Por Alejandra Dandan
El viejo toca la calle con el
bastón sin saber que Charly lo observa desde enfrente. Apenas cruza,
en tinieblas, busca la mano del dueño del bar. El lugar huele a
cuerpos de bocas carmesí y remeras ajustadas. El viejo ocupa la
mesa donde espera a su amor francés: lamour fou,
dirá, y explicará que fue un amor a primera vista,
porque ciego y todo me enamoré. A tientas destapa un frasco
lleno de las pastillas que Charly confunde con Trapax, los sedantes que
lo duermen, de tarde, hasta las cinco. La compañera del viejo es
esa mujer que entra, capaz de transformar en escenario cada lugar visitado.
No la llaman Mercedes, como lo hace él, le dicen Yiya de Murano
y en seguida, separado por comas, agregan: La envenenadora de Monserrat.
El viejo es Julio Banin, un vencido corrector de diarios, colaborador
de Timerman y de Carlos Vigil. En esa mesa de bar pasan las tardes. Yiya
habla de Julito, de un libro y de su nueva boda con él.
Allí, en Salta y Pavón, en el café, en el edificio
de don Julio, en el barrio, su presencia genera las mismas ambivalencias:
el trato amable y el temor nunca olvidado al cianuro en las masitas.
Yiya de Murano puede aceptarse leyenda, aunque sólo de categoría.
¿No es más interesante la vida de estas pobres putas?,
sugiere. Que me disculpen la expresión o, como se dice ahora,
las meretrices. Página/12 estuvo con ella y con el viejo
Julio Banin, veterano del gremio de prensa. De 75 años, que prefiere
ocultar.
En la UTPBA
En una diagonal del microcentro está la obra social de Prensa,
el edificio al que hace unos años fllegó Yiya para repetir
visitas de dos y tres veces por semana de la mano de un ciego. Nunca se
ocultó ni se quitó sus lentes de botella gruesa, ni la medalla
de la Virgen de los Milagros enganchada al cuello. Por favor pidió
alguna vez al médico, no me diga Yiya, llámeme Mercedes.
Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano hacía dos años
había quedado liberada de la cárcel de Ezeiza.
En Constitución, Julio Banin pasó los últimos dieciséis
años. Un mes después de la muerte de Ana, su segunda mujer,
los vecinos conocieron a la señora que se ocuparía del viejo.
Dijeron qué buena mujer y eso pensaron hasta verla en la tele.
La vida de Yiya pasó de piso en piso. Un día, en la planta
baja, le prohibieron la entrada a la casa.
Desconfío
Nadie responde el timbre en lo de Banin. Al otro lado de la puerta, una
señora entretiene a dos nenes en el rellano del edificio. Enseguida
abre, dispuesta como compañía hasta el piso del viejo. Seguro
que está insiste, aunque nadie responde: seguro, lo
que pasa es que le meten calmantes y hasta las cinco no lo levantan.
Las asociaciones son inevitables, el viejo ciego toma remedios que, por
las pocas informaciones reunidas hasta aquí, parecen provistos
por... Pero ella no entra interrumpe, telepática, la
vecina: no entra desde que supimos quién era, porque acá
somos una gran familia, si no, esto no funciona.
El timbre sí funciona y por la insistencia, el viejo está
bien dormido. Desde el pasillo, la mujer precisa una rutina exacta: A
las cinco, a esa hora puede encontrarlo en el bar, sino, está solo
a la mañana.
A la mañana siguiente no hay cervezas en las mesas ni mujeres disponibles
para citas. Hay un rayo de sol limpísimo que empieza a colarse
tibio entre las canas grises del viejo. Frente a un vaso, él destapa
a tientas un frasco chiquito. Qué estás tomando? se
inquieta Charly ¿Son las Trapax, no? El viejo dice
no, son aspirinas.
Ahora se vuelve inevitable pensar en otro frasco, cientos de veces nombrado
en las crónicas de los crímenes de Murano. Es el pastillero
queYiya sacó de la casa de su prima apenas le anunciaron la muerte.
El frasco tenía las pastillas que la envenenaron.
¿Nunca desconfió, don Julio?
Lo que pasa es que, un ciego, hay matices que no ve, no puede; tenés
que guiarte por la versión oral ¿viste? A pesar de eso,
nunca tuve duda, ella habla tan bien de mí, que hasta exagera.
Pero confiar se vuelve difícil...
Digamos que sí, pero necesito confiar plenamente aunque muchas
veces yo sé que se escapa alguna mentirilla, pero qué le
vas a hacer, tengo que decir a ver cómo es eso, para que repita.
Lamour fou
Una de estas tardes alguien con celular y buen auto pasó a buscar
al viejo por Constitución. Soy la hijastra dijo y sugirió
galante a los cronistas, mejor vuelvan en otro momento. Aquella
chica, el celular y el auto trasformaban al viejo, de pronto, en un anciano
con respaldo financiero.
El dinero fue uno de los móviles por los que actuó Murano.
La condena a cadena perpetua incluyó homicidio y estafa en grado
de reiteración. Sus amigas le habían prestado fuertes sumas
de dinero que nunca devolvió. Un mes antes del vencimiento de un
pagaré, su prima cayó rodando de un paro cardíaco.
Pero la economía del viejo aún es incierta. Hasta el 79
se sostenía con cientos de trabajos chicos. Estuvo en Humor, en
La Ley y corrigió las editoriales de Timerman cuando desaparecía
gente, ¡uy Dios mío!, Jacobo se las arreglaba para poner
aunque sea en tres líneas desapareció fulano de tal.
Cuando le faltaban dos meses para la jubilación, el viejo quedó
ciego. Fue en el 79. Ese mismo año, el 27 de abril, la Justicia
probaba la existencia de cianuro en las papilas estomacales del cuerpo
de la prima de Murano. Ella fue detenida. El viejo no lo supo.
Por ese entonces yo trabajaba en Atlántida dice,
sé que Gente había publicado algo, pero yo no recuerdo nada.
Unos años más tarde dejó su casa de la Boca y entró
en un crédito por el departamento de Constitución, el barrio
donde conoció a Yiya.
Me la presentaron y charlando, charlando... En ese entonces yo tenía
que ir a Prensa para ver al médico y no tenía con quién
ir; mi señora trabajaba y mi hija también. Y justamente
le pregunté si me podía acompañar. Sí,
cómo no, me respondió porque es muy buena, tiene muy
buen corazón. Me atiende todo el día, de eso no se le puede
decir nada.
La conoció antes de que su mujer falleciera.
Sí, pero eso entra dentro de lo privado.
Hace algo más de dos años, Ana Cáceres, la mujer
de Banin, moría de paro cardíaco. Era empleada doméstica.
Desde la muerte, Yiya lleva las cuentas del viejo, cobra su jubilación
y paga sus gastos de remedios. Y se los administra.
¿Alguna vez hablan del tema?
Sí, por la televisión lo están contando día
por medio.
Usted es un hombre preparado. ¿Por qué aceptó
para cuidarlo a una persona, al menos, cuestionada?
Al menos yo, no puedo creer que haya sido ella la causante de esas
cosas, no puedo creer, yo no lo creo. Para mí es una rara metamorfosis,
una historia demasiado... Pasaron tantos años y pobre, la cantidad
de años de prisión. Yo no tenía opción para
elegir. Ella me pidió que sea así. Bueno, tiene simpatía
por mí, con los médicos es ampliamente conocida y allá
la quiere todo el mundo y ¿sabe el esfuerzo que hace?
¿No va a contar cómo la conoció?
Fue una cosa muy... ¿sabe francés? Sabe lo que es
lamour fou, es como un amor a primera vista, digamos, eso quiere
decir lamour fou.
Pero usted ya estaba ciego...
Ya estaba ciego, pero ciego y todo, el amor no tiene edades.
Sin pelos
Virgen Santísima, imploró Yiya el día que lo conoció.
Yo le dije a la Virgen Santísima, poneme al lado del ser
que más me necesita. Ahora es Yiya la que cuenta la historia,
sentada frente al viejo, que no volverá a abrir la boca. Ella no
sabe que existió un encuentro previo, casi clandestino, con ese
hombre que un día conoció en su versión
camino a una función del Cervantes.
Decime quiso saber Banin cuando terminó el concierto,
¿qué tenés que hacer mañana?
Qué apurado, che.
No la despistó, quiero que me acompañes
a mi psicólogo.
Tengo todo el tiempo del mundo para vos, le dije, y eso le encantó.
Y entonces escuché el piropo más hermoso para una mujer:
Mirá, yo era ciego, pero desde que te conocí, vos
sos mi solcito, ya no soy ciego. Así que mirá, lo
tengo que mimar a mi bebé.
Yiya habla desde el bar repentinamente convertido en un escenario, como
todos los lugares por los que suele pasar. Porque ella no transita espacios,
los construye con el cuerpo. No concibe otro modo de andar, no quiere
un plató fuera de cuadro. Por eso, aunque está sin un centavo,
entrega cinco pesos de limosna. Por eso saluda y seduce, por eso habla
y hace callar.
Cuando lo conoció a Julio, ¿él todavía
estaba casado?
Para nada, Julito estaba viudo, el pobre.
Julio no ve y no es posible cruzar ninguna mirada con él. Oye ese
dato falso, sin embargo no habla. Julio ciego no corrige, ni siquiera
el lenguaje oral. Yiya lo precisa callado, para mantenerse parada en ese
escenario que acaba de inventar. Tal vez, hasta lo necesite ciego. Te
digo le reprochó un día antes al viejo, vos
andá y respondele a la chica, hacelo Julito. Pero después,
acordate, a mí no me ves más un pelo. Ya lo sabés.
Julio bajó la cabeza.
El bolero
La ficción frente a su vida, dice Yiya, queda extremadamente corta.
Muchas veces le han dicho que ha vivido un cuento. Hay un bolero que en
este momento se quiere acordar, se lo cantaba un antiguo amor, era Antonio
Murano, su primer marido, muerto mientras ella estuvo en prisión.
El viejo ahora sí dice algo, se escucha un murmullo muy bajito
en el bar: En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, imborrables
recuerdos....
Ni siquiera en el final le da descanso Yiya: con un dulce codazo lo hace
callar. Es que tiene algo que decir: En abril nos casamos, ¿qué
te parece la noticia?.
UNA
MUJER QUE PASO DE LOS VIAJES A LAS CARCELES
Las tardes de té en la confitería
Por A.D.
En Buenos Aires eran los años
de la dictadura militar. La historia de Yiya Murano, en el 79, logró
escandalizar a la clase media porteña que devoraba las cientos
de impresiones de diarios buscado detalles escabrosos sobre un tema al
que la censura no parecía limitar. Yiya aún era la señora
María de las Mercedes Bolla Aponte de Murano, de padre militar,
familia acaudalada y señora de un doctor, Antonio Murano, abogado
civil retirado. Hasta el viernes 27 de abril de 1979, fue la esposa que
alternaba su vida doméstica con funciones en teatros, tardes de
té en confiterías del centro y viajes a Punta del Este y
Mar del Plata. A partir de ese viernes, cuando un agente de policía
golpeó la puerta de su departamento en la calle México,
su nombre apareció en títulos catástrofe, pero no
como Mercedes, sino como Yiya, la envenenadora de Monserrat.
Después de una absolución que fue anulada, Yiya fue condenada
a cadena perpetua por envenenamiento a tres mujeres. Eran tres amigas.
Yiya les convidó masas con cianuro para no devolverles la plata
que le habían prestado.
Sólo un mes antes de la detención comenzaron las sospechas.
El 24 de marzo murió su prima Zulema del Giorgio de Venturini.
En pocos días, el certificado de defunción pasó de
paro cardíaco a envenenamiento. Tres días después
de la muerte, vencía un pagaré concedido a Yiya por veinte
millones de pesos. Ella le había ofrecido a su prima actuar como
intermediaria de inversiones de capital. Unas cartas de Zulema, recogidas
tiempo después por el juez, dieron cuenta de la demora en una devolución
que para esa fecha se hacía impostergable. Ese día, Yiya
entró al edificio de Zulema con un paquete de masas. Enseguida,
el portero le avisó que su prima había rodado por las escaleras
y estaba casi muerta. Yiya pidió sin demoras las llaves de la casa,
entró y capturó un frasco con medicina y el pagaré.
Fue la hija de Zulema quien notó la falta de ese documento y las
sospechas comenzaron a tejerse sobre la deudora que, ya por ese entonces,
contaba a otras dos finadas entre sus amigas más cercanas.
Hasta ahí, nadie había notado patrones comunes entre las
otras dos amigas muertas de Murano. Cuando se analizó el primer
cuerpo, los peritos vieron restos de cianuro alcalino en las papilas estomacales
en cantidad suficiente como para matar a treinta personas. Cuando Diego
Pérez, el juez de instrucción, ordenó la prisión
preventiva, suponía que las masas llevadas al departamento de su
prima le servirían para reforzar el efecto de ese otro medio empleado,
un aparente medicamento que retiró del lugar.
Yiya estuvo presa por primera vez entre el 79 y el 82, cuando
fue absuelta en primera instancia. Tres años después, el
fallo fue anulado y le dieron prisión perpetua. En noviembre del
95 quedó en libertad, beneficiada por una conmutación
de penas y la ley del dos por uno.
Los viejos cronistas de la época hablan de su extremo poder de
seducción y del troperío de amantes lúcidamente manejados
por ella. Hubo un médico y otro abogado, además de su marido,
entre los hombres mencionados por su grado de sumisión a la señora.
La marca de Panchita
No hay olores que la perturben. El trauma es literal: Yiya no
huele. Un año después del encierro, en el 80
fue sometida a una operación por un aneurisma en el cerebro.
Esa pelota formada en el torrente de sangre, como lo explica, fue
extirpada. Ahora, en su lugar, hay un gran hueco profundo que Yiya,
con una mano extendida, invita a recorrer. Ahí tuve
el cañito: cuando me sentaron veía doble: en mi vida
tomé vino y parecía una borracha porque veía
todo doble.
Mercedes nació en Corrientes y, aunque vivió de chica
en el campo, fue recorriendo cada provincia
detrás de los destinos de su padre militar. Todas,
menos Salta y Jujuy, y tengo que ir porque ahí está
el Señor de los Milagros, después de todo, gracias
a él yo vivo.
Del campo arrastra el apodo pronunciado por primera vez por su abuela
como
Yiyi y también arrastra un sonido sordo, uno de los pocos
espacios donde su memoria no encuentra sostenes y se pierde: Era
cuando les ponían a los animales el sello a fuego, mirá...
de eso me acuerdo: yo me tapaba los oídos y disparaba, porque
veía a los animales cómo sufrían, yo me tapaba
los ruidos. Algo espantoso era, cuando te ponen con fuego, que te
marcan, me acuerdo de eso.
Panchita se llamaba su muñeca cuando a nadie se le ocurría
ponerles nombre difíciles a los juguetes.
Pero Panchita no era un juguete, era una nena que
Yiyi llevaba de paseo. Siempre me gustaba dirigir, dirigir
los juegos, ay... era terrible, quería que me hicieran caso.
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Entre frasquitos y
pagarés
La puntita de una cuchara con cianuro sobra para matar a una persona,
Yiya puso en unas masas dosis como para liquidar a treinta. Convidó
el postre a Carmen Zulema del Giorgi de Venturini. Era su prima,
su tercera víctima y la que desencadenó la investigación.
Pero también le dio un poquito a Nilda Gama, su vecina de
piso y a Chicha, su amiga Leila Formisanto de Ayala, conocida de
los veranos en Mar del Plata.
¿Tortas? se prepara Yiya. Jamás
de los jamases invité a nadie a comer y todos los té
los tomábamos afuera, nunca hice té en casa. Me gustaba
mucho el teatro o cenar. Se han dicho tantas mentiras, tanto distorsionado...
cómo puedo decirlo: escandalosas, tenebrosas, se ha querido
presentar algo monstruoso de algo que no fue.
Es absolutamente sincera. Lo es. Sobran pruebas, pero Yiya ni siquiera
las niega. Ha construido con su vida otra historia.
Al frasquito que sacó del departamento de su prima mientras
todos socorrían a la finada agregó el pagaré
firmado por un préstamo. Fue la ausencia del papelito lo
que despertó las primeras sospechas.
Qué frasquito, ningún frasquito se enoja;
yo tenía perfumes, era la loca de los perfumes, por favor.
En mi casa tenía todos los frasquitos con mis perfumes franceses
porque a veces uso colonia y un buen jabón, eso sí,
de gliserina. Preguntale a Julito que cuando me llama le dicen se
está bañando Mercedes. Soy mujer de tres baños
diarios. Ahora tengo dos, porque ando toda la siesta en la calle,
estoy con él de la mañana a la noche.
Es ridículo regresar al pasado, pero el repaso apasiona.
Yiya irá negando cada motivo de la condena. Fijate
propone que al principio iban sacando cada vez más
cuerpos para abrir. Ya detenida, una enfermera la llamó:
Vení Yiya y reíte: ahora dicen que envenenaste
a once.
Desde hace años insiste, como ahora, con la publicación
de un libro: La verdad, por Yiya Murano, aunque no sé
si va a llamarse así. Para ella lo importante es borrar
el cianuro porque cuando vos te acercás a una persona
envenenada a menos de un metro, te quemás. Nadie se
quemó por aquellos años en los auxilios y, sin quemados,
no hay veneno: sin veneno, es cierto, Monserrat dejará de
tener a una envenenadora para la historia.
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