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Un poco de imaginación al poder
para solucionar el problema vasco

A un año y medio del fin de su tregua unilateral, la organización separatista vasca ETA sigue mostrándose fuerte a pesar de los triunfos que se atribuye en su combate el Estado español. Aquí, un análisis de por qué la vía policial tiende a fracasar.

21 de enero de 2000. En uno de los atentados más sangrientos de ETA,
estalla una bomba en Madrid.

Por Alfredo Grieco y Bavio

A las tres de la madrugada del 28 de noviembre de 1999, el presidente del gobierno español José María Aznar fue despertado por un colaborador. En el Palacio de La Moncloa se acababa de recibir ese domingo la noticia más alarmante de Europa Occidental: la organización armada independentista vasca ETA había anunciado, tras 14 meses, el final de su tregua unilateral. Y proclamaba que, a partir del viernes siguiente, el 3 de diciembre, volvía a la ofensiva. Desde entonces, ETA ha cumplido su promesa.
Cada día, los diarios de España registran puntualmente éxitos y fracasos de ETA y las columnas de opinión injurian a los etarras con reiterativos insultos. Tal vez menor haya sido la reflexión sobre qué cambió –si cambió– ETA tras la tregua y por qué el gobernante Partido Popular, a pesar de sus también repetitivas jactancias de definitivos descabezamientos de temibles comandos, ha fallado en todos los modos, no ya de diálogo, sino de enfrentamiento con el independentismo.
El diario vasco Gara publicó íntegro el comunicado por el que la organización armada anunciaba la ruptura de la tregua. Pero no resulta difícil resumirlo. Es nítido como un silogismo. “El proceso que comenzó el año pasado está sufriendo un claro bloqueo y se está pudriendo”, es la premisa mayor, en alusión a la estrategia de las fuerzas nacionalistas firmantes del llamado Pacto de Lizarra de buscar la autodeterminación del País Vasco por la vía política. La conclusión llega pronto: “Y, en este contexto, ETA ha tomado la decisión de reactivar la lucha armada respondiendo al compromiso tomado en defensa de Euskal Herria”.
La posición ideológica actual de ETA es la que expresó en el manifiesto. Y es, también, la clave del éxito de su continuidad. La atmósfera que se respira en el País Vasco en los últimos 25 años no ha hecho disminuir las demandas nacionalistas, sino que por el contrario las ha acrecentado en los sectores más radicales. Otro tanto ocurre con la crecida prosperidad de Euskal Herria: el independentismo vasco, como el catalán, el del Norte de Italia, el esloveno en Yugoslavia o el flamenco en Bélgica es un separatismo de ricos contra pobres.
Todas las restricciones que el franquismo había impuesto a la mitología local, paisajista, folclórica, rural, tradicionalista, lingüística vasca fueron levantadas; lo prohibido se convirtió en obligatorio. Hasta el punto que existe una reacción en el interior mismo del País Vasco. En la provincia de Alava, la más heterogénea desde el punto de vista de su población de las que integran la comunidad autónoma vasca, ha crecido durante la última década el partido Unidad Alavesa (UA), hostil al nacionalismo y a la imposición del euzkera a la población hispanófona. UA defiende la secesión de Alava, una de las tres provincias vascas, y la creación de una nueva autonomía foral similar a la que goza la vecina comunidad de Navarra.
El manifiesto de ETA que sólo publicó Gara puede compararse con otro que difundieron todos los medios, incluida la Televisión Española, y que lo antedataba sólo un par de años. Es el del centenario del Partido Nacionalista Vasco (PNV), la primera fuerza política en Euskal Herria. En el documento se lee que “los vascos de los seis territorios constituimos un mismo pueblo por su origen y su voluntad”. Los seis territorios incluyen a Navarra además de Vizcaya, Guipúzcoa y Alava y a las provincias vascas en Francia.
Es difícil olvidar que ETA se formó gracias a los jóvenes que en 1959 se desprendieron del PNV por la renuencia de éste a la lucha armada y por su carácter confesional católico. Pero si los jóvenes bajo la dictadura de Franco podían comprender la moderación de sus mayores que estaban en la oposición, de ningún modo pueden admitirlo ahora que son gobierno. Todoslas habitantes del País Vasco viven en un ambiente vasquizado como era impensable hace un cuarto de siglo, sólo que –entienden los etarras y sus simpatizantes– los moderados no se atreven a reclamar lo que es suyo. Desde la perspectiva de la juventud etarra, la cobardía es hoy mayor y menos justificable. Porque el ideal de los partidos nacionalistas vascos sigue siendo la independencia (aunque relativa) antes que la autonomía (aunque absoluta).
Todos los análisis coinciden en que la tregua unilateral sirvió a ETA para rearmar sus cuadros, favoreciendo a los militantes jóvenes, no fichados. También para crear una nueva red logística, encontrando el apoyo efectivo y episódico de simpatizantes más o menos calurosos. En cierto modo, se trata de una desprofesionalización. La ETA del siglo XXI promete tener cada vez más militantes part-time, más colaboradores espontáneos, una mayor y más sabia división del trabajo y una extensión peninsular completa. Incluso, puede aumentar la comunicación con otras organizaciones, como prueba el asalto de los independentistas bretones en la francesa Bretaña a una fábrica de explosivos que ahora ETA hace detonar en España.
No es casual que el mejor organizado de los comandos etarras, cuya existencia ha sido negada con más ceguera por el gobierno y cuyas muertes han sido más espectacularizadas por la prensa, sea el de Cataluña, la otra nacionalidad más rica, la Suiza española. La todavía marxista ETA, en el marco de la Unión Europea posterior a los acuerdos de Niza, cumple en el interior de España la función de opción populista, centrífuga ante los dictados de Bruselas y Estrasburgo, que en otros países desempeñan diversas derechas. El caso más estentóreo es el llamado neonazismo de Haider en Austria; no faltan quienes llaman nazis a los etarras. Ante las blanduras socialdemócratas, convertirse en etarra es una solución segura a cualquier anomia.
El gobierno y la sociedad enfrentan, dialogan y aun piensan a ETA de formas cada vez más impacientes y menos imaginativas. La única vez que el gobierno fue imaginativo con ETA fue la peor. Fue cuando intentó la vía irlandesa: combatir al independentismo armado con el terrorismo de Estado. La creación de los comandos GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación), cuyo turbio tramado y sus asesinatos investigó el juez Baltasar Garzón, costó las elecciones al gobierno socialista. Pero si este fue el costo en dimensiones españolas, en el País Vasco fue mayor. Se confirmaba algo que todos los nacionalismos enseñan: mientras los GAL secuestraban impunemente ciudadanos franceses y rapiñaban con gusto fondos estatales reservados, los etarras pueden cobrar “impuestos revolucionarios” que después gastan, desinteresada, escrupulosamente, en armas, explosivos y otros artículos del mismo catálogo. El ministerio del Interior socialista se había encargado, para edificación de todos, en confirmar con la realidad los arquetipos del etarra puro y el corrupto agente de Madrid.
Xabier Arzalluz, presidente del PNV, reprocha al jefe del ejecutivo central apostar sólo por la vía policial. “Aznar lo que preconiza es que esto es puro bandidaje y que no hay más camino que el de la Guardia Civil. El gobierno no acepta negociar con ETA y no acepta que exista un problema político de fondo”, sintetiza. Tal vez la sociedad española haya sido aún menos imaginativa que el gobierno popular que siguió al defenestrado socialista. No sólo se niega, como sería esperable, cualquier legitimidad a la lucha armada. Lo más notable es que el énfasis parece puesto sobre el repudio de la legitimidad de las aspiraciones de ETA (y de muchos vascos). La sacrosanta Constitución española (de sólo veinticinco años), acuerdos firmados con la UE, la resolución 2625 de la ONU (que no autoriza menoscabar “la integridad territorial de Estados Soberanos”) se oponen como limitaciones a la autodeterminación del País Vasco (fundada, si de títulos jurídicos se trata, en fueros varias veces centenarios). Como sicon estos argumentos se pudiera callar para siempre toda discusión, como si quien los contradijera fuese el equivalente vasco del fundamentalismo islámico u otro selecto enemigo del progreso.
El himno del independentismo de Québec es Je me souviens (Yo me acuerdo), una canción que recuerda la derrota militar sufrida por obra de los ingleses dos siglos y medio atrás. En las derrotas hay a veces más potencial nacionalista que en las victorias, como demuestra la batalla de Kosovo que los serbios perdieron ante los turcos en 1389 y hoy está en el origen de la guerra que la OTAN pierde todos los días en la ex-provincia yugoslava. La respuesta de los racionalistas, como el filósofo donastiarra Fernando Savater, es “Olvídense de una buena vez! Bienvenidos a la modernidad, a la ciudadanía universal!”. Hay que decir que la invitación a los derechos individuales de las personas y a la vida democrática es razonable. Tan razonable, que no sería razonable esperar que sea aceptada algún día. Los vascos, los que acaso deploran las acciones de ETA pero nunca las condenan, no olvidan lo que a los filósofos puede parecer muy olvidable. Así es el amor: no siempre pone bombas, pero jamás sabe sobrevivir a lo que ama.

 

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