de treinta años, cuando la Villa recién
crecía, el dueño de uno de los hoteles le comentó
al viejo don Carlos Gesell aquello que empezaba a surgir en torno
de la música entre los estudiantes de Bellas Artes de La
Plata. Aquel diálogo se volvió un hito: don Carlos
ofreció a los jóvenes uno de los rincones donde la
Villa se hacía anfiteatro natural. Este año pasaron
32 temporadas de aquella Semana Santa en la que los estudiantes,
acudiendo a Gesell para cantarle al viejo, inauguraban los Encuentros
Corales del Pinar. Los coros universitarios de todo el país
llegaban cada verano a instalarse al bosque con carpones y ollas
de sus comedores. Aunque ha pasado el tiempo, incluso el boicot
a aquel proceso por parte de la dictadura militar, los Encuentros
siguen repitiéndose en este anfiteatro custodiado por pinares.
También ahora, como entonces, se repiten fogones, espectáculos
musicales y hasta invitaciones a turistas que se pliegan al coro
durante el verano.
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EL
FARO QUERANDI, UNA LEYENDA EN LA VILLA
Un camino mágico de 276 peldaños
Por A.D.
En la base del Faro, la camioneta
de excursiones se detiene. Desde todos los rincones, los viejos conocedores
del lugar recomiendan, insistentes, el ascenso a la torre de control marino
de cincuenta y cuatro metros de alto. Adentro, un marinero recibe a la
tropa de turistas desesperados porque, en vez de elevadores, oyen que
sólo hay 276 escalones que los separan de la cumbre. La marcha
se inicia y, con ella, comienza un camino profundísimo por esta
torre que de a poco se irá volviendo mágica.
El Faro Querandí se terminó de construir el 27 de noviembre
del 22, sobre la bahía costera que recibía el nombre
de los indígenas habitantes en tránsito de la zona. Quiere
decir sin grasa, explica ahora Silvina Parravicini, una de las guardaparques
que, por esta vez, ha optado por el tranquilo asesoramiento en tierra.
Desde ahí estimula Angeles Loredo, una de las turistas que explica
su renuncia a la escalada argumentando una fobia a las construcciones
sin ventanas. Pero si hay ventanas por todos lados, retruca
la guía, y Angeles busca una nueva fórmula para evitar trasponer
ese túnel que parece hundirse en el cielo.
Acá hay un error, suelta de pronto el marinero, hasta
aquí sumido en el más riguroso silencio. Siempre se
confunde el Faro con la Reserva y esto dice obstinado es de
Prefectura. Tanto es así que son ellos, los cabos como Marcelo
Lobo, quienes mejor entrenados están en los ascensos: tres veces
para arriba, tres para abajo, todos los días y con una escoba.
Sobre todo ahora, cuando hay cien personas por día dispuestas a
pagar un peso por la aventura.
El prefecto Lobo mantiene su puesto de centinela durante todos los días
de la semana, excepto el de descanso. Eso significa que todos los días
hace 17 kilómetros en camioneta hacia la Villa, salvo uno: el día
que pensó entrenarse haciendo el recorrido a pie. La hora prevista
se le hicieron cuatro, sobre los médanos, sin sol y sin luna: Le
aseguro que lo vi cuenta espantado: era la cara de un indio
lo que se me apareció. Para el cabo no son leyendas, sino
alguno de esos personajes que rodean aquí la misteriosa historia
del Faro.
La guardaparque ha escuchado al cabo y, aunque no la desvelan las fábulas,
sí puede hacerlo la historia: Este faro fue construido cuando
el sistema de navegación necesitaba de estructuras como éstas
y en esos años, seguramente, fueron los presos quienes lo hicieron.
Quienes saben seguramente del tema son los que ahora van pisando el escalón
número 272 en la punta del Faro y tienen sólo dos por delante
para terminar el ascenso. Pero cuando llegan, las maldiciones parecen
complotarse: arriba queda un resto, algo parecido a una empinada escalera
de incendios. Ahora sí, todos llegaron, incluso una de las mujeres
del cuatriciclo alquilado para el viaje exótico hacia el Faro.
Ahí arriba, mientras traga bocanadas de aire para recuperar las
que le han sido arrebatadas durante el ascenso, se para en frío.
Mira a su hijo fijamente para aclararle que, apenas vuelvan a Belgrano,
recomendará al gimnasio reemplazar las rutinas de cintas fijas
por las más sacrificadas escaleras. En una de ésas, hasta
traslada el Faro.
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